Jesús Cotta Lobato (Cártama, Málaga, 1967) es licenciado en Filología Clásica y profesor de latín en un instituto de bachillerato. Como poeta ha publicado varios libros, el último de los cuales es Gorriones de acera (Pre-Textos) y como aforista, Homo mysticus (Cypress Cultura). Es también traductor desde su original latino del discurso Sobre la natividad de Nuestro Señor, del humanista holandés del siglo XV Rodolfo Agrícola (Cypress Cultura, 2019), y de La vida solitaria, de Francesco Petrarca (Cypress Cultura, 2021). Dramaturgo y novelista, su estro literario se compagina con una vocación religiosa explícita y manifiesta.
– ¿Cree que, en el mundo actual, aún hay espacio para la dimensión espiritual del hombre?
– Mientras haya hombres, siempre habrá espíritu, porque el espíritu es precisamente lo más genuinamente humano: la parte de nosotros que se siente distinta de la tierra que nos ha hecho y a la cual sin embargo hemos de volver y, por tanto, apelamos a algo superior a nosotros y a la tierra, para así encontrar un sentido a ese sinsentido; lo que más me define no es lo que la tierra se va a comer sino precisamente lo que ella no podrá cobrarse cuando me cubra: esa expresión que desaparecerá de mi rostro justo antes de adoptar las facciones de un cadáver y que es hija del Cielo, no de la tierra; esa experiencia del espíritu ya la tenían los neandertales, que por eso enterraban a sus muertos. El simple hecho de que muchos no quieran quedarse un momento a solas consigo mismos para reflexionar sobre todo eso, demuestra el enorme esfuerzo de distracción diaria que tiene que hacer una persona para no pensar en la cuestión más importante de todas: ¿qué es él, un animalillo más, que desaparecerá como una gota en el océano, o bien él es el amado del gran Amante, el Poeta del cosmos?
Lo que ocurre es que en unos hombres esa inquietud es más intensa que en otros, y esta sociedad no la alimenta precisamente, sino que la sepulta con muchos entretenimientos que nos engatusan y nos enganchan a la inmediatez, eso sí, sin lograr acallarla del todo, porque al fin y al cabo el hombre sigue siendo hombre, es decir, el mortal que no se siente llamado a desaparecer. Igual que ha habido épocas que no facilitaban, por ejemplo, el cultivo de la propia individualidad y, sin embargo, esta ha existido siempre, esta época nuestra no favorece la espiritualidad, pero esta no morirá y, además, creo que hay señales de un renacer espiritual, con un marcado carácter místico.
Yo lo compruebo constantemente con mis alumnos, que, como adolescentes que son, están aún muy cerca de su infancia y en ese sentido son muy transparentes: incluso aquellos que, por influencia del cientificismo y materialismo actual, piensan que no hay alma ni Dios, creen que lo que ellos son en realidad no es solo el cuerpo que ven de ellos los demás, sino algo que no se ve, algo que los protagoniza y los preside, y de hecho se rebelan si alguien pretende someterlo a las leyes físicas y científicas como si fueran ratas de laboratorio.
– Hablando del «hombre», ¿qué opinión le merece el discurso según el cual no existe naturaleza humana, sino que esta es un producto de convenciones sociales sin dimensión axiológica?
– Yo estaría dispuesto a aceptar eso si el hombre fuera una especie de fuerza proteica omnivalente que se manifiesta como le diese la real gana: en forma de energía, de fuego, de astro, de tormenta… Pero es que incluso en ese caso estaría sometida a las cuatro fuerzas de la materia, o sea, a la naturaleza. El hombre tiene una naturaleza universal que hace que sea lo que es y de la que no puede escapar: como viviente, es un mamífero, con sus emociones y sus pulsiones y su dimorfismo sexual y sus necesidades biológicas que lo condicionan hasta los tuétanos y, como ser cultural, es un ser moral, religioso, artístico, técnico, simbólico, histórico… Si eso no es naturaleza, que venga Dios y lo vea. Las diferencias culturales pueden ser muy vistosas y aparatosas, pero como lo son las diferentes formas que tiene el agua de salir de una fuente, pero al fin y al cabo todas son agua, y el agua tiene unas leyes de las que no pueda escapar, por más cosas diferentes que podamos hacer con ella y por más diferente que pueda parecernos el hielo del vapor.
La negación de la naturaleza es una consecuencia de la negación de la filiación divina: si no somos hijos de Dios, podemos ser lo que queramos, podemos ser dioses de nosotros mismos, convertirnos en lo que queramos, autocrearnos…. y, claro, desde esa perspectiva prometeica y desquiciada solo cabe interpretar la naturaleza como una materia prima infinitamente moldeable, y de ahí viene la ideología de género y el transhumanismo. Pero la naturaleza es terca, es la que nos ha hecho, incluso la que permite que neguemos su existencia.
Negar la naturaleza, en fin, es una manera de sentirse poderosos: puedo hacer de mí lo que quiera. Es la misma actitud de quien niega que haya un canon en literatura: en ese caso, literatura será lo que él diga.
–Usted ha propuesto el término «rehumanismo» para defender la vuelta a una visión de la humanidad y de Dios en los términos de mutua reciprocidad. ¿Nos puede describir con más detalle esta propuesta?
–Desde que en la Ilustración el hombre intentó fundamentar su dignidad no en el hecho de ser imago Dei sino un ser dotado de razón, es decir, desde que el hombre endiosó su razón al darle la preeminencia, comenzó a cavar la tumba de su propia dignidad, porque la razón sirve tanto como para considerarnos dioses como para considerarnos escoria, y de hecho desde entonces han comenzado a cundir las visiones misántropas del hombre, lo que yo llamo contrahumanismos: el materialismo que nos reduce a ser una parte de la materia; el cientifismo que niega el misterio de nuestra existencia; las ingenierías sociales a las que les sobra la libertad individual; el animalismo que considera un crimen matar un pollo para alimentar a un niño; el abortismo que considera un derecho matar al hijo antes de nacer; el creciente utilitarismo, la eugenesia que está creciendo en la oscuridad, el concepto mismo de superpoblación; la expansión del feísmo, la pornografía, la exhibición descarnada de la intimidad, la desvinculación de sexo y amor; etc… Urge recuperar la dignidad humana para acabar con esta ola de contrahumanismo; pero ya no podemos basarla en la razón, porque esta sirve también para dinamitarla, y tampoco podemos dar por hecho que, en una sociedad tan variada, todos van a aceptar que somos imago Dei, porque para ello se necesita fe, y la fe no se alcanza por un acto de la voluntad, sino que es un don. Así que creo que una manera de unir a personas dispares, pero sinceramente preocupadas por la deriva contrahumanista de nuestros días, es fundamentar la unicidad y grandeza del hombre en su capacidad de Dios, es decir, en ser la única criatura del cosmos, al menos que se sepa, capaz de apelar a una realidad que no sea el cosmos, una realidad superior y anterior al cosmos, es decir, Dios. Y el Dios del que hablo es el Dios trascendente, el Dios personal; los demás no son dioses, sino emanaciones de la naturaleza o manifestaciones sacralizadas de la naturaleza que al final vuelven a la naturaleza. El Dios del que hablo es el Autor, el Poeta de la naturaleza. Si ese Dios existe, su conexión con Él nos hace grandes; y si no existe, la capacidad de apelar a Él es lo que nos distingue de absolutamente todas las cosas que existen en un cosmos que sin Él es incomprensible. Y esa visión del hombre como ser que trasciende todas las cosas y apela al autor de todas ellas, exista o no, es lo que yo llamo rehumanismo. Y en él podemos confluir muchas personas distintas: la capacidad de Dios, la posibilidad de un Dios trascendente, nos eleva.