Por una convención literaria, la paternidad intelectual del humanismo alemán se ha solido atribuir a Rudolph Agricola, un casto erudito que se habría visto sorprendido de haber conocido su numerosa y heterogénea descendencia cultural. Desde luego, es difícil, si no imposible, hacer depender de una única persona el desarrollo y difusión de un movimiento tan amplio y complejo como el humanismo renacentista; sin embargo, en este caso existe una justificación especial que avala esta afirmación, desde el momento en que los propios humanistas tenían a Agricola como una especie de faro y guía, un símbolo de sus propias esperanzas y aspiraciones. “Fue Agricola”, escribió Erasmo, “el primero en traer consigo de Italia algo del brillo de la mejor literatura”. Agricola significó para Alemania lo que Budé para Francia. De hecho, para el cauteloso príncipe de los humanistas galos, “Agricola habría podido ser el rey de Italia, de no haber preferido Alemania”. Melanchthon coincidía en que fue el primer que intentó “mejorar el estilo del discurso en su país”, y muchos otros humanistas se unieron al coro de aclamación. Incluso los orgullosos italianos –hombres como Ermolao Barbaro, Pietro Bembo o Eneas Silvio Piccolomini– le rindieron especial tributo. En el momento de su muerte, estaba considerado como el más destacado humanista al norte de los Alpes, una persona cuyo mundo mental merece ser conocido y difundido.
El poder de Agricola reside en su personalidad, no en su pluma, dado que escribió poco y, aparte de un par de poemas, no publicó nada en vida. Perteneció a una generación que invirtió sus fuerzas en adquirir y transmitir, antes que en crear nuevo conocimiento. Sin embargo, tenía un carácter de primer nivel, y esa fue la clave que explica su influencia en la sociedad limitada de los humanistas, quienes ponían el énfasis en la versatilidad individual y en la capacidad para la amistad por encima de otros valores. Agricola fue un artista para la vida y un dilettante genial que supo desenvolverse con soltura en la sociedad cortesana italiana de su época. Asimismo, fue un notable (aunque no sobresaliente) atleta, artista, músico, conversador y lingüista, seguramente el mejor candidato a “hombre universal y singular” del norte de Europa.
Agricola perteneció a la tradición del humanismo literario que arrancó con Petrarca y continuó con Salutati, Bruni y Eneas Silvio Piccolomini, una generación a la que imprimió una dirección crítica y erudita el gran Lorenzo Valla. Resulta llamativo el gran volumen de simpatías y antipatías que compartieron Agricola y Petrarca: ambos amaban sus respectivas patrias, aunque les encantaba viajar; ambos se vieron obligados a estudiar derecho, si bien acabaron decantándose por las bellas letras; el deseo de independencia y libertad personal mantuvo alejado a Petrarca de la cancillería de Aviñón, mientras que evitó que Agricola entrase a servir en la corte borgoñesa, o viviera un destino aún peor; un elitismo autoconsciente, mezclado con un desdén por las masas y la indisimulada adulación de un patrono principesco, fueron defectos que Agricola tomó en préstamo de Petrarca y los humanistas italianos. Petrarca aspiraba a la soledad para entregarse a la meditación y el autoconocimiento, mientras que Agricola se empeñaba en rodearse de silencio para poderse consagrar a sus estudios; con tal objetivo, ambos permanecieron solteros pues, según le explicó el segundo a Reuchlin, su estilo de vida no era compatible con el matrimonio. Asimismo, tanto uno como otro dedicaron los últimos años de sus vidas a estudiar las Sagradas Escrituras con devoción. Aun así, existieron diferencias entre uno y otro: Agricola estaba menos centrado en sí mismo y más volcado hacia la auténtica amistad, y nunca se entregó a las invectivas; a cambio, en comparación con Petrarca su legado literario es mucho menos estimable.
El poder de Agricola reside en su personalidad, no en su pluma, dado que escribió poco y, aparte de un par de poemas, no publicó nada en vida. Perteneció a una generación que invirtió sus fuerzas en adquirir y transmitir, antes que en crear nuevo conocimiento.
Tal vez fuese una asociación intuitiva, un sentido subconsciente de la afinidad hacia una mente parecida la suya, lo que condujo a Agricola hasta Petrarca. En Italia compuso una vida del poeta italiano en honor “al padre y restaurador de las bellas artes”. En realidad, para los datos incluidos en su texto se valió de una Vida de Petrarca incluida en la segunda edición de las Rime sparse publicada en Roma, en 1471, la cual a su vez era un resumen de las Vidas escritas a mediados del s. XV, bien por Pietro Candido Decembrio, bien por Francesco Filelfo. El tratado de Agricola, que duplica sobradamente la extensión de sus modelos italianos, muestra una apreciación más profunda del espíritu de Petrarca, enfatizando con precisión aquellas características que le emparentaban con él, aparte de manifestar una considerable maestría del lenguaje. Agricola toma la Epístola a la posterioridad como pauta para pintar un bello retrato de su hermano del alma. “Estamos en deuda con Petrarca”, dice, “en la cultura intelectual de nuestro siglo. Todas las épocas lo están: la antigüedad, por haber rescatado sus tesoros del olvido, y los tiempos modernos por haberla revivido con sus propias fuerzas, lo cual nos ha transmitido un legado precioso para el futuro”.
Este entusiasmo humanista, en verdad, era una excepción en el contexto del norte de Europa. De hecho, durante más de un siglo tras la muerte de Petrarca en 1374, ni una sola de las biografías sobre el autor salió de una pluma no italiana. Comparado con sus contemporáneos (poetas alados como Peter Lauder, escolásticos medio humanistas como Conrad Summerhart o juristas medio literatos como Gregor Heimburg), Agricola poseía tanto una sustancia como una energía muy destacables. Su espíritu no tenía parangón en Alemania y se hacía eco, a pequeña escala, de las influencias, tanto meridionales como septentrionales, que estaban dando forma a las mentes de una nueva generación.
Agricola nació bajo los cielos fríos del norte el 17 de febrero de 1444 en Baflo, cerca de Groningen, en Frisia, actualmente territorio holandés. Su padre, aunque no estaba ordenado, hizo las veces de pastor en su ciudad natal durante muchos años. Fue elegido abad de un monasterio cercano a Zelwaer, y dirigió este establecimiento benedictino durante treinta y seis años. Rodolfo recibió su primera educación en la escuela de San Martín, que se encontraba bajo la influencia de la Hermandad de la Vida en Común. Destacó por su brillantez, de modo que, con doce años, se trasladó a Erfurt, “la de las muchas torres”, donde se cuenta que obtuvo su grado en apenas tres años. A continuación cursó estudios en la Universidad de Lovaina, en la que, junto a filosofía escolástica, estudió francés y matemáticas, aprendió a tocar el órgano y, lo más importante de todo, desarrolló un interés por la literatura clásica que le llevó a comprender la importancia de las letras griegas. En 1462 estaba matriculado en la academia de artes de Colonia, ciudad a la que regresó tras graduarse en 1465 para cursar estudios complementarios de teología, materia por la que manifestó un hondo interés durante toda su vida, a pesar de recelar de los dogmas lógicos y metafísicos que se manejaban en su época. A continuación, sus biógrafos le pierden la pista durante unos años para reaparecer en Italia, en 1469. Es posible que, en el ínterin, estudiase en París bajo la égida del realista Heynlin de Stein, aunque no existen pruebas fehacientes de que lo hiciera.
El Renacimiento estaba en su apogeo cuando Agricola llegó a Italia. Abrumado por lo que encontró, permaneció en el país durante diez años, más que ningún otro humanista alemán de primer orden. Estos fueron unos años decisivos para su formación, ya que cubrieron entre los 25 y los 35 más o menos, interrumpidos tan sólo en dos ocasiones, en 1470-71 y en 1474, para visitar su tierra natal. Italia le ofreció todo lo que él aspiraba a encontrar: estímulos intelectuales sin pesados deberes a cambio, aprendizaje combinado con placeres, arte y buena compañía. Tal y como le comentaba a un sacerdote de su San Martín natal que fue a verle a Pavía, durante su primer invierno allí: “¿No le parece extraordinario poder visitar Italia, que en su momento fue la guía de las naciones, el hogar de tanta excelencia y de tan célebres hombres?”. Durante su estancia en la Universidad de Pavía, la cual disfrutaba de la munificencia de los Sforza, Agricola se dedicó sobre todo a estudiar derecho. Sin embargo, desde muy pronto desarrolló un ávido interés por Cicerón y Quintiliano, maestros de la oratoria, lo cual le acabó granjeando una merecida reputación como orador; de hecho, se le encomendó pronunciar el discurso inaugural destinado a los nuevos rectores de la Universidad, un hecho especialmente significativo que no pasó por alto Melanchthon, ya que el propio Erasmo había rechazado hablar en público en Italia por miedo a que su italiano fuese motivo de burla. Fue en Pavía, hacia 1473 o 1474, donde Agricola escribió su Vida de Petrarca.
Como consecuencia de su creciente interés por las humanidades, se desplazó hasta Ferrara, “hogar preclaro de todas las Musas”, como escribió en 1475, el año en que llegó a la ciudad. Allí trabajó como organista de la capilla ducal de la casa d’Este y bebió abundantemente de las fuentes de la antigüedad. El recuerdo de Theodore Gaza todavía estaba vivo. Battista Guarino, hijo del famoso pedagogo Guarino da Verona, continuó con la tradición de su padre, combinando su interés por el griego y el estilo en la prosa con su pasión por la moral. El auténtico mentor en la lengua griega de Agricola fue Ludovico Carbone, mientras que en poesía dicha función la asumió Titus Strozzi, ninguno de ellos hombres de gran envergadura intelectual. Tal vez si hubiese gozado de unos tutores de mayor calado Agricola habría alcanzado aún mayores cotas. En esta época escribió un meritorio discurso, titulado In laudem philosophiae et reliquarum artium oratio, si bien la mayor parte de sus energías las invirtió en traducir obras menores del griego al latín. Emprendió además su obra más importante, De inventione dialectica, la cual no pudo completar hasta su retorno a Alemania.
La nostalgia le llevó de vuelta a su país en 1479 pero, al igual que le ocurriera a Durero, le pareció que “tras el sol, se helaba”. Desde Groningen se lamentaba a su amigo Alexander Hegio de que había perdido su capacidad para el pensamiento y el estilo ornamentado. Aun así, permaneció en la localidad durante tres años, visitando con frecuencia el monasterio cuyo abad, Heinrich von Rees, había logrado reunir a los amigos del humanismo cristiano holandés. A menudo conversaba con el profundamente religioso Johann Wessel hasta altas horas de la noche. Agricola asumió la representación de Groningen ante la corte de Maximiliano en Bruselas durante varios meses de 1482. En el siglo XV, para un ciudadano del norte de Europa haber recibido una educación italiana era el equivalente a obtener una licenciatura en Oxford para un estadounidense del XIX. Fue requerido a continuación por su ciudad natal, por Amberes para la reforma de la escuela latina y por la corte borgoñesa. Agricola solía mantenerse alejado de la disciplina y la rutina de un empleo convencional. Escribió a su amigo Barbirianus: “Visto desde fuera, hacerse cargo de una escuela es un asunto árido y dificultoso, algo muy esforzado y triste, una pena de prisión de por vida […] Si lo hiciera, ¿de dónde sacaría tiempo para continuar con mis estudios? ¿Dónde hallaría un entorno silencioso y el adecuado marco mental para dedicarme a mis propias investigaciones y pensamientos?”. Finalmente, el elector Felipe del Palatinado se hizo con sus servicios, bajo la estricta promesa de respetar su absoluta libertad.
A pesar de su existencia desaforada y aparentemente heteróclita, un tema principal le confirió unidad: el deseo de una renovación pedagógica en Alemania y, con ello, del pensamiento religioso y de la vida.
En Heidelberg, invirtió los tres últimos años de su vida estudiando, participando en debates e impartiendo clases de manera oficiosa cuando le apetecía acerca de lógica, física, astronomía, elocuencia y, especialmente, clásicos griegos y latinos, con especial énfasis en Plinio y el De animalibus de Aristóteles. Pero incluso esta libertad se le antojaba un fardo demasiado pesado. El Elector envió una delegación a Roma, encabezada por el obispo Johannes von Dalberg, para felicitar a Inocencio VIII durante su elección como nuevo Papa. Agricola se integró en la comitiva y escribió el discurso que fue pronunciado por Dalberg ante el Papa y el Colegio de Cardenales en julio de 1485. Durante el viaje de vuelta, Agricola cayó enfermo con fiebres muy altas y murió en Heidelberg el 27 de octubre del mismo año, en brazos del obispo. Encomendó su alma a Dios y su cuerpo recibió sepultura por parte de los franciscanos.
A pesar de su existencia desaforada y aparentemente heteróclita, un tema principal le confirió unidad: el deseo de una renovación pedagógica en Alemania y, con ello, del pensamiento religioso y de la vida. “Cobijo la más alta esperanza”, exclamaba, “de que un día arrebataremos a la arrogante Italia la reputación de la expresión clásica que ahora mismo detenta casi en régimen de monopolio, liberándonos así del reproche de ignorantes e iletrados bárbaros con que nos denigran; y llegará el momento en que nuestra Alemania será tan culta y erudita que no existirá en el propio Latium nadie que conozca el latín mejor que nosotros”. Por “latín” no se refiere Agricola tan solo al propio idioma, sino a una reconstrucción ideal de una serie de valores culturales selectos obtenidos de las fuentes clásicas que pueden redundar en la mejora de las deficiencias educacionales y volver a llenar los depósitos espirituales, ahora secos, del país. Al igual que Johann Wessel, Agricola se mostraba extremadamente crítico con el escolasticismo tardío como una plaga que amenazaba a la cultura y el pensamiento religioso genuinos.
Petrarca se había opuesto al escolasticismo en gran medida a causa de que sus áridas abstracciones sepultaban el núcleo esencial del cristianismo. En el caso del averroísmo, sus racionalizaciones había acabado desembocando, en cierto casos, en propuestas heréticas. Para Petrarca, la lucha por acercarse a la vida y una reforma personal de la cultura conducían a una nueva espiritualidad del sentimiento religioso. Esta animadversión hacia el escolasticismo acabó convirtiéndose en un ingrediente constante del humanismo literario, a pesar de que no siempre alcanzó la virulencia de un Valla. También la encontramos en Agricola, quien en privado atacaba “la maloliente, inmunda, ruda y bárbara escuela alemana”. La naturaleza de su crítica se ajustaba perfectamente al patrón familiar. Así, se preguntaba: “En términos teológicos, ¿qué es verdaderamente necesario decir? En estos días, si la despojas de la física, la metafísica y la dialéctica, la dejarías desnuda e incapaz de preservar su propio nombre. Por lo tanto, desde el momento en que la gente debe ser exhortada y educada en términos de religión, de justicia, de continencia, una interminable retahíla de disputas inextricables retumba en los oídos de la audiencia con un estruendo enloquecido. Los escolásticos enseñan, tal y como los muchachos están acostumbrados, en unos términos enigmáticos que tal vez ni siquiera entienden ellos mismos. Con frecuencia he escuchado esta queja por parte de los más más eruditos y relevantes hombres”. No es por casualidad que, al citar a autores clásicos de la teología, no se encuentre entre ellos ni un solo escolástico. Melanchthon explicaba que Agricola arremetía contra el falso orgullo de los escolásticos, aunque valoraba la utilidad de las summae, comparando las similitudes y diferencias de los escritores de su época con los de la Iglesia primitiva. De hecho, ni Agricola ni un nutrido grupo de humanistas del Renacimiento discrepaban acerca del contenido cristiano de la filosofía escolástica, sino que reaccionaban contra su método, su estilo y los subproductos de su combinación. El propio Agricola era un moderado realista, en línea con los planteamientos tácitos de la Hermandad de la Vida en Común y los parámetros académicos tomistas. De hecho, unas breves notas acerca del problema de los universales fueron incorporadas por su editor en el primer libro de su obra principal. Sea como fuere, no puede deducirse de ello que su filosofía emanase de una eventual asociación con la “via antiqua”. Al final de su discusión sobre los universales, de hecho, Agricola parafrasea un pasaje del diálogo El idiota, de Nicolás de Cusa, al afirmar que él no está interesado en la defensa de las autoridades ni de las tradiciones escolares, sino en establecer una verdad independiente. A pesar de que no puede haber mayor choque de principios que el que se produce entre los humanistas y los escolásticos, la invectiva de Agricola contra los académicos fue creciendo hasta convertirse en un rugido al ser adoptado por sus jóvenes sucesores.
La reforma que Agricola tiene en mente y por la cual trabaja de manera un tanto improvisada se despliega en dos niveles, el intelectual y el religioso, no excluyentes mutuamente. De un modo previsible, visto su hábito de no publicar, sus ideas acerca de la reforma educativa e intelectual son mejor conocidas por una carta dirigida a su amigo antuerpiense, Jacob Barbirianus, acerca de qué estudios debía emprender y el método que debía adoptar para alcanzar los mejores resultados en sus campos de interés. Esta carta, datada en 1484, más tarde publicada y reeditada con frecuencia bajo el título De formando studio, se incluye en un género de escritos pedagógicos ampliamente cultivado tanto durante la antigüedad como durante el humanismo renacentista, como es el caso de Adhortatio ad studio, de Eneas Silvio Piccolomini. A su vez, se trata de la primera vez en Alemania que se documenta una iniciativa similar, la cual generó una amplia descendencia en su dimensión de esbozo sumario de las teorías pedagógicas humanísticas. En esta obra, Agricola utiliza la fórmula Philosophia Christi para designar a su doctrina, la cual se propone mediar entre la sabiduría antigua y la fe cristiana.
Agricola comienza con un ataque contra “los logorreicos denuedos salpicados de ruidos inanes a los cuales comúnmente atribuimos el nombre de artes, y que despilfarran el tiempo en disputas estupefacientes e inextricables, o incluso (para expresarlo con mayor franqueza) en enigmas que ni el mismísimo Edipo habría podido resolver, ni nadie en su sano juicio lo hará jamás”. El estudio más noble es el de la auténtica filosofía, la cual comprende dos ámbitos. El primero es el de la filosofía moral, la cual surte de sabiduría para llevar una vida recta y ordenada. Esta sabiduría no emana únicamente de filósofos profesionales, como Aristóteles, Cicerón o Séneca, sino también de historiadores, poetas y retóricos que disciernen el bien del mal, lo cual es mucho más efectivo al presentarnos ejemplos concretos en los cuales reflejarnos. Por encima de todos ellos se encuentran las Sagradas Escrituras, las cuales se constituyen en la pauta más firme para conducir nuestra existencia. El segundo ámbito de la filosofía es el conocimiento de la naturaleza de las cosas. Si bien la vieja búsqueda de la esencia de las mismas realmente no es necesaria en cuanto tal, no deja de ser cierto que puede añadir lustre a nuestro espíritu. De todos modos, mucho más importante aún resulta hacer las cosas por sí mismas. Esta filosofía natural incluye las tierras, los mares, las montañas, los ríos, las peculiaridades de los pueblos, sus costumbres, fronteras, su naturaleza y sus imperios, los poderes de los árboles y las hierbas, tales y como fueron investigados por Teofrasto y Aristóteles. Es necesario ignorar todo aquello que uno ha aprendido y volver a los autores clásicos, especialmente a aquellos cuyos conocimientos retóricos les permitieron arrojar la mejor luz sobre las materias más relevantes. Por su parte, al estudiante le resultará de extrema utilidad manejar con soltura la retórica, ya que es una condición esencial para que la verdad pueda cumplir su función. La habilidad del retórico, cuando se combina con el estudio de la lógica y del conocimiento en un campo concreto, permite que uno afronte prácticamente cualquier problema que se le presente, tal y como hicieron los maestros del estilo, los sofistas de la antigua Grecia, Gorgias, Pródico, Protágoras y Hippias.
Los aspectos más destacables del tratado de Agrícola son las limitaciones que impone al conocimiento especulativo, el nuevo valor atribuido al ejemplo por encima del precepto tal y como lo transmiten los historiadores, los poetas y los retóricos, y el reconocimiento de los oradores romanos y los sofistas como epítomes de la filosofía en este nueva clave. En todo ello, sin embargo, Agricola se limita a hacerse eco en su país de los postulados planteados por su maestro italiano, Battista Guarino, resumidos en su De ordine docendi et studendi (obra publicada en Verona, en 1459). Únicamente su especial énfasis en la cognitio rerum le separa de su modelo. Ya Leonardo Bruni, en su De studiis et literis, había expuesto que la auténtica erudición humana se deriva del conocimiento de las letras (peritia litteratum) y del conocimiento de las cosas (scientia rerum). Por conocimiento de las letras Bruni se refiere sobre todo a la familiaridad con los textos clásicos, los filósofos, los poetas, los retóricos y los historiadores; por conocimiento de las cosas, a la experiencia del mundo revelada por la Palabra divina y a una comprensión más profunda de la realidad que rodea al hombre. La dependencia de Agricola respecto a los temas básicos del Humanismo italiano parecen obvios.
La contribución propia de Agricola a la dialéctica cobra la forma de un manual introductorio, dirigido a profesores de artes; su título es De inventione dialectica y en él trata de demostrar la verdadera función de la lógica como elemento básico de la retórica gracias a la cual el pensamiento riguroso y el estilo efectivo tienen como resultado la convicción. En la Inglaterra del siglo XVII, una obra similar habría recibido el título de El completo orador, en lugar del de una introducción a la lógica. El objetivo explícito de la misma lo expone Agricola en los mismos términos que Valla en sus Dialecticae disputationes, esto es: ayudar a adquirir habilidades retóricas a quienes asumen la tarea de regir los asuntos políticos, como la guerra y la paz; a acusar y a defender, a quienes presiden los tribunales de justicia; y corrección, religión y piedad, al pueblo en general. Se trata del principal libro de temática dialéctica del humanismo alemán, llegando a cosechar el aprecio de Erasmo y sus seguidores.
Como Valla, Agricola tiende a desviarse de Aristóteles y Cicerón. Este último había distinguido la técnica del descubrimiento (ars inveniendi) de la del juicio (ars iudicandi). Agricola planeó una obra de conjunto que cubriese ambos aspectos de la dialéctica, aunque sólo pudo concluir la primera. En trece libros, abordó dos docenas de temas (τοποί, loci) a modo de pruebas, y la forma en que deben ser usados, demostrando cómo la retórica ayuda a conseguir la convicción de nuestro interlocutor. El libro es absolutamente ecléctico, en sintonía con la propia naturaleza mediadora del autor. En la selección sobre lógica, a pesar de sus invectivas contra la sofistería de los académicos, Agricola se muestra mucho más dependiente de las fuentes tradicionales. Así, retoma la definición de dialéctica propuesta por Aristóteles, proporciona veinticuatro loci del autor griego, diecisiete de Cicerón y veintidós de Temistio, como marco conceptual para las quaestiones o sentencias problemáticas, el concepto escotista de haecceitas al distinguir los individuos de los universales, y cosas por el estilo. Con apropiada modestia, Agricola declara que él no ha añadido nada nuevo, y cita los nombres de las autoridades de las que se declara deudor: Cicerón, Trematio, Quintiliano (especialmente, en su libro segundo), Temistio, un peripatético del siglo IV conocido a través de Boecio, y el propio Boecio. Todos los textos medievales, asimismo, reflejaban la mezcla boeciana de Cicerón y Boecio en la misma dirección. El sesgo tradicional de la dialéctica de Agricola pone sobre la mesa su reputación de haber protagonizado una “purificación” de Aristóteles.
Agricola se muestra relativamente crítico con Aristóteles, lo cual le mereció a su vez las críticas de Peter Ramus (o Pierre de la Ramée) décadas más tarde, si bien sus reparos nunca fueron sistemáticos ni siempre bien fundamentados. “Creo”, aventuraba el autor, en una afirmación típica de su oblicua actitud respecto a los grandes nombres, “que Aristóteles fue un hombre del más gran talento, doctrina, conocimiento de las cosas y prudencia, y (como nunca dejo de repetir) incluso el hombre más preclaro, y aun así creo que no dejaba de ser un hombre, es decir, alguien que no puede aspirar a saberlo todo y que, necesariamente, debe dejar por conocer cosas que otros averiguarán”. Calificaba el estilo de Aristóteles como oscuro y poco claro, un reproche común durante la Edad Media. Asimismo, creía que aquellos que se llamaban a sí mismos peripatéticos, vanagloriándose de haber leído los escritos del griego, distaban mucho de captar la verdad profunda de sus enseñanzas. Incluso llegó a permitirse enmendarle algunos términos concretos o ciertas proposiciones. De todos modos, no llegó a alcanzar las cotas de un Valla, quien arremetió abiertamente contra Aristóteles, así como contra Boecio y Porfirio, decantándose por Quintiliano. Agricola en ocasiones no acierta a interpretar correctamente a Aristóteles, acusando todavía el peso de la tradición dialéctica medieval. Sólo por cortesía puede admitirse que el suyo sea un Aristóteles “purificado” en términos tanto filosóficos como filológicos. Ello, sin embargo, no convierte a nuestro autor en un escolástico tardío o sometido a una mentalidad totalmente tradicional; por el contrario, pone de relieve que su importancia no radica tanto en sus planteamientos dialécticos cuanto en otros valores.
En un sentido amplio, las tres disciplinas del trivium poseían su relevancia especial en el contexto medieval. Durante dicha época, la dialéctica le arrebató la hegemonía a la gramática. Ahora, la dialéctica volvía al primer plano y entablaba un animado diálogo con una gramática revitalizada. Agricola no se limitaba a repetir las ideas tradicionales, puesto que para él no existían grandes diferencias entre un manual escolar y alguien que se limitara a asistir a clase. La novedad que supuso, en la Europa del norte, la obra de Agricola sobre la dialéctica residía en el énfasis que puso en el uso práctico de la misma, así como en la importancia social de la retórica, entendida como lo hacían los romanos. En muchos aspectos, Agricola asimilaba el arte de la dialéctica a la retórica. Especialmente en el tercer libro, Agricola enseña cómo un discurso puede crear un “efecto” o llevar a la convicción a nuestro interlocutor. Uno de los resultados de este énfasis en la aplicación práctica fue el de borrar las fronteras entre una y otra disciplina. Agricola no era un filósofo sistemático, ni quiso serlo jamás.
La influencia de Agricola se dejó sentir con especial fuerza en la disciplina dialéctica del trivium, el cual continuó ocupando un papel central en el currículum tradicional de artes a despecho de los esfuerzos humanistas por ampliar la preponderancia de la gramática y la retórica. Erasmo, por ejemplo, en el segundo libro de su De ratione concionandi (1535), enfatizó la importancia de la gramática y la retórica arguyendo que la dialéctica sin la gramática es ciega. La lógica de Agricola hizo furor en París, donde Johann Sturm la hizo popular durante el período en que impartió allí clases, entre 1529 y 1536. El libro de Agricola mereció numerosas reediciones, hasta el punto de que entre 1538 y 1543 habían aparecido quince. También ejerció su influencia en Inglaterra, donde en 1535, en los Mandatos reales de Cambridge, Enrique VIII dispuso que los estudiantes en artes debían leer a Agricola junto con Aristóteles, Trebisonda y Melanchthon, en lugar de las “frívolas cuestiones y las glosas oscuras” de Escoto y otros escolásticos. La influencia de Agricola sobre los estudios teológicos se prolongó en la estela de los estudios dialécticos de los cursos de artes de las facultades más prestigiosas. La educación protestante lo incluyó como autor de referencia, de la mano de los estudios sobre dialéctica del propio Melanchthon; su obra encajaba como un guante en las necesidades de la época.
La pésima opinión que tenía Hegel acerca de la relevancia teórica de la literatura filosófica del Renacimiento se inscribía en el desdén general que los filósofos modernos, desde Descartes en adelante, sentían hacia la tradición humanista. En Agricola convergen dos líneas principales que, en esencia, eluden la condición especulativa de la filosofía. La piedad cristiana de los Hermanos de la Vida en Común, bajo cuya égida se formó durante su juventud, coincidía perfectamente con su respeto hacia la filosofía popular romana revitalizada por humanistas italianos como Valla, el cual enfatizaba la dimensión moral y vital de la filosofía por encima de la metafísica. Agricola y sus colegas literarios fueron como ingenieros mentales que permanecieran de pie, asombrados, ante las grandes pirámides de los constructores de sistemas, si bien ellos mismos se contentaban con dar forma a artefactos que tuviesen una aplicación práctica más directa. Esta decisión en modo alguna implicaba una pérdida de fe en la razón humana, pues Agricola compartía el respeto por la capacidad racional del hombre y la grandeza de su espíritu que caracteriza la tradición cristiana occidental. “Qué enorme, qué inmenso, qué increíble es el poder de la mente humana, para la cual no hay casi nada imposible, excepto para lo que no desea acometer”, exclamó con gran fervor. Del mismo modo que en el mundo inanimado se detecta una disposición ascensional, desde lo más simple hasta lo más complejo, Agricola afirma que Dios, como supremo hacedor, ha dispuesto una estructura similar en el orbe que la mente humana puede detectar y describir. Sin una comprensión abarcadora del diseño maestro de la nueva estructura del ser, Agricola estaba construyendo sobre viejos cimientos con piedras procedentes de las ruinas clásicas. Ya Quintiliano había loado con gran elocuencia las inmensas capacidades de la razón humana, incidiendo en la dimensión práctica de la misma. Agricola seguía su estela.
La retórica proporciona la nueva llave para la filosofía, tal y como la entiende Agricola. Se detecta en su pensamiento un esfuerzo por colocar el lenguaje en la base filosófica de la realidad, al estilo de Vico. Para Aristóteles, la retórica representaba la aplicación de la lógica al carácter y sentimientos de la audiencia. En un primer análisis, tomando como guía sus propias definiciones, Agricola consideraba la retórica meramente como el arte de componer discursos ornamentados, mientras que la dialéctica consistía en el modo de pronunciar dicho discurso de un modo creíble. Sin embargo, un estudio más detallado nos muestra que, para él, la lógica ya no se reduce a la mera lógica, sino a la dialéctica y la retórica al servicio de la palabra, oral y escrita. Este desarrollo se conoce con el nombre de “nueva retórica” o, si nos centramos en la desembocadura del proceso, “nueva filología”.
Los humanistas italianos redescubrieron la antigua definición de hombre como ζωον λόγον εχον, un ser vivo con la capacidad de hablar. Así pues, el lenguaje era el medio indispensable para los studia humanitatis. Las lenguas clásicas no eran simplemente herramientas para adquirir más información, sino una suerte de existencialismo filológico que permitía desplegar la esencia del hombre instruido. La cultura antigua era algo que debía ser experimentado, no meramente conocido. La tarea de la filología consistía en llegar, mediante el estudio de los textos, a la comprensión objetiva de la esencia del hombre, no meramente en un sentido intelectual o racional, como una fase del pensamiento, sino a través de una aprehensión directa del amplio espectro de capacidades humanas. La tarea de la nueva retórica consistía en comunicar esta experiencia verdadera de los sentidos del hombre y hacerla asequible para los demás. A pesar que su altura intelectual no alcance la de un Bruni o un Valla, Agricola permanece en esta línea de desarrollo.
Para Agricola, la tarea de la filología consistía en llegar, mediante el estudio de los textos, a la comprensión objetiva de la esencia del hombre, no meramente en un sentido intelectual o racional, como una fase del pensamiento, sino a través de una aprehensión directa del amplio espectro de capacidades humanas.
Dentro de este amplio concepto de filosofía, Agricola, al igual que sus precedesores y que los humanistas italianos, pone el énfasis especialmente en el amor por la sabiduría en el sentido radical de la palabra “filosofía”, en la centralidad de la virtud y en el dominio de un espectro enciclopédico de conocimiento. En su De libero arbitrio, San Agustín, para quien el Hortensius de Cicerón resultó decisivo, escribe: “Una cosa es ser racional, y otra ser sabio”. Aunque existen numerosos precedentes en la Cristiandad que avalan esta misma distinción, fueron los apóstoles antiguos de la elocuencia, Cicerón y Quintiliano, quienes, en cooperación con Séneca, le imprimieron al concepto de sabiduría una formulación especial. Para Quintiliano, la tarea principal consistía, más que en hablar bien, en el desarrollo de esas cualidades intelectuales y éticas que hacen del hombre un ser sapiens et loquens al mismo tiempo. La expresión clásica más lograda de la sabiduría ideal fue, sin embargo, la de Cicerón, quien en el De Officiis la definió como “el conocimiento de los asuntos humanos y divinos y de sus causas”. Agricola repitió esta definición verbalmente y, en parte, la integró en la estructura de su propio pensamiento. Sin embargo, como veremos, en un balance final él acaba poniendo mayor énfasis en el valor de los asuntos divinos.
La virtud siempre se ha considerado, por parte de la mayoría, como un ingrediente de la sabiduría; para Agricola constituía el núcleo esencial de la misma. Así, escribió a su hermano Johann, en una carta que acompañaba su traducción de la Parenesis de Isócrates: “No hay nada que te pueda ofrecer más adecuado que ayudarte a completar tu erudición y a alcanzar una vida moral mejor. Seguramente no haré algo indigno si reúno preceptos éticos para ti relacionados con la orientación de la vida. De este modo, se convertirán en una ayuda, no tan sólo para tu oratoria, cuanto para mejorar tu alma”. Nuestro autor se limitaba a poner en palabras la convicción del propio Isócrates, quien escribió: “Creo que es preferible atesorar una multitud de preceptos que de riquezas, dado que éstas pueden huir de nuestras manos mientras que aquellas siempre permanecerán con nosotros. Y es que, de todas las cosas, la sabiduría es la única inmortal”. Agricola apelaba a la absoluta certeza de los mandamientos religiosos, si bien, a la hora de rastrear fuentes para sus preceptos morales en la antigüedad, siguió la estela de Petrarca y de los humanistas literarios al plantear modelos para las propias elecciones morales a partir de los clásicos griegos y latinos. En este sentido, se produce una consonancia casi perfecta entre las enseñanzas de inspiración estoica de los Hermanos de la Vida en Común, entre los cuales Séneca era uno de los autores de referencia, y el énfasis moral de dichos humanistas.
Agricola incidía en que este conocimiento debe extraerse ante todo de oradores, historiadores, poetas y toda suerte de eruditos, y no meramente de los filósofos.
El conocimiento de los asuntos humanos apelaba a un estudio enciclopédico acerca de la naturaleza y del hombre, tanto a través de la experiencia directa como, sobre todo, a partir de los sabios de una época mejor, más sabia. Una vez más, Agricola incidía en que este conocimiento debe extraerse ante todo de oradores, historiadores, poetas y toda suerte de eruditos, y no meramente de los filósofos. Tanto para Cicerón como para Horacio, la naturaleza era la pauta a seguir y nos permitía discernir lo bueno de lo malo. En esta línea, de acuerdo con ellos y con cierta tradición medieval, nuestro autor admite la correspondencia entre el mundo natural y el de la razón, lo cual le induce a ensalzar el valor de las matemáticas. A pesar del hondo interés de Agricola y de los humanistas por la astronomía, la geografía, la botánica y otros temas afines, sería un gran error sobrevalorar su aportación a la ciencia moderna. En el campo de las ciencias naturales, estos autores se remitían a las autoridades clásicas y únicamente de un modo subordinado a sus intereses filológicos. La preocupación de Agricola por la historia, sin embargo, sí resulta relevante. Melanchthon explica que se afanaba en elaborar una síntesis de la historia antigua, siguiendo la Biblia y a Herodoto para asirios y persas, a Tucídides y a Jenofonte para Grecia, y a Diodoro y Polibio para el imperio macedonio. Reunió una buena cantidad de fuentes de historiadores romanos y proporcionó una amplia panoplia de ejemplos de la utilidad de la historia de la Iglesia para resolver disputas dogmáticas. Si la obra de Agricola no se hubiera perdido, podría haber sido considerado perfectamente como el fundador de la historiografía humanista. Al igual que las historias clásicas, sus escritos eran fundamentalmente de carácter pragmático, planteando consejos y admoniciones a los príncipes y estadistas que el autor entrelazaba en el hilo de sus crónicas.
El texto en el que Agricola presenta su perspectiva de que el conocimiento posee el más alto valor para el ser humano es en el sucinto y trepidante discurso titulado In laudem philosophiae, que pronunció en 1476 ante el duque Ercole en Ferrara. Tras un encomio preliminar acerca de la grandeza de la filosofía, un don de Dios con el cual el hombre puede ir más allá de sí mismo, ennoblecerse y sobreponerse a los golpes de la fortuna, Agricola procede a analizar las partes esenciales englobadas por dicho concepto. En primer lugar se encuentra la lógica o filosofía racional, que incluye la gramática, la dialéctica y la retórica; a continuación, le sigue la filosofía natural, compuesta por la física o medicina, las matemáticas (divididas en cuatro categorías: geometría, aritmética, astronomía y música) y, por último, sorprendentemente, la teología; en tercer lugar se encuentra la filosofía moral o ética. El autor admite que hay quien considera que sólo esta última merece el nombre de filosofía. El discurso concluye con la clásica loa de la ciudad y del príncipe. Tras la primera capa de tediosa recapitulación de los viejos trivium y quadrivium, es posible descubrir las ideas más innovadoras del humanismo. Una vez más, la filosofía aparece como “el amor a la sabiduría, es decir, el amor al conocimiento de los asuntos divinos y humanos ligados con la búsqueda del mejor modo de vivir”.
Consiguientemente, las areas comprendidas por este gran concepto apela al esquema senequiano de las tres partes del hombre: racional, natural y moral. Agricola incluye de nuevo dentro de la filosofía toda la extensión del conocimiento natural y humano que deben estudiar historiadores, poetas y oradores. La teología indaga en la voluntad y el poder divinos que dirigen el mundo de manera perpetua y bajo ciertas leyes. En última instancia, este concepto evoca la apelación estoica a acompasar la propia existencia a las normas éticas para poder afrontar los vicios, el mal y el dolor. Los placeres son agradables, nos advierte, y por tanto nos corrompen con mayor facilidad. El principal mérito de Sócrates fue el hecho de ser pionero en hacer bajar la filosofía del cielo e incardinarla en la esfera de la acción humana y la sociedad urbana. El elogio de la filosofía que entona Agricola se centra en ensalzar los studia humanitatis dentro del vasto proyecto de la nueva filosofía retórica del humanismo de su época. En el ámbito de la elocuencia, tal y como atestigua la figura de Cicerón, no hay nada como la sabiduría para hablar bien. Agricola estaba tan imbuido de las propuestas italianas, que sólo le separa un paso de los Mannetti y Pico por su admiración hacia la dignidad del hombre.
Demasiadas energías vertió Agricola en acometer traducciones del griego al latín, guarnecidas con glosas convencionales. Erasmo ensalzaba su estilo claro, genuino, poderoso y culto, incidiendo en que “entre los latinistas y los helenistas, mostró el más fino dominio del idioma”. Sin embargo, entre los humanistas era habitual elogiar a sus colegas más afines escatimando el necesario sentido crítico. Las traducciones no son equiparables a una obra creativa original. Aparentemente, la selección de textos que eligió para sus versiones dan la impresión de ser un mero popurrí de obras menores. Un examen más detenido, sin embargo, revela que predomina en ellas un interés eminentemente retórico. Los sofistas están representados por Isócrates, Aftonio de Antioquía y el pseudo Hermógenes; los oradores, por Demóstenes, Cicerón y Séneca; los filósofos, por el pseudo Platón, Boecio y, extraña compañía, por el cínico Luciano, quien llegó a ser tan popular como Hutten, Erasmo, Pirckheimer y muchos otros de su generación. Los autores elegidos lo son por su capacidad para surtir de apoyo material a los principios de su filosofía filológico-retórica, en la traducción de Guarino de Verona y su hijo. Esta preocupación por los clásicos le agradaba, sí, pero no satisfacía las aspiraciones más profundas de Agricola.
En su Vida de Petrarca, Agricola había observado que durante su vejez el autor había mostrado un creciente interés por los textos religiosos. Apenas nuestro autor regresó a su país, con treinta y cinco años, quiso dedicarse al estudio de las Sagradas Escrituras, y para ello trató de aprender hebreo, quizá por influencia de Johann Wessel. Sin embargo, Agricola siempre se mostró como un hombre de alta moralidad y un sentido profundamente religioso, hasta el punto de colocar la teología como la culminación del saber. Melanchthon explica hasta qué punto veneraba la religión cristiana con todo su corazón y aborrecía la impiedad. En Heidelberg, se enzarzó en numerosas discusiones teológicas, llegando a ser requerido como una autoridad en dichas materias. La naturaleza concreta de sus opiniones sobre la Iglesia y el dogma resulta de una importancia fundamental para comprender su carácter y la influencia que ejerció en su momento.
Agricola no fue un crítico furibundo o con perfil reformista. Por el contrario, se limitó a formular tímidas observaciones acerca de las dolencias más graves de la Cristiandad.
Agricola no fue un crítico furibundo o con perfil reformista. Por el contrario, se limitó a formular tímidas observaciones acerca de las dolencias más graves de la Cristiandad. No se detecta en sus palabras ni el más leve atisbo de sentimientos antipapales o contrarios a la jerarquía. Antes bien, se considera como un hijo devoto y obediente de la iglesia medieval. Este hecho se revela claramente en la invitación que le hace llegar el obispo Dalberg para participar con un discurso en la asamblea eclesiástica en Worms, Exhortatio ad clerum Wortmatiensen, que se celebró en septiembre de 1484. En esta cita, el tema en el que se centra Agricola es el valor de la vocación sacerdotal, su sentido para la vida humana y las especiales dotes religiosas que requiere su ejercicio. Enfatiza el enorme poder sacerdotal implícito en el Oficio de Llaves y la sorprendente prerrogativa de la que goza el sacerdocio al presidir el misterio de la transubstanciación en la Misa. Existen algunas alusiones a la cultura clásica, pero en cualquier caso el autor no trata de promover la educación humanística entre los clérigos; al revés, palpita en sus palabras un sentimiento de piedad al ensalzar el ideal espiritual del sacerdocio, citando la importancia que al mismo se otorga en el Antiguo Testamento y la encomienda que Cristo formula a Pablo y a sus discípulos en el Evangelio cuando describe las aptitudes idóneas para un obispo.
De manera análoga, en el discurso de felicitación a Inocencio VIII con motivo de su elección como Sumo Pontífice, no resulta de extrañar que proponga una solución papal para todos los problemas que afronta la Cristiandad. Agricola anima a todos los hombres a rendir obediencia a la Iglesia romana y a tener fe en su líder. Todos los creyentes, y en especial los príncipes, deben ayudar a la Sede de Pedro con su dinero, consejo, poder y progreso para profundizar en el bienestar de la institución. Roma tiene que ser la capital del mundo, y bajo el pontificado de un nuevo Papa podemos esperar al fin un puesto en la salvación para los hombres. Ninguno de los errores y abusos que se hayan podido cometer puede dejar de ser enderezado por la prudencia, y la piedad de Inocencio. Se trata de una perspectiva ultramontana, lejos de cualquier tentación de conciliarismo o del sentimiento anticurial que se percibe en los humanistas y reformadores más jóvenes.
La imperturbable serenidad con la que Agricola acepta la tradición dogmática y el sacramentalismo de la Iglesia es la prueba de lo poco apropiada que resulta para su vida religiosa interior esa sabiduría filosófica que ha adquirido intelectualmente y a la cual rinde tributo con su elocuencia verbal. Ni siquiera se plantea ir tan lejos como Petrarca, en el sentido de una nueva espiritualidad del sentimiento religioso. Tampoco se detecta en él tensión alguna entre dicho legado dogmático y el nuevo ideal de cultura piadosa. Este aspecto resulta especialmente evidente en su poesía, en su revelador Discurso sobre la Natividad y en su seria, aunque nada complicada, correspondencia.
Si en la poesía, tal y como decía Shelley, el futuro proyecta gigantescas sombras sobre el presente, entonces las rimas de Agricola hay que considerarlas escasamente poéticas: junto a versos ocasionales a sus amistades y unos pocos epigramas, sus composiciones se inscriben por completo en el género hagiográfico, desprovistos de contenido real y de formato bastante convencional. Es el caso de sus poemas a San Antonio; a Santa Catalina, patrona de la enseñanza; a Ana, madre de María, y una canción en honor a todos los Santos. Las alusiones paganas que incluye, del tipo “Júpiter tonante”, ya se encuentran en la medieval Leyenda dorada, muy popular en la Alemania de la época. Por otro lado, el interés del autor por el arte se ciñe, de nuevo, a la temática religiosa, del cual ensalza su grandeza “al plasmar a Dios con la habilidad del hombre”.
En el Discurso sobre la Natividad (única obra de este autor traducida al castellano), compuesta en 1484, describe la maravilla de la encarnación con una calidez hondamente cristiana. Cristo es el auténtico Hijo del Padre, engendrado desde la Eternidad, que adoptó la forma humana para que podamos hacernos una idea de la inmortalidad. Cristo vino al mundo con un mensaje de amor y de salvación para el hombre nacido en pecado original y la culpa, sometido a la cólera y la muerte. El tema está tomado del Salmo 118, 23: “Obra del Señor es esto; admirable a nuestros ojos”. Un aspecto especialmente interesante acerca de su visión del período clásico es su descripción del Imperio Romano en la época del nacimiento de Cristo. Agricola reflexiona acerca del hecho de que viniera al mundo en la noche más oscura y larga del año, es decir, en términos simbólicos, en el momento de la historia más errado y vicioso; de ahí que su llegada brindara una oportunidad de que el Hijo de Dios ayudase al hombre en sus congojas, ya que aquella era una época, literalmente, de impiedad. Todos aquellos que a menudo han sostenido que uno no puede mentir ni siquiera en los asuntos más nimios no dudarán en honrar la verdad acerca del gran Dios. En ningún otro momento de la historia fueron más devastadoras la ambición, la lujuria, la codicia, el libertinaje que entonces. La corrupción se ha adueñado de la vida, tanto pública como privada; los crímenes y las matanzas campan por doquier, y en lo más profundo de la oscuridad viene Cristo portando Luz. Así es como describe el padre del humanismo alemán la era de Augusto.
Resulta obvio que, mientras desde un punto de vista humanista trabaja por una reforma intelectual y educativa, por una simplificación y una mayor efectividad en el ámbito teológico, y por la depuración de la vida eclesiástica y sacerdotal, Agricola permanece por completo dentro del dogma y la institucionalidad de la vieja Iglesia. No existen pruebas de que el humanismo italiano apelase a ninguna clase universalismo religioso antes de la llegada de los platonistas. Por supuesto, no hay rastro de ello en Agricola. Además, con objeto de no incurrir en las lógicas consecuencias que acarreaba el dualismo de Cicerón, elude el riesgo implícito en sus enseñanzas éticas tomadas en préstamo de los griegos. La nítida distinción ciceroniana entre un mundo natural-racional y una esfera irracional ya llamó la atención de los Padres de la Iglesia. Sin embargo, más allá de un acuerdo formal yace una decepción engañosa ante la extensión de dicho dualismo hasta la esfera ética humana, pues dicha perspectiva resulta incompatible con la idea cristiana del pecado original y su fe en lo sobrenatural. Agricola, al no esforzarse en trabar una sólida coherencia entre su antropología cristiana y su concepto de la filosofía, tan dependiente de los postuladores retóricos de Cicerón y Quintiliano, trató de escamotear el problema, aunque no de resolverlo. Ventajas de la simplicidad.
Por la misma razón no detectamos signo alguno de “tendencias reformistas” en Agricola. Únicamente Melanchthon se hace eco de que, en cierto ocasión, había oído decir a un hombre notable y reconocido, Goswin de Halen, quien durante su juventud estuvo presente durante una conversación entre Agricola y su maestro Johann Wessel durante la cual se pronunciaron gruesas palabras acerca de la oscuridad que presidía los destinos de la Iglesia, de los abusos de la Misa, del celibato de los sacerdotes y, en referencia a la doctrina paulina acerca de la justificación por la fe, contra la apuesta por el valor superior de las buenas obras. A falta de otras pruebas, este relato de algo que escapa totalmente al carácter de Agricola debe atribuirse a un error de interpretación de Goswin, o bien a una mera proyección desiderativa del propio Melanchthon.
Agricola, pues, representa el tipo de humanista literario del norte de Europa con hondas raíces en la piedad de los Hermanos de la Vida en Común, el cual pasó varios años de su vida bajo el influjo del humanismo literario italiano y la nueva filosofía de corte filológico-retórico. Estamos ante un personaje en la línea de un Johannes Murmellius o un Rudolf von Langen, que muestra cómo el sesgo básicamente no especulativo, moralista y práctico de la Devotio Moderna coincidía con el énfasis análogo de sus píos maestros italianos. De una y otra fuente destiló algo de mayor calado gracias a su esfuerzo por una religiosidad espiritual volcada en las Sagradas Escrituras y en los Padres de la Iglesia. Ahora bien, en Italia adquirió un entusiasmo vital por los estudios clásicos que le indujo a volver la mirada al conservador Hegio, el gran maestro de Erasmo en Deventer. “Con cuarenta años conocí al joven Agricola”, confiesa, “y de él aprendí todo lo que sé, o al menos, todo lo que los demás creen que sé”. Lloró al anunciar la muerte de Agricola a sus alumnos.
Agricola representa el tipo de humanista literario del norte de Europa con hondas raíces en la piedad de los Hermanos de la Vida en Común, el cual pasó varios años de su vida bajo el influjo del humanismo literario italiano y la nueva filosofía de corte filológico-retórico.
Agricola no recibió la influencia de los platonistas florentinos, y muestra cómo habría sido el humanismo alemán de no haber recibido el impacto de Villa Careggi. Él sólo fue vagamente consciente de la profunda tensión que había entre la antigüedad y el cristianismo, si bien esta convivencia pacífica entre ambos, resultado de la renuncia a extraer las consecuencias lógicas de sus diferencias, fue un fenómeno familiar a los humanistas italianos como Boccaccio, Poggio o incluso Piccolomini. En el caso de Agricola debemos evocar el famoso dicho de Buffon, según el cual “el estilo es el hombre”.
Agricola murió muy joven (con tan sólo cuarenta y un años), justo cuando estaba emprendiendo sus estudios sobre las Sagradas Escrituras. Fue el único de este grupo de humanistas que no vivió más allá del Quattrocento. En el momento de su muerte, según narra Trithemius, se encontraba realizando una nueva traducción del pseudo Dionisio, lo cual puede darnos una pista de la dirección que estaban tomando sus intereses. El humanista italiano Jovio se lamentaba: “Los dioses o las estrellas se limitaron a mostrar a este hombre ricamente dotado la tierra y se lo llevaron en mitad de la vida, truncando así su glorioso desarrollo”. Su influencia perduró en los principales humanistas italianos. Reuchlin pronunció el discurso fúnebre y Celtis escribió un lúgubre epitafio. Años más tarde, Wimpfeling dijo que la auténtica grandeza de Agricola consistió en el hecho de que todo el estudio y la sabiduría del mundo le sirvieron únicamente para purificarse a sí mismo de las pasiones y para contribuir, con fe y oración, a construir el gran edificio cuyo arquitecto es Dios mismo.