García Gibert: Defensa del viejo humanismo



Entendemos por humanismo la tradición de una larga sabiduría, vertida por escrito, que tiene sus orígenes en la cultura greco-latina y en el posterior elemento catalizador cristiano y cuyo propósito no es otro que el ennoblecimiento armónico del ser humano en sus facetas ética y estética, existencial y espiritual. Al elegir la expresión «viejo humanismo», hemos descartado la alternativa de «humanismo clásico», porque ese término parece asumir connotaciones filológicas o estilísticas que no lo definen, a nuestro juicio, por entero. Tampoco se trata de «humanismo antiguo» ˗aunque de la Antigüedad recibe su savia˗, pues sigue presente en la obra y el pensamiento de algunos autores de la época moderna (por más que ésta vaya, en realidad, por derroteros totalmente distintos). Precisamente, el sentir mayoritario de la modernidad ˗que considera a esa tradición como un «trasto viejo»˗ justificaría, en primera instancia, el adjetivo elegido. Pero su anteposición al nombre indica nuestro verdadero punto de vista: no sólo porque alude al respeto por su larga (es decir, «vieja») trayectoria, sino también porque traslada la emotividad con la que se puede hablar de una «vieja ilusión» o de un «viejo amigo». Tampoco es difícil imaginar que la elección del adjetivo no sólo cobra sentido por estas razones, sino sobre todo por su oposición a los humanismos «nuevos». Desde nuestra perspectiva, estos «humanismos» de la modernidad ˗herederos todos ellos de la Ilustración˗, basados en el progreso, el humanitarismo, el igualitarismo democrático, el realismo científico, navegan con aquel nombre bajo pabellón falso y conculcan, de hecho, algunos de los principios más arraigados del viejo humanismo. No es que esta tradición no los acepte: es que no entiende por qué circulan con su bandera.

Nuestra convicción es la de que el viejo humanismo es un caudal de saber y autoconocimiento que dignifica al ser humano en su propia condición y le permite gestionar de la mejor manera sus problemas y aspiraciones intemporales. Pero no es un pasaporte para caminar con éxito por el mundo ni una panacea para los problemas históricos y colectivos de la sociedad actual. Más abocada al vértigo de lo inmediato que a la búsqueda de armonías vitales e intelectuales ˗entre la libertad creadora y la tradición cultural, entre lo individual y lo universal, entre lo contingente y lo imperecedero˗, esta sociedad es la que, en último término, determina el carácter y la dirección de nuestra militancia humanística. Mucho más testimonial que proselitista, el cariz exacto de esta militancia ˗y de cualquier militancia intelectual˗ tiene mucho de histórico y de relativo: son los tiempos los que dictan, en un sentido u otro, la intensidad de la reacción a los errores más graves y a los unilateralismos más ciegos de cada época. Por poner sólo un ejemplo: la secularización y la racionalidad (más que el racionalismo) fueron características bien conocidas del humanismo renacentista para combatir la hipertrofia teologizante de un pensamiento y la superstición común de una sociedad, heredera todavía de las brumas medievales. Pero, dada la orientación dominante del mundo actual, en el que todo se contempla bajo el punto de vista material y profano, es una tarea de la tradición humanística ˗y de aquellos que son afectos a ella˗ recordar el concepto de lo sagrado y la importancia de lo espiritual, como agentes que refuerzan el sentido de la vida y el desarrollo completo y saludable del ser humano.


(Pasajes del prólogo del libro de Javier García Gibert, Sobre el viejo humanismo. Exposición y defensa de una tradición, publicado por Marcial Pons, Madrid, 2010. Se puede acceder a la versión en línea aquí).





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