Según el pie de imprenta, esta edición de De contemptu Mundi de Jerónimo Savonarola cuya traducción publicamos, salió de los talleres de la Imprenta Kelmscott de William Morris en 1894, y actualmente está disponible en internet en formato pdf. Fue la primera que reproduce el manuscrito conservado en el monasterio de San Domenico del Maglio, en Florencia, desamortizado en 1866 por orden del gobierno italiano. Se hizo una tirada limitada a 150 ejemplares en papel, y seis en pergamino. Según indicación del editor en apéndice final, se traslada el original palabra por palabra (aunque obviando las abreviaturas y completando algunas lagunas, las cuales aparecen destacadas en tinta roja en dicha edición inglesa, pero no en nuestra versión) a partir de la edición publicada por el Padre Vincenzo Marchesi en 1850, a partir de una copia antigua de la carta original. Se trata de una epístola que escribió Savonarola a su madre, Elena Buonaccorsi, con motivo de la muerte de su tío, hermano de ella. Gráficamente, la edición se atiene al estilo decorativo victoriano, inspirado en los manuscritos iluminados medievales, con profusión de marcos de intrincada ornamentación floral.
José Luis Trullo
De Contemptu Mundi
Honorabilísima y amantísima madre, la paz y el consuelo divinos sean con vos. Habiéndome enterado de la muerte de vuestro hermano Barba Borso, empecé a pensar para mis adentros cuál sea la providencia de Dios respecto a nuestra casa, puesto que cuanto más Le ruego y Le rezo, tanto más cada día la golpea. Y ciertamente yo agradezco al sapientísimo y benignísimo creador y redentor de nuestras almas porque nos beneficia de un modo mejor del que podremos pensar y rogar nosotros. Caigo entonces en la cuenta de que mis oraciones han sido escuchadas de un modo que yo no creía, y que al rezar yo por la salvación de vuestra alma la veo aproximarse a vos si sabéis aproximarla a la recíproca. Sin embargo, al hallarse nuestra alma ligada a las cosas terrenales, tanto más se aleja de su eterno fin. Por estos medios, pues, Dios os demuestra a las claras que las esperanzas humanas son ciegas y falsas, de modo que, golpeándoos con frecuencia para que despertéis del grave sueño en el que habéis estado sumida durante mucho tiempo, dirijáis vuestra atención hacia las materias celestiales. Estas, madre mía, son voces potentísimas del Cielo que se clavan en vuestro corazón con el propósito de privaros del afecto por las cosas terrenales y caducas, e invitaros al amor por Jesucristo. Creedme, madre y hermanas y hermanos míos, queridos todos, que Jesús clementísimo, nuestro Salvador, se dirige a vosotros gritando: “¡Venid a mi reino, abandonan ese mundo plagado de maldad e iniquidad!”. Y como os halla dormida, Él, deseando vuestra salvación, os golpea para despertaros. Abrid, pues, los ojos, no os mostréis ingrata, y considerad si, desde el principio del mundo, algún siervo de Dios havivido sin tentación, persecución y tribulación. Dios flagela a sus hijuelos para que no busquen la esperanza en la tierra: les corta todo apego, toda raíz, toda confianza, de modo que, al verse abandonados en el mundo, y careciendo de cualquier otro recurso, se arrojen en sus brazos. ¡Oh, buen Dios; oh, infinita misericordia; oh, inestimable caridad de quien viene detrás nuestro como si tuviera necesidad de nosotros! Señaladme, os ruego, el caso de un rico que, cubierto de gloria en un mundo al que sonríe esta época perversa, al que beneficia este siglo exaltado y soberbio, sirva a Dios con todo su corazón. ¿Acaso no sabéis que Jesucristo no puede mentir? Eso sí, Él nos advierte de que es muy difícil, y casi imposible, que el hombre rico se salve, y por eso bendijo a los pobres de espíritu. ¿No veis cómo va el mundo en nuestros días? Si esperáis que os trate como él os trata, al caer él lo haréis también vos. Quien espera en Dios nunca será abandonado porque no busca nada de este mundo, sino la vida eterna a la cual se accede después de muchas tribulaciones. Sobre este tema no hace falta extenderse, pues nos lo enseñan nuestros muertos.
¿Qué valor tiene el reunirse, el vivir espléndidamente, el vestirse bien, los honores, la gloria y la delectación presente cuando se poseen durante tan breve tiempo? Un joven, bello y fresco y sano, devoto de Santa Liberata, aquí, en Florencia, murió de repente ante el estupor de todo el mundo. Lo mismo le ocurrió a una joven cantante, que suscitaba una gran admiración de toda Florencia por su canto y la dulzura de su voz, la cual superaba la de cualquier otra: murió durante el parto entre grandes afanes, soportando la pena de su pecado no sin gran dolor de los florentinos; nada de esto le habría ocurrido de seguir el camino que una vez le mostré. ¿Qué beneficio sacaron todos ellos de tantos placeres? ¿Dónde quedaron las melodías? ¿Dónde, las delicadas viandas? ¿No veis como todas las cosas pasan como el viento?
Por todo ello es preciso responder a Dios, que nos llama, y poner en él nuestro corazón. Busquémosle a Él, amémosle a Él, sigámosle a Él y no nos faltará nada de lo necesario para la vida presente; hagamos lo que podamos confiándonos a Él y no nos abandonará, porque nos dice “non te deseram, neque derelinquam” (1). Si vos decís que es vergonzoso ser pobre, yo os respondo que nadie se debe avergonzar de parecerse a Jesucristo y a la Virgen María. ¿Dónde está la fe? ¿Qué estamos haciendo, si no creemos en la gloria, inmensa, inefable y eterna que promete Dios a sus amantes, así como en las horribles penas del infierno, siendo necesario decantarnos por uno de las dos? ¿Por qué no tratamos de rehuir el infierno y encaminarnos hacia el paraíso? En esta vida no nos demoraremos mucho tiempo, pero la otra no tendrá fin; ¿qué provecho sacamos esforzándonos en vano? ¿Nos compensa gozar una hora pero sufrir tormento eterno? Mejor es tolerar pacientemente las tribulaciones, que no serán muy duraderas, a cambio de poder gozar de una paz y un deleite eternos, de un triunfo sin final. Acordaos de los mártires del pasado: ¿dónde están ahora sus pasiones, sus tormentos, las angustias que sufrieron, bastante mayores que las que sufrís vos? Os lo diré: ya pasaron, y ellos están en la gloria, de la cual gozarán por siempre, mientras que los tiranos que les persiguieron sufren eterno suplicio sin esperanza de ser liberados jamás.
¡Ay, madre de mi corazón! Si con toda la sustancia de nuestro corazón pensásemos y cavilásemos íntimamente, y creyéramos sin sombra de duda que en la tierra somos peregrinos y que nos dirigimos, o bien hacia el Cielo, o bien hacia el infierno, no sentiríamos estima por el mundo, ni por sus riquezas y placeres, ni tampoco por sus tribulaciones. Sin embargo, hoy en día los hombres están ciegos y no piensan en ello, sino en edificar donde no pueden permanecer. ¡Oh, míseros y necios mortales, que habéis recibido tantas promesas de Dios si acatáis sus mandamientos, y tantas penas si no los observáis, y por experiencia sabéis que no podréis habitar durante mucho tiempo en este mundo, y no pensáis en otra cosa (¡oh, miserable condición la nuestra!) que en las cosas presentes, apagada toda caridad, extinta toda virtud! La viva fe no se duele si no del pecado, no llora si no las ofensas a Dios. La sólida fe no teme las tribulaciones, no se apesadumbre ante la muerte. Esta virtud fue la que propició que en los tormentos los mártires se mostrasen serenos. Pero, comoquiera que hoy en día nosotros no tenemos fe, buscamos este mundo, y despreciamos la otra vida, de manera que cuando nos vemos privados de los bienes materiales, o de los parientes y los amigos, nos dolemos más que si perdemos la gracia de Dios por culpa del pecado. De la vida buena se suele decir que todos alaban y exaltan las virtudes, pero pocos las siguen.
¿Y qué diré, pues? Durante mucho tiempo me extendí ante vos en discursos parecidos, invitándoos y animándoos a amar a Jesucristo, y ahora abro mi boca y mis entrañas para ser colaborador de Dios, que os llama: daos entera a Él, recurrid a Él en vuestras tribulaciones y agradecedle a Él toda cosa, con mayor motivo si se digna de llamaros con Él, y no mostréis aprecio hacia las cosas de este mundo, sino atended únicamente a purificar vuestra conciencia, preparándoos para la muerte. Y si os acaece algo que no os agrade, encomendaos a Él, armaos de paciencia y no os sintáis ofendida de ninguna manera. Si permanecéis firme, creedme que la tribulación no logrará contristaros ni mucho ni poco. No os olvidéis tampoco de vuestras hijitas: obrad de manera que sean buenas no según halaga el mundo, sino según agrada a Dios; que sean devotas, practiquen la oración, el ayuno y la santa predicación como esposas de Jesucristo. Y estaos segura de que Dios, cuando faltéis, cuidará de ellas, y las conducirá a un mejor fin del que ellas podrían demandar; y que no estén en un monasterio no obsta para que sirvan a Dios como esposas de Jesús.
Os ruego, pues, hermanas mías e hijitas espirituales, Beatriz y Clara, que os dediquéis totalmente a la oración, a dar la espalda a todas las vanidades, no solo en las obras sino también en los afectos; entregaos a la soledad, a las lecciones santas y a la plegaria; no os preocupéis de compañía alguna, ni de ver o ser vistas: contemplad a Jesucristo y su Pasión, y su vida paso a paso; no viváis entre los hombres: consagrad vuestro corazón a Jesucristo, y Él os consolará más de lo que podéis imaginar. Si os aproximáis a Él con la conciencia limpia, experimentaréis goces celestiales, despreciaréis este mundo y tendréis a las demás mujeres por vanas e infelices. ¡Oh, qué delectación experimentaréis en la oración si mantenéis pura vuestra conciencia como esposas vírgenes de Jesucristo, a las cuales Él ama tiernamente. Manteneos, pues, unidas con vuestra madre a Jesucristo en la caridad y servidle a Él en la pobreza, y no dudéis que Él tiene su ojo puesto sobre vos, sin prestar atención a que una obre peor que las otras, sino que os esforcéis en hacerlo lo mejor posible. Dice San Pablo, o más bien el Espíritu Santo por boca de San Pablo, que quien se desposa no peca pero sufre tribulación, como muestra el ejemplo de nuestra madre. Pero quien no se desposa obra mejor, y será más feliz aquella santa que sirva de este modo a Dios, preservándose pura de mente y de cuerpo.
Así pues, ateneos a la vida santa y a la devoción, pues degustaréis la dulzura de Jesucristo, y yo os puedo asegurar que entonces os mofaréis de cualquier placer mundano. Si no he podido dar a escribir aquello que deseaba que tuvierais es porque me he visto obligado a entregar al escribano otras más necesarias y las vuestras se han visto postergadas, pero daré orden de que se proceda a ello. Vuelvo a vos ahora, madre mía, rogándoos que cuanto antes olvidéis este mundo y os atengáis a lo que os decía en una carta anterior, al invitaros a imaginar que yo ya he muerto, pues así os enamoraréis aún más de Jesús sin preocuparos de vuestros hijitos al no poder dedicaros a ellos. Yo querría que vuestra fe fuera tal, que pudieseis contemplar sin lágrimas cómo mueren y son martirizados, del mismo modo que aquella hebrea santísima, Santa Felicidad, ante la cual fueron crucificados y asesinados siete de sus hijos, no lloraba, sino que se sentía consolada ante la muerte. No hablo de este modo porque yo no desee confortaros, lo cual sería contrario a la caridad, sino para aminorar vuestra angustia en caso de que yo muriera. Tampoco me incomoda que me escribáis a menudo, aunque yo no os pueda corresponder con la misma frecuencia, menos aún cartas largas; baste deciros que es la quinta vez que vuelvo sobre esta, por culpa de las muchas tareas que me ocupan. En el nombre de Dios, escribidme, pues, siempre que queráis, y yo me esmeraré en brindaros respuesta, ya sea breve o larga. Yo diré misas por el alma de nuestro querido tío; vos confortad a nuestros hermanos, animadles a vivir bien y a perseverar en ello, y a nuestra tía Margarita decidle de mi parte que le acompaño en el sentimiento y que si concentra su vida en el amor hallará consuelo; si, en el mundo, por el contrario, solo afanes.
La paz y la caridad de Dios sea siempre con vos. Amén.
En Florencia, a 5 de diciembre de 1485.
Vuestro hijo, fray Jerónimo Savonarola.
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NOTA
(1) Hebreos 13, 5: “No te dejaré ni te abandonaré”.