La cuestión no es a dónde nos conducirá
la tecnología, sino a dónde queremos dirigirnos nosotros. No indaguemos qué
podemos, sino qué debemos hacer. No seamos esclavos de nadie, tampoco de la
tecnología. El nuevo periodo que abre el tercer milenio invita a retomar el
humanismo, una de las corrientes más valiosas de la tradición occidental,
síntesis granada del tronco judeocristiano y grecolatino. Urge volver al
hombre, dejar de lado las ideologías colectivistas de la Edad Contemporánea,
resolver tantas antinomias: religión o ciencia, fe o razón, Estado o Iglesia,
tradición o progreso, alma o cuerpo, razón o emociones, libertad o autoridad,
derecha o izquierda, letras o ciencias, naturaleza o cultura… Sustituyamos la o
de todas esas disyuntivas por una y, tratando de discernir las relaciones entre
unas y otras. Tendamos puentes entre las ciencias del espíritu y las de la
naturaleza, entre la libertad y la necesidad. El humanismo no ha dicho la
última palabra, pero supone una síntesis de dos mil años de historia, entre el
primer milenio antes de Cristo y el XVII de la era cristiana.
Detengamos la rueda del reduccionismo y trabajemos por la
integración. No apostamos por sincretismos postizos, desechamos los
particularismos y su absolutización. Recuperemos la fe en la razón, y las
razones de la fe cristiana y de otras tradiciones religiosas y
sapienciales. Una lectura atenta de los maestros del pasado bíblico y
grecolatino (Jerusalén, Atenas, Roma) y de los maestros del humanismo
renacentista supone una excelente propedéutica para pensar el presente y
dibujar un futuro más humano, en el que la tecnología asuma el rango
instrumental que le corresponde. No debe obligarse a creer en Dios, pero
tampoco prohibirse hablar de Él. No pensemos y actuemos solo como si Dios
no existiese; obremos también como si Dios existiera. En el siglo XVIII la
visión de la religión como desencadenante de violencia era una hipótesis
plausible. A comienzos del siglo XXI, sabemos que la violencia anida en el
hombre, y que el Estado, la Nación, la Raza o el Mercado no son revulsivos para
la barbarie de menor intensidad que la religión. Revoluciones sangrientas,
guerras mundiales, genocidios… son prueba de que el sueño de cierta Ilustración
de una sociedad pacífica en virtud de un indiferentismo religioso se ha
comprobado fatuo. De modo semejante a como las tradiciones religiosas pueden
elevar el punto de mira de la razón y la razón puede purificarlas, se precisa
que las ciencias, la política y el mercado se contrapesen con razones
filosóficas y poéticas. Eliminar al otro no es buen sistema para crear
diálogo. La razón o el Estado no pueden ser absolutos, pues no son menos
opresores que los agentes del Antiguo Régimen, por muy democráticos que sean
los cauces, los procedimientos.
Este libro ha presentado una serie de propuestas desde Cervantes y
otros autores clásicos para retomar el humanismo en la era digital. La
indiferenciación de saberes –básicos, aplicados, profesionales– no soluciona
los problemas. Despreciar la sabiduría en aras de la habilidad, convertir al
hombre en mera pieza productiva del Estado o del Mercado suponen
deshumanización: robotización, animalización o como queramos llamarla.
Esclavitud es quizás la palabra más verdadera.
El asombro ante el hombre y la mujer; la apertura a la
trascendencia; la conciencia de que somos un mundo abreviado, un microcosmos
que refleja el macrocosmos, son legados humanistas de valor perdurable. El
hombre es un ser en busca de sentido, y solo una visión humanista puede
satisfacer ese anhelo.
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(Este texto se incluye como "colofón" del libro del
autor, titulado Nuevo humanismo para la era digital, que publicará
en breve la editorial Dykinson).