Discurso del elocuentísimo y doctísimo Lorenzo Valla, pronunciado en alabanza de Santo Tomás de Aquino en la iglesia de Santa María sopra Minerva en Roma, el 7 de marzo de 1457. El autor murió el 1 de agosto de ese mismo año. Fuente: Lorenzo Valla, Scritti filosofici e religiosi. Florencia, Sansoni, 1953, pp. 457-469. Traducción de José Luis Trullo.
En los tiempos antiguos, tanto entre los griegos como entre los romanos, quien debía pronunciar un discurso ante los jueces o ante el pueblo en torno a algún tema de importancia, solía empezar invocando al numen celeste. Considero que esta costumbre fue introducida por los adoradores del auténtico Dios, así como también los sacrificios, la ofrenda de las primicias, las ceremonias y otros honores rendidos a la divinidad; y, por tanto, creo que, al igual que estas costumbres, también esa fue transferida de la religión verdadera a las falsas. Y es que fue sin duda el delito más enorme que pudo darse entre los hombres, y origen prácticamente de todos los males, el atribuir a los mortales y a las cosas creadas el culto religioso, el cual se le debe solo a Dios, inmortal y creador. Esta costumbre, que floreció durante algunos siglos tanto en una como en la otra nación, cayó poco a poco en desuso, dejando de invocar a los númenes no solo quienes defendían una causa malvada, sino también aquellos que combatían por una buena razón, los primeros porque creían que los dioses no existían o sentían miedo de invocarlos (de hecho, cualquier que implora a los dioses lo hace en cuanto protectores de la verdad y de la justicia, y eso los malvados no quieren que ocurra) y los segundos, en parte porque querían mostrar confianza en su propio derecho, independientemente de su protección, en parte porque estimaban que parecerían más fuertes y viriles si no se arrojaban de buenas a primeras, como las mujeres, a implorarles (de hecho, ya se tenía por poco masculino el invocar a los númenes, tal y como leemos en Salustio que afirma Catón: “non votis neque supliciis muliebribus auxilia deorum parantur” (1). En cualquier caso, así como erraron quienes suprimieron esta antiquísima costumbre, acertaron quienes la recuperaron, no por imitar a los gentiles, sino para que no pareciera que eran superados por ellos. Y es que, si ellos rendían tantos honores a los falsos dioses como para considerar que debían invocarles en sus preámbulos, con mayor motivo debemos nosotros atribuírselo a Cristo, Dios verdadero. Por ello hoy quiero y debo imitar una usanza tan egregia entonando la alabanza de Santo Tomás de Aquino y, de acuerdo con la costumbre, invocar a la santísima Madre de Dios, siempre virgen, saludándola con las palabras evangélicas: “Ave Maria, gratia plena”, etc., etc.
Si bien todos aquellos que han muerto en el Señor son beatos y santos, en cualquier caso la Iglesia proclama beatos y santos a aquellos a quienes ella reconoce que han afrontado la muerte en nombre de la religión, de la verdad, de la justicia, o bien los estimamos ilustres por una vida ajustada a la castidad y a la pureza, o por signos divinos o milagros. A los primeros los denomina, utilizando una palabra griega, “mártires”, y a los otros, con una latina, “confesores”, si bien ambos términos poseen el mismo significado. De hecho, ¿qué otra cosa hicieron los mártires, al soportar los tormentos y afrontar la muerte, sino rechazar el renegar de Cristo y confesar su nombre? Aún más, con suma frecuencia durante el tormento no solo se reafirmaban en no renegar de Cristo, sino que reconocían que era el Hijo de Dios. Y, de nuevo, ¿qué otra cosa hicieron los confesores, al vivir y escribir de manera pía, sino dar testimonio de la verdad? Como Juan el Bautista, quien, enviado a dar testimonio de la luz, o sea, de la verdad, no lo hizo menos predicando que afrontando la muerte. Por lo tanto, al obrar de este modo, los confesores fueron mártires; de hecho, martyr se traduce en latín testis y martyrion, testimonium. Ahora bien, aunque las cosas son así, la Iglesia, al menos la latina, ha preferido llamar mártires únicamente a los primeros y honrarlos con las prerrogativas inherentes a este orden, a la manera de los soldados fuertes y valorosos que son premiados por su general a causa de las gestas llevadas a cabo en las actividades bélicas, pero sobre todo en la batalla. De hecho, los mártires que fueron soldados de Cristo, entraron en batalla por su Emperador y vertieron su sangre y entregaron su vida por Él; los confesores, en cambio, soportaron únicamente las fatigas militares, ciertamente graves y divinas, y se mostraron dispuestos a afrontar la muerte por Dios, su Jefe, pero no tuvieron la oportunidad de sufrirla en plena batalla. Por ello nos parece que los mártires deben recibir honores mayores, lo cual resulta justo, es verdad, y meritorio, pero ¿quién podría negar que entre los confesores hubo algunos que pudieron, no solo igualar, sino incluso superar los méritos de algunos mártires? Y esto puede afirmarse con el testimonio divino, pues vemos que ha habido muchos confesores cuyos milagros fueron más ilustres. ¿Por qué digo todo esto? Para que quede claro que nuestro Santo Tomás de Aquino, aunque sea un confesor, no por ello ocupa un puesto inferior al de los mártires. Por lo que a mí respecta, no lo es en absoluto en comparación con ese Pedro (2), de su misma orden, que por defender la verdad fue asesinado con una hoz por un campesino furioso, ni con Tomás, obispo de Canterbury, quien como el buen pastor se sacrificó por su grey para que el clero no fuese expoliado (3). Esto queda demostrado por el hecho de que, aunque ambos ostenten el mismo nombre, en el caso del nuestro fue concedido, no por los hombres sino por el propio Dios, ya que Tomás procede tanto del hebreo “abismo” como de “gemelo”. Y así fue, en verdad, Tomás de Aquino; abismo de ciencia y doblemente rico de ciencia y de virtud, ambas singulares e increíbles (4). Fue como un sol esplendidísimo por el fulgor de la doctrina y ardentísimo por el fervor de la virtud. Por el fulgor de la doctrina se ubica entre los querubines, por el fervor de la virtud entre los serafines.
Hablaré ahora de sus virtudes. Sin embargo, cuando me dispongo a referirlas, me figuro que alguien se planta delante de mí y, tendiéndome la mano, me espeta: “¿Qué dices? ¿Qué pretendes con esta hipérbole, que complace a los necios pero desprecian los sabios? ¿Es que no vas a respetar la verdad, tu conciencia y la de todos estos gravísimos y religiosísimos hombres que te escuchan? ¿No te basta haber igualado a Tomás de Aquino con los mártires y de haberlo colocado por encima de muchos de ellos, e incluso equipararlo con los propios serafines, más allá de los cuales no hay nada más alto en el orden angélico? ¿Qué le concederás entonces al apóstol Tomás? ¿Y a Pablo, doctor de los gentiles, similar a un querubín? ¿Y a Juan Evangelista, parecido a un serafín?". Les responderé que estoy convencido de que todos aquellos que están llenos de la ciencia de las cosas divinas tienen algo en común con los querubines, y que todos aquellos que están invadidos por el amor de Dios son compañeros de los serafines. En consecuencia, no admitiré el verme reprendido y advertido a propósito de Tomás de Aquino, por lo saturado que está de ciencia y de amor. Por este motivo, me gustaría pedir a los hermanos de esta orden que me concedan la licencia, al entonar las alabanzas de este santo, de adoptar cierta cautela y no referir todas, sino solo las principales. Ante estos ilustres oyentes optaré por sintetizarlas, en lugar de explicarlas por extenso, para no aburrirles, pues son tan numerosas y tan grandes, que si tratase de celebrarlas con mis palabras, “ante diem clauso componet Vesper Olympo”, como dice el poeta (5).
Para empezar por sus virtudes, reservándome para después hablar de su ciencia, diré que su nacimiento fue anunciado al mundo antes de que se produjera, al profetizarlo a la madre un anacoreta, hombre de Dios, quien le dijo que llevaba en el vientre a un hijo al que llamaría Tomás para consumar la excelencia de este nombre (6). Es habitual que Dios, cuando ha decidido conceder a la tierra algún don ilustre y nunca antes visto, lo anuncie mediante señales y vaticinios. De ello poseemos no pocos ejemplos, pero para abreviar me contentaré con uno que me resulta familiar. Mientras la madre estaba embarazada, le fue predicha la grandeza del beato Domingo, progenitor de vuestra gran familia (7). No me decantaré por uno de los dos vaticinios, para que no parezca que induzco a confrontación entre padre e hijo; diré solo que ambos son equivalentes y análogos los méritos de los dos, de manera que ninguno sea preferido al otro y reciban de nosotros la misma veneración, siendo iguales sus virtudes y milagros. Ahora bien, aunque mi deber es el de loar a uno de ellos, alabaré a los dos, de manera que, al ponerlos en el mismo plano, resulte más claro hasta qué punto estimo más elevada la excelsa dignidad de Tomás; y, por último, es costumbre de los frailes predicadores ir en pareja, y no en solitario. En consecuencia, Domingo fundó la casa de los predicadores, Tomás cubrió de mármol los suelos; Domingo levantó las paredes, Tomás las adornó con egregias pinturas; Domingo fue la cima de los frailes, Tomás el modelo; Domingo plantó, Tomás regó. Aquel rechazó los honores y el obispado que se le ofrecieron; este, como sirenas, la nobleza, las riquezas, los parientes, los progenitores. Aquel imitó la castidad y la continencia de Pablo, este la virginidad de Juan el Bautista. Nada más admirable que la humildad del primero (a la cual los griegos llamaron significativamente “tapeinofrosyne”); el segundo fue tan humilde que se maravillaba incluso del orgullo y la jactancia ajenos. No experimentó nunca ese vicio en carne propia, aunque reconocía poseer muchos y grandes ornamentos, como con sencillez confesó a algunos frailes. Por último, para completar la comparación, aquel escribió para los frailes su última regla, este muchísimos e importantísimos libros. Pero, ¿es más importante, me preguntaréis, haber compuesto dichos libros que la regla? ¿Por qué dices que merecen mayor estima? Mientras Tomás se dedica a escribir libros, Domingo rige las provincias y, como óptimo rector, proporciona a sus pueblos la regla y la ley del buen vivir. Sin duda, Tomás con sus escritos no ha hecho entrar en el Reino de Dios a más gente de lo que lo hizo Domingo con su regla. Concedamos, pues, que Domingo y Tomás andan a la par en cuanto a virtudes, milagros y gloria, y no difieren entre ellos lo que Lucifer y Héspero (8).
He hablado brevemente de las virtudes y los milagros de Tomás, sin recurrir a amplificaciones ni ornamentos, ni habría podido decir menos dada la importancia del tema y la brevedad del tiempo del que dispongo. Creo que ahora se espera que hable acerca de la ciencia de este santo, la cual he dejado en un segundo plano, aunque habrá quien la anteponga y quien la equipare a ellos. No se me escapa que algunos de los que hoy han hablado acerca de este tema desde este mismo lugar, no solo han considerado a Tomás, ya no a la altura de los doctores de la Iglesia, sino incluso por encima de ellos. Quienes lo hacen afirman que no debe colocarse por debajo de nadie dado que era un fraile de vida integrísima al que, mientras rezaba, se le apareció San Agustín (a quien todos consideran el mejor de los teólogos y, junto a Tomás, ambos admirables por su majestad) diciéndole que era análogo a él en cuanto a gloria. El colocarlo por encima de todos, lo prueban diciendo que para demostrar la teología recurre a la lógica, la metafísica y toda la filosofía de la que los doctores más antiguos apenas conocían sus principios. Argumento escabroso y equívoco, en mi opinión, no solo por la dignidad del santo al cual rendimos honores, sino también porque son muchos los que están convencidos de que no se puede ser teólogo sin conocer los preceptos de los dialécticos, los metafísicos y otros filósofos. ¿Qué diré al respecto? ¿Sentiré miedo? ¿Recurriré a tergiversaciones? ¿Disimularé? Por el contrario, diré lo que pienso con el fin de que mi discurso y mi corazón no estén en discordancia. Y dado que si he subido hasta aquí no ha sido por mi voluntad, sino a instancias de los frailes, y no me parece lícito callar, no procederé de manera que nadie pueda pensar que he mentido conscientemente. Yo encomio sobremanera la eximia sutileza expresiva de Santo Tomás, admiro su diligencia, me quedo estupefacto ante la riqueza, variedad y perfección de sus doctrinas. Y añado (aunque haya quien decline atribuírselo) que algunos recuerdan que dijo no haber leído nunca un libro sin entenderlo fácilmente, y esto no creo que le haya sucedido en nuestros días a ningún médico, filósofo, jurista experto en derecho civil, orador especializado en el estudio de la antigüedad o en cualquier otro arte o ciencia. Sin embargo, yo no admiro tanto estas cosas, la llamada metafísica, y los modos de significar y otras materias por el estilo, que los teólogos de nuestros días consideran como una novena esfera recién descubierta o admiran como los epiciclos de los planetas, ni creo que tenga demasiada importancia si se conocen o no: es más, tal vez sean lastres que sería mejor ignorar pues impiden el conocimiento de cosas mejores. No voy a aportar argumentos para explicarme, aunque podría hacerlo, sino que me limitaré a citar a los teólogos antiguos: Cipriano, Lactancio, Hilario, Ambrosio, Jerónimo, Agustín, quienes no solo no abordaron estos aspectos en sus libros, sino que ni siquiera los mencionaron. ¿Tal vez por ignorancia? ¿Y cómo habría podido ser así? Si estas materias tienen un fundamento en nuestra lengua, los escritos de estos Padres fueron latinísimos, mientras que todos los modernos son prácticamente bárbaros; si en la griega, ellos conocieron ese idioma, mientras que éstos lo ignoran. ¿Por qué, pues, no los trataron? Porque no lo hicieron y, quizás, porque era preciso ignorarlos, y ello por dos razones; una, en las propias cosas, la otra, en las palabras. En las cosas, porque les pareció que no contribuían a la ciencia de la divinidad. Así pensaron también los teólogos griegos (Basilio, Gregorio, Juan Cristóstomo y otros contemporáneos suyos), quienes estimaron que no se debían mezclar las doctrinas sagradas con las añagazas de los dialécticos ni con los ambages metafísicos ni las futilidades de los modos del significar. Tampoco fundaron sobre la filosofía sus tratados, pues habían leído a San Pablo exclamar: “non per philosophiam et inanem fallaciam” (9), y sabemos que él mismo fue fiel a esta afirmación. ¿Qué hay, pues, de indudable, de cierto, en la filosofía (no hablo ya de la racional, toda compuesta de palabras, de la cual ya he hablado y hablaré, sino de la moral y natural) si no aquello que los médicos y otros imitaron de la filosofía natural? En cuanto a las palabras ˗dado que hay diferencias entre la situación de la lengua griega y de la latina, y esto nos llevaría a prolijas discusiones que ahora no vienen a cuento˗, me limitaré a decir que los doctores latinos de la Iglesia se cuidaron muy mucho de utilizar unos vocablos que ellos nunca habían visto que empleasen los autores latinos, es decir, los maestros de su propia lengua, doctísimos en las letras griegas: ente, entidad, esencia, identidad, realidad, ser propio, así como esos conceptos con los cuales se refieren al ser ampliado, diviso, compuesto y similares. En consecuencia, ellos consideraron que estas cosas, en gran parte fútiles, no iban a ser tratadas, o incluso era preciso ignorarlas para no descuidar otras más importantes. No digo esto para tener en menos a los teólogos contemporáneos (¿para qué querría yo menospreciar la época en la que vivo?), sino para defender a los antiguos injustamente devaluados y reprobados, que no teologizaron de esta manera, sino que optaron por imitar fielmente al apóstol Pablo, príncipe de todos los teólogos y maestro en el teologizar. Su estilo, su fuerza, su majestad son tales, que las frases que en otros (incluidos otros apóstoles) resultan banales, en él son elevadas; aquellas que en otros parecen estáticas, en él se mueven y combaten; las que en otros en otros apenas relucen, en él parecen resplandecer y arder, con lo cual me parece muy pertinente representarle con una espada en la mano como símbolo de la palabra de Dios. Esta es la auténtica teología y, como se ha dicho, la legítima; esta es la verdadera ley de la expresión y de la escritura; y aquellos que la aplican, siguen sin duda el mejor estilo de elocuencia y de teología. Por ello, no hay razón para que los nuevos teólogos devalúen a los antiguos, auténticos discípulos de Pablo, por el hecho de que no hayan mezclado la filosofía con la teología, o para que coloquen a Tomás por encima de ellos. ¿Con quién, pues, lo compararemos? No me atrevería a equipararlo a todos, pero sí que lo antepondría sin dudarlo a los que voy a enumerar uno a uno, para que no parezca asunto de poca monta. Antepongo a Tomás a Juan Casiano, al que dicen que San Domingo solía leer como a su óptimo maestro. Lo antepongo a Anselmo, escritor agudísimo y doctísimo. Lo antepongo a Bernardo, doctor erudito, suave, elocuente, sublime. Lo antepongo a Remigio, el hombre más docto de su época. Lo antepongo a Beda, el más docto de todos ellos. Lo antepongo a Isidoro, considerado por sus admiradores como no inferior a nadie. ¿Y qué decir del Maestro de las Sentencias, y de Graciano, que pueden ser calificados como diligentes compiladores más que como autores? Lo antepongo también, aunque pertenezcan al grupo de los teólogos modernos, a todos los frailes, ya sean de esta orden o de otra: a Alberto Magno, a Egidio, a Alejandro de Hales, a Buenaventura, a Juan Escoto y a los demás, a su juicio tan grandes como para sentirse molestos si se les compara con los antiguos. Lo antepongo también a Lactancio y a Boecio, al menos en su dimensión teológica, porque en las demás no es cuestión de establecer comparaciones. Y lo mismo digo de Cipriano. Añado además, aunque un poco a desgana, a Hilario. De hecho, ¿qué puede encontrarse más santo, más docto, más elocuente que sus escritos? ¿No basta todo esto? ¡Qué dignos de alabanza, y qué numerosos son los que acabo de anteponerles a Tomás! ¿Pondremos acaso en cuestión a esos cuatro, superiores a todos, y casi nuevos evangelistas, y excluiremos a alguno del cuarteto para poner a Tomás en su lugar? No sé a cuál preferiría a los demás, dado que cualquiera de ellos posee una personalidad admirable. Si bien Agustín suele colocarse en primer lugar, porque abordó cuestiones de teología, y en muchos aspectos debe anteponerse a todos, en cualquier caso si se comparan algunos de sus escritos con los de Ambrosio, los de este no deberían ser considerados inferiores. Menos aún los de Jerónimo, quien no desmerece en absoluto en genio comparado con Agustín, e incluso se le puede tener por superior en cuanto a doctrina, de manera que podríamos comparar a Agustín con el mar Mediterráneo y a Jerónimo con el océano, tan poco lo navegamos hoy. Gregorio resulta, sin duda, muy inferior a ambos en cuanto a erudición, pero análogo en cuanto a seriedad y diligencia, aparte de que su discurso está tan preñado de suavidad y santidad, que parece ser la obra de un ángel. Más bien los compararía con otros autores griegos: a Ambrosio con Basilio, con el cual tengo entendido que coincidió; a Jerónimo con Gregorio de Nacianzo, de quien se dice que fue oyente y discípulo; a Gregorio con Dionisio Areopagita, pues por lo que sé es el primero de los tres latinos de los que hizo mención. De hecho, aquellos a los que he aludido antes, y no solo los latinos sino también los griegos, ignoraron a Dionisio. Casi a su altura está Juan Damasceno, autor tan celebérrimo entre los griegos como Tomás entre nosotros: con todo derecho, pues, podríamos unirlos a ambos, con mayor motivo si tenemos en cuenta que el primero también escribió sobre lógica y metafísica. Así, obtenemos cinco parejas de príncipes de la teología que estarán ante el Trono y el Cordero junto a los veinticuatro Ancianos (10). Cantan de continuo ante Dios los escritores de materias sacras, la primera pareja, Basilio y Ambrosio, tocando la lira; la segunda, el Nacianceno y Jerónimo, la cítara; la tercera, Crisóstomo y Agustín, el salterio; la cuarta, Dionisio y Gregorio, el aulos; la quinta, el Damasceno y Tomás, el címbalo. No será absurdo que sean cinco mientras que los primeros eran cuatro (porque para los músicos hay cinco tetracordios, no cuatro) (11) y que Tomás toque el címbalo. De hecho, como su nombre significa “geminus”, gemelo, y él mismo se complacía con el doble sonido, el de la teología y el de la filosofía, igualmente el cémbalo está compuesto por un instrumento doble que desprende un canto bello, ameno, bien ritmado. Así también es el canto de los libros de Tomás, de modo que su armonía deleita a los hombres píos que lo leen y de los ángeles santos que ahora lo escuchan. Delante de Dios, junto con los demás doctores santos, canta y toca sin cesar, alabando de continuo al cordero de Dios o implorando para que nosotros, los mortales, tengamos la suerte de alcanzar la meta a la que ellos han llegado. Y que nos lo conceda Aquel que vive bendito por los siglos de los siglos. Amén.
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NOTAS
(1) Cayo Salustio Crispo, La conjuración de Catilina: “La ayuda de los dioses no se alcanza con los votos y las plegarias de las mujeres”, 52, 29. Introducción, traducción y notas de Bartolomé Segura Ramos. Madrid, Gredos, 1997, pág. 124. Cfr.: “¿Les queda otra cosa a los que son hombres sino acabar con la injusticia o morir dando muestras de valor? Puesto que ciertamente la naturaleza establece un único fin para todos, incluso los cercados por el hierro, y nadie espera el final inevitable sin intentar algo, a no ser que tenga carácter de mujer”. Ibíd., Fragmentos de las “Historias”, libro I, 55, 16. pág. 274.
(2) Pedro de Verona (Verona, 29 de junio de 1205-Barlassina, 6 de abril de 1252), conocido también como san Pedro Mártir, fue un religioso dominico y sacerdote, miembro del Tribunal del Santo Oficio y mártir italiano. Se le considera el protomártir de la orden dominica.
(3) Thomas Becket (Londres, 21 de diciembre de 1118-Canterbury, 29 de diciembre de 1170) fue un noble, político y religioso católico inglés, arzobispo de Canterbury entre 1162 y 1170, y lord canciller del Reino de Inglaterra.
(4) Estas consideraciones etimológicas acerca del nombre de Tomás se basan en la Leyenda de Santo Tomás de Aquino que figura en la Leyenda dorada (capítulo CCXIV): “La palabra Tomás significa varias cosas, entre otras, éstas: abismo, gemelo, separado, señalado y perfecto. Abismo, y abismo insondable fue el doctor santo Tomás por la profundidad de su ciencia y de su sabiduría”. Traducción de Fray José Manuel Macías. Madrid, Alianza Editorial, 1982, tomo II, pág. 929.
(5) “Antes de darle fin, la estrella de la tarde cerrando el cielo enterraría el día”. Virgilio, Eneida, libro I, vv. 373-374. Traducción y notas de Javier de Echave-Sustaeta. Madrid, Gredos, 1992, pág. 151.
(6) Vid. supra, nota 4.
(7) Se refiere, claro está, a Santo Domingo de Guzmán (Caleruega, 1170-Bolonia, 1221), religioso español fundador de la orden de los predicadores, también conocida como orden dominicana o de los dominicos, a la que perteneció Santo Tomás de Aquino.
(8) El nombre de Héspero, la personificación del lucero vespertino, es identificado a veces con el de su hermano, la personificación del lucero del alba, Eósforo (Ἐωσφόρος, ‘portador del amanecer’) o Fósforo (Φωσφόρος, ‘portador de la luz’, traducido a menudo como «Lucifer» o «Lucífero» en latín), ya que ambos son personificaciones del mismo planeta, Venus.
(9) “Mirad que nadie os esclavice mediante la vana falacia de una filosofía, fundada en tradiciones humanas, según los elementos del mundo y no según Cristo” (Colosenses 2:8).
(10) Apocalipsis 4:10.
(11) En música, existen cuatro tetracordios principales, que se desprenden de los modos de la escala mayor. Estos tetracordios son: jónico, dórico, frigio y lidio, los cuales se desprenden del primer tetracordio de cada uno de los cuatro primeros modos, de los que toman su nombre.