Heptaplus es una palabra que significa “siete veces siete” y si figura como título de esta obra de Giovanni Pico della Mirandola de la cual traducimos un capítulo (el titulado Sobre la naturaleza del hombre) es porque se trata de un texto que interpreta en clave alegórica la narración bíblica de la Creación articulada en siete partes, cada una de las cuales se divide en siete apartados, más un proemio. Únicamente el primer libro carece de prefacio, y en su lugar aparece una advertencia del editor, Roberto Salviati, la dedicatoria a Lorenzo de Médicis y, a continuación, un proemio general, en dos partes, en cuyo contexto el autor se esmera en detallar cuáles son los motivos que le han llevado a componer la obra y a qué conclusiones doctrinales cree haber llegado.
El libro es un comentario alegórico, a modo de glosa interpretativa en un plano espiritual, de los versículos bíblicos donde se narra la Creación, a imitación de los que compusieron Lactancio, Gregorio de Nisa, San Basilio, San Ambrosio, San Agustín o Juan el Gramático, en la estela del Timeo platónico. Algo parecido se propuso hacer Pico: a partir del texto mosaico, ofrecer una visión completa del hombre, de Dios y del proceso que, partiendo del Creador, vuelve circularmente a Él. La exposición, realizada en un lenguaje plástico e imaginativo, está emparentada con el comentario a los Salmos del mismo autor, hasta el punto de que se podría considerar éste como un esbozo del Heptaplus.
No es necesario precisar que, desde una perspectiva meramente científica, el Heptaplus (publicado por vez primera en 1489, y mucho menos conocido que la Oratio) resulta una propuesta inactual, sobre todo aquellos aspectos estrictamente físicos del universo. Sin embargo, desde una perspectiva analógica, la validez de la obra no solo resulta evidente, sino que se demuestra capaz de ofrecer al hombre actual instrumentos sumamente útiles. No podría ser de otra manera, puesto que Pico della Mirandola se revela en estas páginas como un auténtico maestro de sabiduría, desde el momento en que le anima su voluntad de demostrar el pleno acuerdo entre la filosofía antigua y el primer libro del Génesis, tanto desde su apelación a la inteligencia del corazón como a lo que atañe a la intuición intelectual.
Que el afán de Pico es esencialmente humanístico, en el más amplio y comprensivo sentido de la palabra, se demuestra especialmente en su aceptación de la dimensión corporal del hombre, a la cual no priva de importancia (de hecho, estima que nos ha sido concedida por Dios en buena lid, y que somos nosotros, en todo caso, quienes fracasamos al dejarnos arrastrar por las “pasiones” y la falta de moderación), así como en su apelación a distintas tradiciones espirituales, guiado por un afán superior de armonía muy característico de la época en que vivió. De hecho, como amigo de Marsilio Ficino compartió con este una común vocación de reunir lo disperso, de coser las suturas de los saberes y las tradiciones en aras de una intuición antropológica esencial. De este impulso confraternizador beben las fuentes tanto de la Prisca Theologia ficiniana, como las 900 tesis de Pico y la philosophia perennis de Agostino Steuco, todos ellos denodados esfuerzos por tender puentes entre las culturas y las creencias. Una loable apuesta que haría aguas con la erección de la Ilustración y su hija, la Modernidad, como paradigmas exclusivistas y excluyentes acerca de la verdad y la vida.
SOBRE LA NATURALEZA DEL HOMBRE
Giovanni Pico della Mirandola
I. El hombre consta de un cuerpo y de un alma racional. El alma racional se denomina cielo. De hecho, Aristóteles llama también cielo al animal semoviente; y nuestra alma (como atestiguan los platónicos) es una sustancia semoviente. El cielo es un círculo y también el alma es un círculo; es más, como escribe Plotino, el cielo es un círculo porque su alma es un círculo. El cielo se mueve circularmente; el alma racional, desplazándose de las causas a los efectos y retornando de nuevo de los efectos a las causas, se desenvuelve en el ámbito del raciocinio. Si estos asuntos tuviéramos que explicárselos a quien no los ha leído en otro lugar, no seríamos intérpretes de Moisés, sino de Aristóteles y de Platón. El cuerpo se denomina tierra, porque es la sustancia afín a ella, y como tal pesada; por ello Moisés escribe que el hombre recibe su nombre por haber sido formado de humus. Sin embargo, entre el cuerpo terrenal y la sustancia celeste del alma era necesario un enlace mediador que conectase entre ellas ambas sustancias, tan distantes entre sí. A esta función fue destinado ese cuerpo sutil e impalpable al que los médicos y los filósofos llaman espíritu. Aristóteles escribe que es de una naturaleza superior a los elementos y análoga a la del cielo; es llamado luz, y este nombre no podría adaptarse mejor a la teoría de los filósofos y de los médicos, quienes coinciden por completo a la hora de definir el espíritu como un sustancia especialmente luminosa y al afirmar que no se calienta ni se restaura por otra cosa que por la luz.
Se añade que, del mismo modo que cualquier virtud de los cielos (según escribe Avicena) se transmite a la tierra por la mediación de la luz, así también cualquier virtud del alma, que hemos llamado “cielo”, cualquier potencia, la vida, el movimiento y el sentido, alcanzan y se insinúan en este cuerpo que hemos llamado “tierra” por la mediación del espíritu luminoso.
Pero volvamos a la palabra del Profeta, quien nos dice que en primer lugar fueron creados el cielo y la tierra, es decir, los extremos de nuestra sustancia, la fuerza racional y el cuerpo terrenal que, en suma, cuando se hace la luz, o sea, cuando sobreviene la luminosidad del espíritu, se unen de manera que de la noche y del día, vale decir, de la naturaleza nocturna del cuerpo y matutina del alma, se forma un hombre entero; y, descendiendo cada capacidad de vida y de sentido a nuestra tierra a través de la luz, con razón afirma que antes de la aparición de la luz la tierra estaba vacía y era estéril, de manera que el cielo no podía depararle el beneficio de la vida y del movimiento si no era a través de su propia irradiación luminosa. Es por ello que el Profeta se apresuró a proponer la causa de la vacuidad de la tierra en el hecho de que, antes del surgimiento de la luz, aún la recubrían las tinieblas.
II. Pero aún nos queda indagar acerca del significado de la expresión “Y el Espíritu del Señor se movía sobre las aguas”. Aquí se enuncia una doctrina acerca de las aguas indiferenciada y universal, la cual se especifica con mayor detalle en el segundo día, cuando el Profeta enseña que son distintas las aguas ubicadas en el cielo y las que se encuentran debajo de él. Si queremos conocer el auténtico sentido de todo esto, hemos de consultar a la misma naturaleza que el Profeta (como a menudo se ha dicho) muestra y representa fielmente.
Hemos visto la mención a las tres partes de la sustancia humana: la racional, la mortal y la espiritual, que está en el medio. Quedan aún otras dos. De hecho, entre la parte racional, gracias a la cual somos hombres, y todo lo que de corporal hay en nosotros (ya sea pesado, ligero o sutil) se encuentra la parte sensual por la que nos comunicamos con las bestias.
Y dado que no tenemos una menor relación con los ángeles que con las bestias, y comoquiera que debajo de la razón se ubica el sentido por el cual nos comunicamos con los animales, así del mismo modo por encima de la razón se ubica el intelecto que hace posible el dicho de Juan: “Nuestra comunicación es con los ángeles”. Véase qué se encuentra por debajo y qué por encima de nuestra razón.
Si la razón (como se ha probado) es llamada cielo, es evidente que en nosotros significa las aguas supracelestes e infracelestes. La denominación de aguas conviene a las dos partes, intelectual y sensual, pos dos motivos distintos: a una, porque resulta especialmente transpartente a los rayos de la luz divina; a la otra, porque acoge, dilatándose, las cosas caducas y efímeras. A esta diversidad Moisés apela de modo suficiente cuando coloca la segunda por debajo del cielo, donde se encuentra todas las cosas pasajeras, y la segunda por encima del cielo, donde se desarrolla la actividad de la inteligencia pura y eterna. Por tanto, cuando leemos que en el primer día “El Espíritu de Dios estaba sobre las aguas”, en el doble sentido de la palabra “aguas”, no debemos creer que se refiera a la aguas que se encuentran por debajo del cielo, dado que sobre estas no se extiende el Espíritu del Señor, sino por encima del cielo.
De ello se deduce una verdad suprema a propósito del alma. De hecho, el intelecto que reside en nosotros está iluminado por un intelecto superior y auténticamente divino, sea este Dios (como algunos quieren) o por el contrario una mente más cercada y ligada al hombre, como sostienen casi todos los griegos, los árabes y numerosos hebreos. A esta sustancia, los filósofos hebreos y Albunasar Alfarabi, en el libro Dei principii, lo llamaron explícitamente Espíritu del Señor. Y no por azar, antes de la creación del hombre mediante la conexión del alma y del cuerpo a través de la luz, se recuerda la extensión del Espíritu sobre las aguas, porque a veces no creemos que el Espíritu estuviese presente en nuestro intelecto, si no después de la unión con nuestro cuerpo. Es lo que creyeron equivocadamente Maimónides, el árabe Abu Bacher y algunos otros.
III. Nos queda por exponer a qué llama el Profeta reconducir a un único lugar las aguas colocadas por debajo del cielo, o sea, las virtudes sensuales que se encuentran por debajo de la parte racional. De hecho, esto resulta harto evidente para quien sabe filosofía. Y es que todas las virtudes sensitivas confluyen como ríos en el mar, en el sentido que por ello llamamos común, y que, ateniéndonos a Aristóteles, tiene su sede en el corazón.
Y no diremos nada insostenible al afirmar que de este mar los cinco sentidos corporales (oído, vista, gusto, tacto y olfato) penetran difundiéndose como cinco mares mediterráneo en el continente del cuerpo: esta fue, evidentemente, la doctrina de Platón en el Teeteto. Y, dado que del perfecto cumplimiento de las virtudes sensitivas, que entendemos simbolizado en este reconducirse a su fuente, se derivan la vida, la salud y el alimento de ese cuerpo que hemos llamado tierra, justamente, al reconducirse de las aguas hace seguir de inmediato la presentación de la tierra verdeante y germinante. De hecho, los sentidos han sido dados por la naturaleza a todos los mortales para procurarles al cuerpo la vida y la salud, de modo que a través de ellos conozcan aquellas cosas que nos perjudican y las que nos benefician y, tras conocerlas, por el instinto ligado al sentido, desdeñen las primeras y deseen las segundas; y, por último, por la capacidad motriz con ellos conectada, rehúyan las cosas dañinas y busquen las útiles. El ojo ve el alimento, el olfato percibe su olor, los pies nos conducen hacia él, las manos lo toman y el paladar lo degusta.
Decimos todo esto para que se sepa que con la ordenación de las aguas, es decir, de las virtudes sensitivas, una fecunda felicidad se unió debidamente a la tierra, que a estas alturas para nosotros simboliza el cuerpo.
IV. Dadas las numerosas virtudes y capacidades que caracterizan a la naturaleza racional, basta lo que se ha dicho anteriormente en su desnuda sustancia. Queda ahora hablar de su belleza y, por así decir, de su ornamento real. Es decir, de lo que escribe el Profeta acerca de la colocación en el firmamento del sol, la luna y las estrellas. Los filósofos más recientes quizás entenderían el sol como sinónimo del intelecto, que está en acto, y la luna como lo que está en potencia. Sin embargo, dado que mantengo una encendida polémica con ellos, lo expondré de manera que el alma, por la parte que se dirige a las aguas superiores, al Espíritu del Señor, dado que en este acto todo reluce, sea llamado sol; y en lo que respecta a las aguas inferiores, es decir, a las potencias sensuales, donde contrae aquella mancha, reciba el nombre de luna. En este sentido, los platónicos griegos llamarían, de acuerdo con su doctrina, al sol dianoia y la luna doxa. Por otro lado, durante nuestro exilio de la auténtica patria y nuestra oscuridad en esta vida nuestra, hacemos un uso frecuentísimo de la parte que nos orienta hacia los sentidos, y por ello nos regimos más por la opinión que por la ciencia; mientras que cuando resplandezca el día de la vida futura, separados de los sentidos y orientados hacia las cosas divinas, entenderemos con nuestra parte más noble. Es adecuado, pues decir que nuestro sol gobierna el día y nuestra luna la noche.
Y es que, una vez depuesto este ropaje mortal, con la sola luz del sol contemplaremos lo que, en la presente, tristísima noche del cuerpo, con sus múltiples virtudes y capacidades, tratamos de ver sin conseguirlo; por ello el día resplandece con una única luz mientras la noche, por el contrario, llama a recogerse y reúne con ayuda de la demasiado débil luna muchísimas estrellas, es decir, la capacidad de componer y clasificar, razonar y definir, así como todas las demás funciones que existen.
V. Hasta aquí lo que versa sobre las capacidades cognoscitivas del alma. A continuación, el Profeta se dedica a las partes del alma que se caracterizan por el apetito, es decir, que son la sede de la ira, el placer o la concupiscencia. Las llama bestias y especies vivientes irracionales, porque las compartimos con las bestias y, lo que es peor, nos empujan con frecuencia hacia una vida animal. De ahí el dicho de los caldeos: “Las bestias de la tierra habitan en ti”; o aprendemos de Platón, en La República, que dentro de nosotros habitan distintas especies de animales; de modo que no es difícil de creer (siempre que se les entienda bien) la paradoja de los pitagóricos acerca de que los hombres malvados se transforman en bestias. De hecho, las bestias están en nosotros, en nuestras vísceras, por lo que hay que recorrer un largo camino para metamorfosearnos en una de ellas. De este hecho se deduce la fábula de Circe o la máxima de Teócrito, según el cual quien recibía la ayuda de las diosas, o sea, de la virtud y de la sabiduría, no podía ser dañado por las bebidas de Circe.
Veamos ahora cuál esta variedad de animales expone la letra mosaica. Algunos son producto de las aguas que se encuentran por debajo del cielo, y otras de la tierra. Como se ha dicho, las aguas aluden a la parte sensual que se encuentra debajo de la razón y que padece de cerca su dominio. La tierra es este mismo cuerpo terrenal y frágil por el cual estamos rodeados. Vemos, pues, si entre los afectos que nos mueven hay algunos más relacionados con el cuerpo y otros con ese sentido interno que los filósofos llaman fantasía. Yo diría que atañen al cuerpo aquello que nos empujan hacia el alimento o el placer sexual. De hecho, nos fueron dados por Dios para la conservación del cuerpo que alimentamos y para la procreación de los hijos en los cuales sobrevivimos cuando hemos llegado al final. De estos no debemos abusar, seducidos más allá de los lícitos límites del estímulo del placer, dirigiéndonos con el deseo por el camino del buche y la líbido al amor por la carne, como dice San Pablo, de cuyas palabras debemos subrayar lo siguiente: que no está dicho “no tenéis que preocuparos de la carne”, sino “no tenéis que preocupares de los deseos”; de hecho, de hechos hay que hacer uso dentro de los márgenes de lo necesario, pero no para nuestro placer y menos aún para fundar en ellos nuestra felicidad.
Tenemos que tener presente que a estos impulsos están sometidas las bestias de carga y las fieras y forman parte antes de la tierra que de las aguas, dado que se ven saciados y excitados por este cuerpo pesado y nos han sido dados por Dios para su salud, si bien resultan fatales para quien se deja arrastrar hacia la crápula y se sumerge en el placer.
Veamos ahora lo que atañe a las aguas, es decir, al sentido de la fantasía, en lo que respecta a esas tendencias que no pueden considerarse en modo alguno espirituales y son fruto del pensamiento más que de los sentidos. Pertenecen a este grupo aquellas que nos empujan hacia los honores, hacia la ira, la venganza y todo lo que se deriva de ello. Son tendencias necesarias y útiles para quien las usa con moderación. Así, si hay que enfadarse que sea con moderación; la venganza a menudo es una obra de justicia; cada cual debe salvaguardar su propia dignidad y no rechazar los honores obtenidos por medios honestos. Y digo esto porque, habiendo creado y bendecido Dios estos animales que llamamos impulsos sensuales, no hagamos como los maniqueos que los consideran malos por naturaleza, en lugar del don de un Dios bueno. Todas las cosas son buenas y necesarias para el hombre si bien nosotros, arrastrados por la ambición, el furor, la incandescencia o la soberbia, volvemos malas por nuestra culpa cosas que el sumo principio del bien había creado buenísimas.
VI. Veamos así cómo cuanto hemos dicho encaja a la perfección con lo que sigue: que el hombre fue hecho por Dios a su imagen y semejanza para que ejerciese su dominio sobre los peces, las aves y, en general, sobre todos los animales habían producido el agua y la tierra. Del hombre ya hemos hablado anteriormente, por lo que ahora nos limitaremos a hacerlo del hombre como imagen de Dios, en virtud de lo cual ejerce el dominio y el imperio sobre los animales. De hecho, el hombre fue creado por naturaleza de manera que la razón dominase a los sentidos y que por su ley se refrenasen los impulsos, tanto de la ira como de cualquier apetito sexual; sin embargo, olvidado la imagen de Dios por la mancha del pecado, míseros e infelices, empezamos a servir a las bestias que viven en nuestro interior y, como el rey caldeo, a cohabitar con ellas, a inclinarnos hacia la tierra, deseosos de las cosas mundanas, olvidándonos de la patria, del Padre, del reino y de la dignidad originaria que nos fue concedida como un privilegio. De este modo, el hombre, aun estando revestido de honores, no se percató de ello, degradándose al nivel de las necias bestias de carga y mimetizándose con ellas.
VII. Sin embargo, como todos nosotros, en el primer Adán (que obedeció a Satanás antes que a Dios y del cual somos hijos según la carne) degeneramos, degradados de hombres en brutos, del mismo modo en el nuevo Adán, Jesucristo (que adecuándose a la voluntad del Padre venció con su sangre la espiritual iniquidad y de quien somos hijos según el espíritu, regenerados por la gracia), en la adoración del Hijo de Dios volvemos a gozar de la vida de hombres, siempre y cuando el príncipe de las tinieblas no halle nada en nosotros como no encontró nada en Él.
(Traducción de José Luis Trullo de Heptaplus. La settemplice interpretazione dei sei giorni della genesi, a cargo de Eugenio Garin. Arktos, Grugliasco, 1996, pp. 75-84)