Pope: El dios que está dentro de nosotros



Ensayo sobre el hombre es el título de un vasto poema en forma de epístolas versificadas de Alexander Pope, publicado en 1734. Dedicado a Henry St John, primer vizconde de Bolingbroke, es un esfuerzo por racionalizar o más bien "reivindicar los caminos de Dios para el hombre", una variación de la afirmación de John Milton en las primeras líneas de El paraíso perdido, quien se proponía "justificar los caminos de Dios para los hombres", indagando acerca del lugar natural que Dios ha decretado para el hombre. Debido a que el hombre no puede conocer los propósitos de Dios, no puede quejarse de su posición en la gran cadena del ser y debe aceptar que "Todo lo que es, es justo" (epístola l, verso 292), tema que fue satirizado por Voltaire. en Cándido (1759). Más que cualquier otra obra, este poema popularizó la filosofía optimista en toda Inglaterra y el resto de Europa.

Tras su publicación, Ensayo sobre el hombre cosechó oleadas de admiración en toda Europa. Voltaire lo llamó "el poema didáctico más hermoso, más útil, más sublime jamás escrito en cualquier idioma". En 1756, Rousseau le escribió expresando su admiración por el poema, aduciendo que "suaviza mis males y me da paciencia". Kant recitaba largos pasajes de él a sus alumnos.

Más tarde, sin embargo, Voltaire renunció a su admiración por el optimismo de Pope y Leibniz e incluso escribió una novela, Cándido, como sátira de su filosofía de la ética. Rousseau también criticó el trabajo, cuestionando "la suposición acrítica de Pope de que debe haber una cadena ininterrumpida de seres desde la materia inanimada hasta Dios".

El ensayo, escrito en coplas heroicas, consta de cuatro epístolas. Pope comenzó a trabajar en él en 1729 y concluyó los tres primeros en 1731. Aparecieron a principios de 1733, mientras que la cuarta epístola se publicó al año siguiente. El poema se publicó originalmente de forma anónima, y Pope no admitió su autoría hasta 1735.

Pope revela en su declaración introductoria, "El diseño", que concibió la obra originalmente como parte de un poema filosófico más largo que se habría ampliado con otros cuatro libros. Según su amigo y editor, William Warburton, Pope pretendía estructurar el trabajo de la siguiente manera: las cuatro epístolas que ya habían sido publicadas habrían compuesto el primer libro; el segundo libro iba a contener otro conjunto de epístolas que, en contraste con el primero, se centrarían en temas como la razón humana, los aspectos prácticos y no prácticos de diversas artes y ciencias, el talento humano, el uso del aprendizaje, la ciencia mundana y el ingenio, junto con "una sátira contra la mala aplicación" de esas mismas disciplinas. El tercer libro discutiría acerca de política y religión, mientras que el cuarto libro se ocuparía de la "ética privada" o "moralidad práctica".

En HUMANISTAS publicamos la segunda de las epístolas de Ensayo sobre el hombre, titulada "De la naturaleza y el estado del hombre con respecto a sí mismo como individuo", en la traducción prosificada de Gregorio González, publicada en Madrid en el año 1821 por la Imprenta Nacional. Se ha revisado con el original a la vista, así como con la edición de Antonio Lastra publicada por Cátedra, incluyendo unas líneas que el traductor omitió en su versión y modernizando la expresión en aras de la fluidez, la claridad y la precisión. 

En esta epístola, Pope despliega una convincente argumentación en torno a las pasiones, de las cuales no reniega y que incluso considera que pueden constituir el motor de la acción humana, siempre que se sometan al control de la razón en aras de una finalidad lícita. En su creencia de que los considerados vicios acaban teniendo una utilidad social, pues los de unos se compensan y neutralizan con los de otros, recuerda extraordinariamente la tesis que sostiene -aunque con una moralidad esencialmente cínica- Bernard Mandeville en La vida de las abejas (1705), apuntando ambos en una dirección liberal en la cual la concurrencia de los particulares deriva en el bienestar colectivo, pues una "mano invisible" (llámese Dios o el interés general) conspira en beneficio de la armonía final.

Aparte de su calado antropológico, la obra de Pope posee una calidad literaria incontestable, llegando a resultar conmovedora en su comprensión de las debilidades humanas; a diferencia de La Rochefoucauld, cuya falta de piedad le lleva a un pesimismo radical y escéptico, la lucidez de Pope se traduce en un texto de gran hondura y capacidad de persuasión.

José Luis Trullo



Conócete a ti mismo, y no te imagines poder sondear la divinidad. El estudio más propio de la especie humana es el hombre. Colocado como en el istmo de un estado intermedio o confinante, y siendo una mezcla de luz y oscuridad, de bajeza y de grandeza, con demasiado conocimiento para la duda escéptica, y con demasiada debilidad para la fiereza estoica, está vacilante entre ambas a dos, no sabe si hacer algo a no hacer nada, y duda si tenerse a sí mismo por Dios o por bruto, y preferir al cuerpo o al espíritu. No nació sino para morir, y no discurre más que para errar; y su razón es tal que ignora igualmente si piensa demasiado, o si demasiado poco. Es un caos de opiniones y pasiones y una pura confusión. Se está engañando continuamente, y desengañándose a sí mismo. Ha sido creado la mitad para elevarse, y la otra mitad para abatirse. Es dueño de todas las cosas, y sin embargo la presa de todas ellas. Es único juez de la verdad, y está cayendo continuamente en el error; y en fin es la gloria, el juguete y el enigma de este mundo.

¡Ea, estupenda criatura! Remóntate adonde las ciencias te guían. Mide la tierra, pesa el aire y calcula las mareas. Demuestra qué leyes siguen los errantes planetas en sus órbitas, corrige el tiempo y marca al sol su camino. ¡Ea, elévate con Platón a la esfera del empíreo hasta llegar al bien primero, a la primera perfección y belleza primera, a penetrar en el laberinto hollado por sus sucesores, y di que el desentenderse de los sentidos es imitar a Dios, a la manera de aquellos sacerdotes orientales que, después de dar sus vueltas alrededor, e írseles la cabeza, se imaginan imitar al sol! ¡Ea, ve, enseña a la eterna Sabiduría cómo debe gobernar, y entra luego dentro de tí mismo, y percátate de tu imbecilidad! Cuando en tiempos recientes vieron los seres superiores explicar a un mortal todas las leyes de la naturaleza, se pasmaron ante tanta sabiduría reunida en una figura terrenal, y Newton les pareció lo que a nosotros un diestro mono.

Pero este filósofo, que sujetaba a reglas las órbitas de los cometas, ¿podía describir o fijar un solo movimiento del alma? El que demostraba los puntos de ascensión y declinación de los astros, ¿podía acaso explicar su principio a su fin? ¡Oh! ¡Y qué portento! La parte superior del hombre puede elevarse sin obstáculo, e ir remontándose de arte en arte; pero cuando ha empezado su gran obra, cuando trata de sí mismo, lo que dispuso la razón es luego deshecho por la pasión.

Dos principios son los que rigen la naturaleza humana: el amor propio, que es el que excita, y la razón, que refrena. No llamemos al uno un bien, ni tampoco al otro un mal; cada uno produce su fin: el uno mueve, y el otro lo gobierna todo, y a sus operaciones propias se debe atribuir todo lo bueno, como a las impropias lo malo. El amor propio, origen del movimiento, hace obrar el alma, y la razón compara, pesa y gobierna el todo. Sin aquel no se movería el hombre a obrar, y sin esta obraría, pero sin un fin. Fijo entonces como una planta sobre su pedazo de tierra vegetaría, se multiplicaría y luego se pudríría, y atravesando el aire desordenadamente como un meteoro inflamado destruiría a los demás destruyéndose a sí mismo.

El principio de movimiento necesita tener más fuerza, su operación es activa, y así inspira, excita e impele. El otro es tranquilo, quieto y sosegado para comparar, al estar destinado para reprimir, deliberar y aconsejar. El amor propio es siempre más fuerte en razón de la proximidad de su objeto; la razón le mantiene a cierta distancia, como en perspectiva; aquel ve el bien inmediatamente por el sentido que está presente, y esta solo ve lo venidero y las consecuencias que se derivan de ello. Las tentaciones  comparecen con ímpetu y en tropel, a diferencia de los argumentos; y si la razón se muestra mucho más vigilante, aquel ataca entonces con más fuerza. Para suspender la acción del más fuerte, valgámonos de la calma de la razón, escuchándola siempre; esta atención hace adquirir hábito y experiencia, y estas a su vez fortifican la razón y refrenan el amor propio.

Que los sutiles eruditos, más inclinados siempre a la discordia que a la unión, enseñen a batirse a estas dos potencias amigas, y separan con toda la sutileza y temeridad de su ingenio la gracia de la virtud y el sentido de la razón: ¡talentos superficiales, iguales en todo a aquellos locos que se matan por una palabra sin saber muchas veces si piensan del mismo o distinto modo!

El amor propio y la razón aspiran a un fin, evitar el dolor y desear el placer, pero mientras aquel parece devorar su objeto con su vehemencia, esta se limita a libar la miel sin estropear la flor. El placer es nuestro mayor mal o nuestro mayor bien, en función de cómo se le entienda.

Llamaremos a las pasiones modificaciones del amor propio. El bien. cierto o aparente, las mueve a todas pero, como no es todo bien susceptible de división, y la razón nos ordena proveer a nuestra conservación, las pasiones, aunque interesadas, si sus medios son buenos, se ubican bajo el estandarte de la razón, haciéndose dignas de su cuidado; aquellas que son comunicativas o generosas y tienen un noble objeto, elevan su especie y toman el nombre de alguna virtud. ¡Que se jacten los estoicos en su ociosa apatía de su virtud imperturbable! Su firmeza es como la del hielo, que todo lo encoge y que retira el calor al pecho. Pero la fuerza del espíritu es el ejercicio, no el reposo. Una borrasca levantada en el alma la pone en el debido movimiento; puede asolar una parte, preservando el todo. Navegamos de diversos modos en el vasto océano de la vida; la razón viene a ser la brújula, sí, pero la pasión es la brisa o el viento: no hallamos a Dios solo en la calma, antes bien camina sobre las olas y se pasea sobre los vientos.

Las pasiones, así como los elementos, aunque nacidas para combatir, no obstante combinadas y templadas se unen en la obra de Dios. A estas basta moderarlas, y hacer uso de ellas sin destruirlas. Mas, ¿puede el hombre destruir aquello que compone al hombre? Bástale a la razón no desviarse del camino de la naturaleza, sujetarlas, refrenarlas, y seguir a esta y a Dios.

El amor, la esperanza y alegría, comitiva risueña del placer; el odio, el temor y el disgusto, compañeros del dolor, mezclados con arte, y contenidos en sus debidos límites, forman y mantienen la balanza del alma; son las luces y las sombras, cuyo contraste bien entendido imprime toda la fuerza y colorido al cuadro de nuestra vida. 

Siempre tenemos los placeres a nuestra disposición o a nuestra vista; y cuando unos cesan, otros se vislumbran a lo lejos. Aprovechar los presentes y buscar otros para después es toda la ocupación del cuerpo y del alma. Todos tienen su atractivo, pero no atraen todos igualmente. Los objetos, según sus diferencias, hieren nuestros diferentes sentidos, y de aquí viene que se inflamen más o menos las diferentes pasiones, según la debilidad o fuerza de su organización; y de aquí viene frecuentemente que, al dominar el pecho una pasión, absorba o se trague a todas las demás como la serpiente de Aarón.

Al igual que respirando recibe el hombre el principio oculto de la muerte, y que la enfermedad naciente que le habrá de abatir aumenta a medida que él crece, vigorizándose con sus mismas fuerzas, así también la enfermedad del alma, infundida y mezclada con su verdadera sustancia, llega a hacerse la pasión dominante. Cada humor vital de los que han de nutrir todo bien pronto corre hacia esa parte, así del alma como del cuerpo; y todo lo que enardece al corazón exalta a la cabeza, así como lo que despeja el entendimiento y desarrolla sus funciones lo acomoda la imaginación a su peligroso arte, cargándolo todo sobre la parte enferma.

La naturaleza es su madre y el hábito, su nodriza: el ingenio, el espíritu y el talento no hacen más que empeorarla. La razón misma aumenta su fuerza y actividad, así como los rayos benignos del sol vuelven más agrio el vinagre. Nosotros, vasallos desdichados de un gobierno legítimo, en lugar de obedecer a esta reina débil, obedecemos sumisamente a alguna de sus favoritas. ¡Ah! Si no nos da armas como nos da reglamentos, ¿qué más podrá decirnos, sino que estamos locos? Acusadora astuta, y amiga destituida de auxilios, nos enseña a lamentarnos de nuestra naturaleza, pero no a corregirla; y, mutando de juez en abogado, nos persuade para tomar las elecciones que tomamos, o las justifica después. Envanecida con conquistas fáciles, refrena las pasiones débiles pero permita que triunfen las fuertes, sucediéndole lo que al doctor, que parece haber curado y expelido los humores, y luego reaparecen en forma de gota.

Sí, el camino de la naturaleza debe ser siempre preferido. La razón no es en él nuestra guia, pero siempre nos brinda el papel de escolta: sirve para rectificar, pero no para quitar y poner; y, así, trata a la pasión dominante más bien como amiga que como enemiga. Un poder superior a la razón, el supremo Ser, imprime esta fuerte dirección, e impele a los diferentes hombres hacia fines distintos. Llevados así, como por vientos variables, por otras tantas pasiones, la dominante les arrebata siempre hacia una u otra banda. Tenga uno ansia por mandar, por saber, por el oro o la gloria, o lo que es más fuerte que todo, anhele el descanso y la comodidad, seguirá en su empeño hasta el final, aunque sea a costa de la misma vida. El desasosiego del comerciante, la indolencia del sabio, la humildad del fraile y el orgullo del héroe, todo halla igualmente a la razón de su parte.

El eterno Hacedor, sacando el bien del mal, combinó con esta pasión nuestros mejores principios. De este modo, se fijó la porción volátil del hombre y, dado que la virtud se fortalece mezclada con la masa de aquella, a semejanza de como el metal demasiado fino adquiere más solidez al alearlo con otro inferior, así también el cuerpo y el alma obran de común acuerdo.

A la manera de los frutos acerbos, que se resisten al cultivo de un jardín pero llegan a ser buenos injertándolos sobre sierpes, así las virtudes más firmes provienen de las pasiones. El vigor de una naturaleza silvestre trabaja en la raíz: ¡qué abundancia de saber y de honor dimana de la melancolía, de la obstinación, del rencor y del miedo! Véase, si no, cómo la cólera actúa en ocasiones enmascarada de celo y la fortaleza, y aun la avaricia de prudencia, y la pereza de filosofía. La lascivia más refinada, si se contiene entre ciertos límites, llega a parecer un fino amor, y a ser el hechizo del bello sexo. La envidia, que esclaviza a las almas viles, mueve a emulación entre literatos y también entre los valientes. No citaremos virtud alguna, bien sea de hombre o de mujer, que no provenga, en última instancia, del orgullo o de la vergüenza.

De este modo, la naturaleza (¡abátase nuestro orgullo!) nos da por virtudes lo más inmediato a los vicios. La razón cambia las inclinaciones, y las convierte de malas en buenas. Nerón habría reinado como Tito si hubiese querido; y la ferocidad de alma detestada en Catilina encanta en Decio, y es divina en Curcio. Una misma ambición destruye o salva a los pueblos, y hace de uno un patriota y de otro un traidor.

Pero, ¿quién podrá separar toda esa luz de las tinieblas que están revueltas en nuestro caso? El Dios que está dentro de nosotros.

Los extremos producen en la naturaleza fines iguales, y en el hombre se hallan confundidos para algún uso misterioso. Aunque lo uno y lo otro traspasan sus límites alternativamente, así como vemos muchas veces bien degradado el claro-obscuro en algunos cuadros primorosos, la diferencia es tan imperceptible que se duda dónde acaba la virtud y dónde comienza el vicio. ¡Qué necios los que infieran de ello que no hay vicio o virtud en cosa alguna! Si dos masas de color blanco y negro se mezclan, se revuelven y se confunden de mil maneras, ¿dejarán de ser blanco y negro? Preguntádselo a vuestro propio corazón, y nada hallaréis más evidente. E1 encubrirlo y taparlo haciendo pasar lo uno por lo otro es lo que cuesta tiempo y trabajo.

Es el vicio un monstruo de aspecto tan horrible, que para ser aborrecido no es necesario más que verlo. Con todo, si lo frecuentamos nos familiarizamos con su feo rostro: al principio, apenas lo aguantamos, después lo compadecemos y por último lo abrazamos. Sin embargo, nadie coincide acerca de cuál es el extremo del vicio. Pregunta uno: ¿dónde está el norte? En el condado de York, estará en el Tweed; en Escocia, en las islas Orcadas; y en otra parte, en Groenlandia, en la Zembla o dondequiera. Nadie se tiene a sí mismo por vicioso en primer grado, sino que cree que su vecino le ha tomado la delantera. Así, aquellos que ya viven bajo la égida del vicio, apenas sienten sus estragos, o nunca quieren confesarlo. Aquello que haría retroceder espantado a un hombre de buena índole, el vicioso empedernido sostendrá que es recto y conveniente.

No hay remedio: todo hombre es virtuoso y vicioso a medias: si pocos lo son en alto grado, todos hasta cierto punto. El malvado y el canalla son buenos y prudentes por capricho, y a veces el hombre más honrado incurre por desidia en lo que vitupera. Bien sea lo bueno, bien sea lo malo, siempre lo adoptamos por partes, pues tanto hacia el vicio o la virtud es el amor propio quien dirige. Cada individuo se propone diferente blanco; pero el gran objeto de Dios es uno, a saber: el universo. Él es el que equilibra todas las locuras y caprichos, el que desconcierta el efecto de todos los vicios, y el que brinda a todas clases de personas unas felices fragilidades: el pudor a la doncella, el orgullo a la matrona, el miedo al estadista, la temeridad al capitán, a los reyes la presunción y a la plebe la credulidad. Él el que obtiene resultados virtuosos de la vanidad (la cual no conlleva más interes ni exige otra recompensa que la alabanza) y el que funda sobre las necesidades y flaquezas del espíritu la alegría, la paz, el contento y gloria del género humano.

Habiéndonos formado el cielo a todos en términos de depender los unos de los otros, es evidente que, seamos lo que se quiera (amos, criados o amigos), Él es quien nos manda que llamemos a otro en nuestro auxilio, de modo que de la debilidad de cada hombre resulte la fuerza de todos. Las necesidades, fragilidades y pasiones estrechan cada vez más esta unión e interes común, y hacen más agradables cada día sus lazos. A ellas debemos la verdadera amistad, el amor sincero y aquella alegría a paz interior de la que gozamos en esta vida; y de ellas mismas aprendemos también en la declinación de la edad a renunciar a estos placeres, alegrías, amores e intereses, pues por una parte la razón, y por otra nuestra misma decadencia, nos enseñan a esperar la muerte, y salir de este mundo tranquilamente.

Sea la que quiera la pasión de un hombre, su ciencia, gloria o riquezas, nadie quiere trocarse por su vecino. El sabio vive feliz explorando la naturaleza; el necio encuentra su dicha en no saber una jota; el rico pone todo su deleite en sus posesiones; el pobre se siente contento con el cuidado que le brinda la Providencia. ¡Mira cómo cantan y bailan ese ciego y ese cojo miserables! El beodo se cree un héroe y el maniático un monarca. El alquimista muerto de hambre es sumamente feliz con sus auríficas esperanzas, y el poeta también con su musa. Mira cómo cada clase de gentes dispone de un consuelo particular; cómo nos ha sido dado a todos el orgullo como un amigo común; y mira cómo vienen en nuestra ayuda ciertas pasiones acomodadas a cada edad: la esperanza viaja por todas partes con nosotros, y ni aun nos abandona cuando morimos. Mira el niño, a quien la naturaleza mima, contento con su sonajero, divirtiéndose con un palito: no muy distinto es el deleite de la juventud, que apenas añade algo de ruido a sus distracciones banales; una bufanda y unas ligas gratifican a quien alcanza la madurez, y los juguetes de la juventud son las cuentas y los devocionarios… hasta que, cansado, el hombre se duerme y el juego de la vida concluye.

Entretanto, la opinión dora con sus reflejos las arreboladas nubes que hermosean los dias de nuestra vida. La felicidad que nos falta es suplida por la esperanza, así como la falta de sentido es suplida por el orgullo. Estas pasiones son las que edifican todo lo que el conocimiento podría destruir. La alegría está siempre saltando como el licor en la copa de la locura. Frustrada una idea cualquiera, al instante encontramos otra, pues la vanidad no se nos dio en balde. De este modo, el amor propio se transforma, mediante un divino impulso, en una balanza para contrapesar las necesidades ajenas con las propias. Confiesa, pues, al menos una verdad, de la que siempre extraemos un gran consuelo, y es que, aunque el hombre es necio y loco, Dios es sabio.