Manuel Neila: Volver a Montaigne

 


Pocos escritores del siglo XVI han ejercido una influencia tan honda, firme y duradera como Michel d'Eyquem, sieur de Montaigne. Incluso hoy resulta difícil no apreciar su profundo humanismo, su afán de individualidad expresiva y el sentido de libertad moral e intelectual que suscitan sus Ensayos. Como Shakespeare, como Cervantes, Montaigne es un «maestro del pasado» que habla todavía de forma directa e inmediata a los lectores contemporáneos, a pesar de su lengua, que pronto envejeció inevitablemente, a despecho de sus ideas, que hubieron de padecer las mudanzas del tiempo. Y ello es así, ante todo, porque en ese auscultador de la interioridad personal que fue Montaigne, en sus opiniones acerca de la naturaleza humana y en su exquisito gusto literario, se encuentran plenamente establecidas las premisas del individualismo moderno, anunciadas ya en la Europa del Cuatrocientos. "Chaque homme porte la forme entière de l'humaine condition", sentencia el ensayista en el capítulo II del libro III, mediante una hipérbole que habría de resumir la orientación de aquellas premisas. En este sentido, los Ensayos de Montaigne pueden considerarse como la primera autobiografía del «sujeto libre», poseedor de su propia razón, de su propia alma y de sus normas personales.

Y, sin embargo, no todas las épocas han resultado propicias a la influencia del noble gascón, ni todos los pueblos favorables al proceso de individuación humana que sus escritos contribuyeron a legitimar. Ya en el crepúsculo de su vida, Montaigne llegó a sentirse apesadumbrado por el destino de los Ensayos, que a la sazón consideraba comprometido, azaroso, incierto. No le faltaban razones para ello, a pesar de la excelente acogida que obtuvo el libro desde 1580, fecha de su primera edición, tanto en Francia como en Inglaterra. Quienes habían celebrado en el estoico Montaigne de la primera época al «Séneca cristiano», tolerante y sentencioso, empezaban a recelar del Montaigne epicúreo de los últimos años, con su apología de la «virtud voluptuosa» y con su exaltación, de la «libertad de conciencia». A finales del siglo XVII, la preocupación dominante del problema religioso, que limitaba extremadamente la libertad del escritor, ocasionó una reacción en contra de los Ensayos, culminando con la inclusión del libro en el Índice romano en 1676; este hecho explica, al menos parcialmente, la adversa fortuna de Montaigne en Italia y, sobre todo, en Alemania, donde la orientación de los escritores hacia las cuestiones religiosas fue más acusada. Durante el Siglo de las Luces volvió a ser rehabilitado, esta vez como philosophe, tarea que honra sobre todo a Voltaire y en menor medida a Diderot. A partir de ese momento, «el más sabio de todos los franceses», en palabras de Saint-Beuve, sería redescubierto y reinterpretado, dentro y fuera de su país, por las sucesivas generaciones, cumpliendo así el destino de todos los clásicos. Entretanto, ¿qué destino le estaba reservado en España?

La fortuna de Montaigne en España puede considerarse, al menos hasta bien entrado el siglo XIX, poco menos que precaria, sobre todo si se advierte el magnífico destino que los Ensayos corrieron en Inglaterra, donde, traducidos desde 1603, popularizan ese nuevo género literario. El hispanista Victor Bouillier, uno de los primeros en ocuparse del tema, lo señaló en su momento acaso con énfasis desmedido y con evidentes errores de apreciación. «España se ha mostrado, hasta ahora, asaz indiferente a la influencia de Montaigne», escribía en su estudio de 1922, La fortune de Montaigne en Italie et en Espagne[1]. Señalaba asimismo que, excepto en Quevedo y en Feijoo, las referencias a los Ensayos eran prácticamente inexistentes hasta mediados del siglo XIX; afirmaba además la inexistencia de traducciones, pues daba por perdido el manuscrito de la versión parcial que el clérigo y licenciado Diego de Cisneros realizara entre 1634 y 1636, con el título de Experiencias y varios discursos de Miguel, señor de Montaña.

Estas consideraciones del hispanista francés, con ser atinadas en lo esencial, incurren en errores antojadizos, como han demostrado posteriormente Ricardo Sáenz Hayes primero y Juan Marichal después[2]. En efecto, cuando Bouillier publica su estudio, existía ya una versión completa de los Ensayos en español, realizada por el erudito Constantino Román y Salamero, y publicada en París por los hermanos Garnier en 1898. En el escrito de presentación, el traductor español hace referencia al manuscrito original, supuestamente perdido, de Diego de Cisneros, que se encontraba en la Biblioteca Nacional de España; también alude a otra versión anterior a la de Cisneros, que éste atribuye a don Baltasar de Zúñiga, diplomático y estadista español, sobrino del Conde Duque de Olivares, ésta sí perdida hasta el momento. Victor Bouillier ignoraba además dos libros de selecciones aparecidos en 1917: el titulado Ensayos pedagógicos, traducido por Luis de Zulueta, y Páginas escogidas, título bajo el que Enrique Díez-Canedo tradujo los Textes Choisis et commentés del montaignista Pierre Villey.

Las referencias a Montaigne tampoco fueron tan escasas, en particular durante el siglo XVII, como el hispanista francés presuponía. Antes de la traducción de Cisneros, los Ensayos fueron dados a conocer en la corte española por Baltasar de Zúñiga, como se ha podido probar. No obstante, fue preciso esperar a Quevedo, el primer escritor español que cita al ensayista perigordino, para que éste hallase en España un lector a su medida. En la Defensa de Epicuro, el autor de Los sueños traduce dos páginas de Montaigne, extraídas de los capítulos que tratan “De la crueldad” y “De los libros”; como conclusión a la defensa escribe: «Dará fin a esta defensa la autoridad que en francés escribió, y se intitula Essais o Discursos, libro tan grande que quien por verle dejara de leer a Séneca y a Plutarco, leerá Plutarco y a Séneca”[3].

Como hemos podido ver, siguiendo en este punto las meritorias reflexiones de Juan Marichal, entre 1630 y 1640 había en España un reducido grupo de montaignistas que leían con entusiasmo los escritos del «Señor de Montaña». Ahora bien, este primer acercamiento español a los Ensayos se vio interrumpido repentinamente, y la versión de Cisneros hubo de quedar inédita, a pesar de contar con algunas de las aprobaciones necesarias. La inclusión del libro en el Índice expurgatorio, en 1676, vino a refrendar la reacción contra Montaigne de los censores españoles que, dispuestos como pocos para embridar el pensamiento y corregir la herejía, lo habían incluido en el suyo algunos años antes, a partir de ese momento, y hasta la segunda mitad del siglo XIX, la presencia de Montaigne en el ámbito hispano quedará limitada a las alusiones tímidamente desdeñosas del padre Feijoo y a las referencias no menos displicentes de Antonio Capmany, Según este último, el estilo de los Ensayos de Montaigne «no tiene, a la verdad, ni pureza, ni corrección, ni precisión ni gran dignidad; mas por su viveza, valentía, energía y sencillez en expresar grandes ideas, se le puede disimular su desaliño, su desorden y la languidez de sus digresiones»[4]

No iba muy descaminado Victor Bouillier, editor y traductor de Baltasar Gracián a su lengua, al señalar la indiferencia de los escritores españoles respecto a Montaigne. Aludir a don Baltasar de Zúñiga, al reducido grupo de montaignistas del siglo XVII y a los ilustrados Feijoo y Capmany, todo ello no alcanza, en verdad, para desmentir la escasa admiración que suscitó el ensayista francés en el ámbito hispano. Interpretar los Ensayos en términos de un "breviaire des gentils-hommes" (así Baltasar de Zúñiga), pretender cristianizar el escepticismo y el epicureísmo del «Señor de Montaña» (como intentara el «Señor de la Torre de Juan Abad»), querer rescatarlo para la ortodoxia católica (a la manera del ex jesuita Diego de Cisneros), tanto una cosa como las demás evidencian, en definitiva, las limitaciones ideológicas de nuestros clásicos frente a los designios renovadores del ensayista gascón.

La indiferencia hispánica respecto a Montaigne podría atribuirse, de una parte, a la falta de interés que han mostrado los escritores españoles por los géneros literarios autobiográficos, y de otra parte, a la supuesta actitud de los mismos respecto a la vida histórica, personal y colectiva, más dados a la hazaña, a la aventura o a esa retórica de la acción llamada histrionismo, que a la reflexión sobre las propias obras y sobre las propias acciones. Bastaría tomar en consideración la peculiar modalidad expresiva de los Ensayos, que participan a la vez de la escritura autobiográfica y de la reflexión introspectiva, para que las argumentaciones aducidas no resultaran desdeñables.

Ahora bien, considerando el tema a mejor luz, las razones profundas de este desinterés hay que buscarlas en los condicionamientos ideológicos, políticos y culturales que impidieron o, cuando menos, dificultaron el proceso de individuación humana iniciado en el Renacimiento europeo, el cual halló en la escritura ensayística y en la literatura autobiográfica de raigambre montaignista sus medios expresivos legitimadores. Dentro del sistema articulador que ha regido tradicionalmente la cultura española, la plena expansión de la singularidad personal, esto es, el hábito de razonar y dirigir la conducta propia, resultaba incompatible con las convenciones estamentales de carácter feudal; y el afán de individualidad expresiva, con la intolerancia inquisitorial del tradicionalismo religioso hispano.

No ha de extrañarnos, en consecuencia, que la revalorización de Montaigne, con su exaltación del «sujeto libre» y con su defensa de la «libertad de conciencia», viniera a coincidir con el renacimiento cultural que experimenta España durante los últimos años del siglo XIX. Amparados en los profundos cambios que sufre la sociedad española durante esos años, los escritores de la época se entregan a la afirmación del fuero interno y, paralelamente, a la universalización del horizonte cultural hispano. En tales circunstancias, el reencuentro con Montaigne, escritor esencialmente subjetivo, era inevitable. Y fue precisamente en esos años cuando se generalizó la palabra «ensayo» para denominar obras propiamente literarias, y cuando se consolidó esta modalidad expresiva en el sentido que hoy le damos. Tampoco es casualidad que debamos a uno de esos escritores, el erudito Constantino Román y Salamero, amigo de Ángel Ganivet, la primera versión completa de los Ensayos.

Desde el cuarto decenio del siglo XVII, la figura de Montaigne nunca había alcanzado tan alta estima. Unamuno lo cita en uno de sus primeros escritos (De esto y de aquello) y Francisco Grandmontagne lo evoca con admiración en su prosa dispersa. Azorín honesta sus horas solitarias y andariegas con la lectura de los Ensayos: «Ahora Azorín lee a Montaigne —escribe en La voluntad—. Este hombre que era un solitario y un raro como él, le encanta; el, ensayo sobre Raimundo Sabunde es un modelo de observación y de amenidad...».[5] Ortega menciona su nombre en las primeras páginas de El Espectador y Américo Castro no lo excluye de sus dilecciones. Juan Gil-Albert, acaso el más montaignista de nuestros escritores contemporáneos, halla en el ensayista francés «un venero de luz, si se quiere mejor, un alimento espiritual» que convenía a su persona; y concluye: «Tal vez, por primera vez, oía yo, en unos labios prestigiosos, la enunciación seductora de lo que yo llamaría el incentivo apremiante de la personalidad; es decir de la de cada cual; y en mi caso, de la mía»[6]. Con Juan Gil-Albert, el memorialista alicantino, la literatura española se reconcilia definitivamente con la literatura «confesionaria» europea de raigambre montaignista,

Podríamos así decir, para terminar estas consideraciones provisionales, que la presencia de Montaigne en España ha pasado por dos momentos de relativo interés, coincidentes con los períodos de apogeo de la cultura hispánica, separados por dos siglos y medio de absoluto desinterés, curiosamente aquellos en que las letras españolas rayaron a menor altura. En la cuarta decena del siglo XVII, un reducido grupo de montaignistas, encabezados por Quevedo, celebran su vasta sabiduría humanística, su filosofía estoica y valerosa, sus máximas sutiles y memorables, en consonancia con las ideas religiosas dominantes a la sazón. Dos siglos y medio más tarde, algunos escritores ochocentistas y sus inmediatos seguidores admiran en el lejano antecesor el «personalismo» literario, su espíritu crítico y su estilo libre e individual. Tanto unos como otros debieron admirar en Montaigne el hábito infrecuente de razonar y dirigir la conducta propia, y en sus Ensayos, la probidad literaria de una forma y un pensamiento originales. No cabía esperar otra suerte para el escritor que creó el género literario del ensayo, para el pensador que habló en inglés a Shakespeare y a Swift, en italiano a Foscolo y a Alfieri, en alemán a Schopenhauer y a Nietzsche.

[1] Victor Bouillier, La fortune de Montaigne en Italie et en Espagne, París, Libraire Ancienne, Ed. Champion, 1922, p. 72. Sobre la recepción general de los Essais, véase también. Pierre Villey, Montaigne devant la posterité, Paris, 1935; A. M. Boase, The Fortunes of Montaigne, Londres, 1935; Maturin Dréano, La renommée de Montaigne, 1677-1802, Angers, 1952.

[2] La recepción de los Essais en España ha suscitado el interés de algunos críticos españoles e hispanoamericanos. El escritor argentino Ricardo Sáenz Hayes proporciona datos más precisos que Bouillier en su artículo “La posteridad de Montaigne en España”, Nos, II (2ª época, 1936, pp. 369-389, recogido en su libro Miguel de Montaigne, Buenos Aires, 1939. Para la influencia de los Essais en el siglo XVII español, véase el excelente artículo de Juan Marichal “Montaigne en España”, en Nueva Revista de Literatura Hispánica, II, año 7, enero-junio 1935, pp. 257-278, incluido en La voluntad de estilo, Barcelona, 1957.

[3] Francisco de Quevedo, Obras en prosa, Madrid, Aguilar, 1941, p. 912 y ss.

[4] Antonio Capmany, Teatro histórico-crítico de la Elocuencia Española. Discurso preliminar, Tomo I, Madrid, 1786, pp. 67-68.

[5] Azorín, La voluntad, Madrid, Castalia, 1972, p. 95.

[6] Juan Gil-Albert, Crónica general, Barcelona, Barral Editores, 1974, p. 382.