La figura de Blaise Pascal es una de las que, entre los pensadores modernos, mayores abusos ha sufrido y sigue sufriendo. De hecho, en la Wikipedia se alude a él como "precursor del existencialismo" por cuanto, en palabras del anónimo redactor, "el hombre no está hecho, sino que tiene que hacerse". Es preciso armarse de una ingente cantidad de ignorancia para, a este respecto, hacer caso omiso de la centenaria tradición cristiana que postula exactamente dicha idea: la de que es el hombre concreto, por mor de su libre albedrío, quien determina cuál es su singladura en la vida, sin verse condicionado por predestinación alguna o, peor aún, por el influjo de los astros. Gregorio de Nisa, en su De hominis opificio (s. IV), utiliza de manera inequívoca los términos "independencia" y "autonomía" para perfilar la libertad del alma para "organizar su administración interior" de acuerdo "con su querer, como el de un emperador". Esta es una de las bases permanentes del cristianismo, al menos, hasta que Lutero y Calvino desconfiaron tanto de la capacidad del hombre para valerse por sí mismo, que necesariamente advino una ruptura insalvable entre dos formas de interpretar el Evangelio de Cristo.
Ciertamente, dichas independencia y autonomía nada tienen que ver con lo que por ellas entienden los ilustrados y sus descendientes, es decir, como si fuese el hombre quien dictara a su placer los límites de su acción y del valor de la misma: en la cosmovisión cristiana, es Dios quien traza dichos límites e impone dicho valor (el bien y el mal no son objeto de negociación ni convenio), pero ello no obsta para que, con su obrar, sea el hombre quien acaba decidiendo si opta por la verdad de Dios o por el absurdo de una existencia sin Él.
¿Cómo no ver en esta dicotomía drástica e innegociable, de todo o nada, la raíz de la célebre "apuesta" pascaliana? Al final, hay que optar: la eternidad y su sentido, o la fugacidad y su carencia; el cielo o el mundo, la plenitud eterna o la caída infinita... Esta es la clave del pensamiento pascaliano, y omitir la dimensión religiosa del mismo -como se suele hacer, al trazar sinuosos meandros en torno a su núcleo esencial- no deja de ser una monumental estafa intelectual. Es por ello que traemos a las páginas de HUMANISTAS uno de los pasajes más claros acerca de este asunto, no por su novedad (aparece en todas las ediciones de los Pensamientos), sino para evitar que siga relegándose al olvido uno de los testimonios más desgarradores del abismo al que uno se asoma, de manera plenamente consciente, cuando especula con los conceptos mayores de la existencia sin tener la vista puesta en Dios.
(Nota de los editores.- Se reproduce un pasaje de la edición publicada por la editorial Espasa-Calpe en 1940, digitalizada por la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes y accesible en línea en su integridad).
El hombre y la eternidad. La inmortalidad del alma es una cosa que nos importa
tanto, que nos toca tan profundamente, que es menester haber perdido todo
sentimiento para quedar indiferente ante lo que sea de ella. Todas nuestras acciones
y nuestros pensamientos habrán de emprender caminos tan diferentes, según que
haya bienes eternos que esperar o no, que es imposible dar un paso con sentido
y juicio si no es regulándolo por la visión de este punto, que ha de ser
nuestro último objeto.
No
hay nada de bueno en esta vida, sino en la esperanza de otra, que no se es
feliz sino en la medida en que se acerca uno a ella, y que así como no habrá ya
desgracias para quienes abrigaban una entera seguridad en la eternidad, así
tampoco habrá felicidad para quienes no tuviesen luz ninguna acerca de ella.
Nada es tan
importante para el hombre como su estado, nada tan temible para él como la
eternidad; y por esto no es natural que haya hombres indiferentes a la pérdida
de su ser y al peligro de una eternidad de miserias. Son completamente
distintos respecto de todas las demás cosas: temen hasta las más ligeras, las
prevén, las sienten; y este mismo hombre que pasa tantos días y tantas noches
rabiando y desesperado por la pérdida de un puesto o por una ofensa imaginaria
a su honor, es el mismo que sin inquietud y sin emoción sabe que va a perderlo
todo con la muerte. Es monstruoso ver en un mismo corazón y al mismo tiempo
esta sensibilidad por las menores cosas y esta extraña insensibilidad por las más
grandes. Es un encantamiento incomprensible y un embotamiento sobrenatural, que
denota la fuerza omnipotente que lo produce.
Es menester que
exista una extraña inversión en la naturaleza del hombre para gloriarse de
hallarse en este estado, en el cual parece increíble que haya una sola persona
que pueda existir. Sin embargo, la experiencia me ha hecho ver un número tan
grande de ellas, que sería sorprendente que no supiéramos que la mayoría se
desfiguran y no son así efectivamente; son gentes que han oído decir que los
buenos modales del mundo consisten en hacerse así el desbocado. Es lo que
llaman haber sacudido el yugo, y lo que tratan de imitar. Pero no sería difícil
darles a entender cómo se equivocan buscando la estima por este camino. No es
el medio de adquirirla ni tan siquiera entre las personas de mundo que juzgan
sanamente de las cosas y que saben que el único camino para triunfar es aparecer
honrado, fiel, juicioso y capaz de servir útilmente al amigo, porque a los
hombres no les gusta, naturalmente, sino lo que puede serles útil. Ahora bien:
¿qué provecho hay para nosotros en oír decir a un hombre que ha sacudido el
yugo, que no cree que hay un Dios que vela sobre sus acciones, que se considera
como un señor único de su conducta, y que no piensa en dar cuentas sino a sí
mismo? ¿Cree que nos ha movido con ello a tener en lo sucesivo confianza en él,
y a esperar de él consuelos, consejos y socorros en todas las necesidades de la
vida? ¿Pretende habernos regocijado al decirnos que nuestra alma no es sino un
poco de viento y de humo, y decirlo todavía con un tono de voz orgulloso y
contento? ¿Acaso es cosa que pueda decirse alegremente? ¿No es, por el
contrario, cosa para dicha tristemente, como la cosa más triste del mundo?
Si pensaran seriamente
en ello, verían que es cosa tan mal considerada, tan contraria al buen sentido,
tan opuesta a la honradez, y tan alejada en toda forma de este buen porte que
tanto buscan, que serían más bien capaces de rectificar que de corromper a los
que sintieran la menor inclinación de seguirles. Y, efectivamente, hacedles dar
cuenta de sus sentimientos y de las razones que tienen para juzgar de la
religión; os dirán cosas tan flojas y bajas, que os persuadirán de lo
contrario. Es lo que un día les decía muy a propósito una persona: «Si continuáis
discurriendo de esta manera les decía, verdaderamente me convertiréis». Y tenía
razón.
Por esto, los que
no hacen sino fingir estos sentimientos serían muy desgraciados si tuvieran que
forjar su naturaleza para hacerse los más impertinentes de los hombres. Si
están molestos en el fondo de su corazón por no tener más luz, que no lo
disimulen: esta declaración no tiene nada de vergonzoso. La única vergüenza es
carecer de ella. Nada acusa más la extrema flaqueza de espíritu que el no
reconocer la desgracia de un hombre sin Dios; nada indica más claramente una
mala disposición de corazón que el no desear la verdad de las promesas eternas;
nada más cobarde que hacer bravatas contra Dios. Dejen, pues, estas impiedades
para los que son lo bastante mal nacidos para ser verdaderamente capaces de
ellos; sean por lo menos personas honradas si no pueden ser cristianas, y
reconozcan finalmente que no hay más que dos clases de personas que puedan
llamarse sensatas: o los que sirven a Dios de todo corazón, porque le conocen,
o los que le buscan de todo corazón porque no le conocen.
Pero, por lo que
hace a los que viven sin conocerle y sin buscarle, se juzgan a sí mismos tan
poco dignos de preocuparse de sí mismos como dignos de ser objeto de preocupación
para los demás; y es menester tener toda la caridad de la religión que ellos
desprecian para no despreciarlos hasta abandonarlos en su locura. Pero, puesto
que esta religión nos obliga a considerarlos siempre, mientras estén en esta
vida, como capaces de la gracia que puede iluminarles, y a creer que en poco
tiempo pueden hallarse más llenos de fe que lo estamos nosotros, y que nosotros
podemos, por el contrario, caer en la obcecación en que ellos se encuentran,
hay que hacer por ellos lo que quisiéramos que se hiciera por nosotros si
estuviéramos en su lugar, y moverles a tener piedad de sí mismos y a dar por lo
menos algunos pasos para que prueben a ver si encuentran luz. Que concedan a
esta lectura algunas de esas horas que tan inútilmente emplean fuera de ella:
cualquiera que sea la versión que aporten a ella, tal vez encontrarán algo, y
por lo menos no perderán mucho; pero aquellos que aporten una perfecta sinceridad
y un verdadero deseo de encontrar la verdad, espero que encontrarán
satisfacción, y que quedarán convencidos de las pruebas de una religión tan
divina.
No hay más que
tres clases de personas: unas que sirven a Dios, habiéndole encontrado; otras
que trabajan en buscarle, sin haberlo encontrado; otras que viven sin buscarle
ni haberle encontrado. Los primeros son sensatos y felices; los últimos, locos
y desgraciados; los del medio, desgraciados y sensatos.