Gabriel Insausti (San Sebastián, 1969) es escritor, poeta, traductor y profesor de Literatura en la Universidad de Navarra, donde, además, forma parte del claustro de profesores del grado en Literatura y Escritura Creativa de la Facultad de Filosofía y Letras, impartiendo docencia bilingüe. Es autor de libros de investigación filológica y textos sobre cine, aunque su producción más importante es la poética. Como aforista, ha publicado los libros Preámbulos, El hilo de la luz, Saque de lengua y Estados de excepción. Gabriel Insausti ha ganado varios premios literarios, entre los que se encuentran el Premio de poesía “Arcipreste de Hita” 2000 por Últimos días en Sabinia, que obtuvo también el tercer puesto en el Premio Nacional de Poesía 2002, o el Premio de Poesía Manuel Alcántara, entre otros. En 2018 obtuvo el Premio Internacional José Bergamín de Aforismo. Reproducimos con permiso del autor las últimas páginas de su libro La lira de Linos. Cristianismo y cultura europea (Encuentro, Madrid, 2021).
"La muerte de Dios y la del último hombre iban enlazadas. No es que el último hombre haya anunciado que ha matado a Dios, situando su lenguaje, su pensamiento, su risa en el hueco de ese Dios muerto, sino que se muestra también como el que ha matado a Dios y cuya existencia encierra la libertad y la decisión de ese asesinato, Así, el último hombre es a la vez más viejo y más joven que la muerte de Dios; puesto que ha matado a Dios es ahora él mismo quien ha de responder de su propia finitud. Pero, dado que habla, piensa y existe en la muerte de Dios, su propio asesinato morirá también; nuevos dioses ocupan ya el océano del futuro; el hombre va a desaparecer. Más que la muerte de Dios, lo que anuncia el pensamiento de Nietzsche es el fin de su asesino" (M. Foucault, Las palabras y las cosas, 1966).
Es difícil ignorar la crudeza con la que Foucault arroja su profecía, en la que por otra parte no se encuentra solo. Posmodernismo y posthumanismo comparten algo más que un prefijo. Ahora bien, sea cual sea el ánimo, incluso el juicio moral desde el que cada lector contempla este vaticinio, lo cierto es que se nos antoja hoy insoslayable: el hombre, sí, se arroga la capacidad para disponer por entero de su propio destino, incluso de su mortalidad, y transfigurarse en otra cosa, Lo cual, mucho me temo, y en particular si se recuerda el relato de Moravec y su particular metempsicosis, solo arroja la imagen de un sucedáneo: lejos de haberse liberado de un Dios y de la sed de trascendencia, todas estas tentativas sugieren, al contrario, que esa sed permanece intacta, que incluso se ha agudizado más que nunca. Simplemente, hemos confiado en otras vías para saciarla. El personaje del quirófano de Moravec, anestesiado y yacente, aspira a perdurar más allá del límes de su extinción física lo mismo que los hombres que han creído durante siglos en la resurrección. La raíz teológica que subyace a la modernidad y su lógica de la secularización termina por hacerse más manifiesta que nunca: si Kant necesitaba postular a un Dios para conservar la teleología y apuntalar el edificio de la ética, si Hegel lo situaba en el ulterior despliegue del Espíritu, si Marx a fin de cuentas prometía una suerte de divinidad o de estado paradisíaco al final de la historia, no cuesta mucho desenmascarar el superhombre nietzscheano como un nuevo absoluto, esto es, una pseudodivinidad. De hecho, la filiación nietzscheana del impulso transhumanista y del posmodernismo solo podía lastrar la tentativa, en este punto; cuando se lee el mencionado «De los transmundanos», en el Zaratustra, se advierte que desde el principio la predicación sobre el Übermensch oculta un sustituto: el profeta es un antiguo creyente que simplemente ha desplazado el objeto de su fe, no la ha perdido. «En otro tiempo también Zaratustra proyectó su ilusión más allá del hombre», arranca el capítulo. Solo que ese «más allá del hombre», que entonces era Dios, es ahora el superhombre.
Creo que la profecía foucaultiana —una reedición de la de Nietzsche, al cabo— adquiere la luz de la proximidad y la viabilidad técnicas cuando se contempla desde las posibilidades transhumanistas. Lo que me pregunto es a) si realmente el proyecto goza de alguna posibilidad, es decir, si separar cuerpo y alma, como decía san Agustín, no nos lleva a perder la razón (y tal vez algo más, cuando esa separación no es ya conceptual sino real); b) si, en caso de que se llegue a algún resultado, realmente puede considerarse como «otra vida» o simplemente «vida» la de esa supuesta subjetividad cibernética, carente de un cuerpo que se relacione con el entorno; c) si en caso de que esa vida se acepte como tal, alguien puede considerarla en continuidad con su vida presente o, dicho en términos nietzscheanos, si puede creer que su «yo» subsiste fuera de su «sí mismo», d) si incluso entonces semejante posibilidad posee algún atractivo, y e) si, como sucede con otros fenómenos relacionados con la biopolítica, como la eugenesia o la eutanasia, lo que se nos ofrece en primera instancia como un ejercicio de libertad no constituiría muy pronto, al otro extremo del plano inclinado de la casuística, una herramienta en manos de los estados y las multinacionales, los cuales obviamente persiguen antes que nada su propia sostenibilidad. Así, la estetización de la vida y la visión del hombre como artífice sin restricciones puede desembocar no ya en el ⁸ sino en homo ipsius faber. Solo que bajo esa fachada optimista se ocultan posibilidades más siniestras: la interpretación «fuerte» de Nietzsche bendecía el sacrificio de según qué individuos en aras del superhombre. Abróchense pues los cinturones: la cosa no ha hecho más que empezar. Y lo que se adivina al fondo del proceso tiene los perfiles de un paisaje distópico.
Asomarse a la cultura contemporánea sirve entre otras cosas para atisbar algunos rasgos de ese paisaje. Sobre todo, me gustaría subrayar dos consecuencias culturales del divorcio entre cristianismo y cultura contemporánea. La primera se obtiene cuando se considera qué sucede si se va un paso más allá de la visión heideggeriana del hombre como «ser para la muerte», cuando se produce esta abolición de la mortalidad natural mediante el sucedáneo de una metempsicosis técnica, cuando esta sustitución viene presidida por la previa negación de toda trascendencia. Y la respuesta es obvia: que desaparece la idea de teleología. El universo deja de poseer finalidad alguna y se ahoga en la multiplicación de unas mediaciones que se agotan en su opacidad, esto es, en la trivialidad; y la vida deja de tener una estructura narrativa, en la que algunas cosas parecían irrevocables. Y esa era precisamente la premisa mayor de toda la cultura occidental, la que yacía en la base de sus relatos y sus símbolos, la que se mostraba en la Commedia dantesca: que la vida constituía un don precioso por único y finito (y que vivirla de un modo u otro supone una diferencia). Así, lejos de la linealidad, la coherencia y el desarrollo que la narrativa había heredado de la épica, en la cultura contemporánea asistimos a la fragmentariedad, la dislocación de la personalidad, la volatilización del yo y de la responsabilidad. Es decir, a la imposibilidad de contar una existencia reducida a un sucedáneo de anécdotas sin tragedia alguna, a un mero suministro de experiencias, indiferentes y poco decisivas. Lejos de alcanzar telos alguno, de lo que se trata ahora es de perpetuar el movimiento. «Nuestra conga es la mejor», decía el protagonista de La gran belleza, «porque no va a ninguna parte» En la ausencia de drama estaría el más terrible de los dramas. Y lo que propone ya la cultura, se nos dice, con el tiempo puede volverse literalmente viable en la vida por medio de la tecnología: una conga interminable, sí, sería su metáfora. Un mundo sin drama, que ha vuelto ridículamente innecesaria la Cruz.
En segundo lugar, el olvido no ya de la muerte y la trascendencia, del hecho y de la necesidad de lo religioso, sino más especificamente de lo cristiano, arrastra consigo el olvido de la raíz de la cultura europea en cuanto representación, en un sentido mucho más palpable: el que se deriva de que nuestra comprensión del lenguaje y del arte son indisociables de la idea de encarnación. Tanto la noción de signo y de símbolo —pars pro toco— como de forma e imagen —pues esta no tiene propiamente un cuerpo sino que ha de incorporarse a una materia— encontrarían en la persona de Cristo su modelo, para la tradición occidental. Y sin ese modelo se nos antoja difícil leer el legado de veinte siglos.
En suma, la tentativa transhumanista representa quizá el más manifiesto de los fenómenos contemporáneos en la teomaquia en que hemos convertido la cultura occidental; en él convergen la abolición de la idea de naturaleza, de la verdad y del cuerpo. Del hombre, en suma. Y cuando se trata de jugar al aprendiz de mago con el propio hombre conviene tentarse la ropa antes: del mismo modo que conocer la física del átomo no obliga a construir y mucho menos a arrojar bombas sobre Hiroshima, desentrañar los misterios de la vida y la psique humanas —en caso de que tal cosa sea posible— no obliga a realizar operaciones como la que describía Moravec. Que en un Occidente amenazado de extinción por su invierno demográfico se dediquen ingentes cantidades de esfuerzo, tiempo y dinero a perpetrar esas operaciones se me antoja una ironía, quizá una alegoría colosal. Tal vez ocurra que la mente de Europa de la que hablaba Eliot se ha emancipado en efecto de su cuerpo, pero por vía de suicidio asistido.