Se ofrece, en traducción de José Luis Trullo, la versión española del texto de Eugene F. Rice, Jr. “The Renaissance Idea of Christian Antiquity; Humanist Patristic Scholarship”, incluido en Rabil, Albert (ed.), Renaissance humanism: foundations, forms, and legacy. Philadelphia, University of Pennsylvania Press, 1988. pp. 21-28. Las notas al pie se reproducen manteniendo los estilos del original, adaptando tan solo el nombre de las ciudades.
La expresión “Antigüedad cristiana” alude a la Iglesia primitiva y a la literatura escrita por autores cristianos durante los seis primeros siglos de nuestra era. Dado su contenido de santidad, erudición, conocimiento de las Escrituras, contenido teológico y antigüedad de estos autores, las generaciones posteriores les atribuyeron el nombre de “Padres” y “Doctores”: sancti antiqui patres, doctores defensoresque ecclesiae (los santos padres antiguos, maestros y defensores de la Iglesia). Entre los Padres griegos, los más destacados son Orígenes (c.185-c.254), Eusebio de Cesarea (c.260-c.340), Basilio Magno (c.330-c.379), Gregorio Nacianceno (329-389) y su hermano menor, Gregorio de Nisa (c.330-c.395), así como San Juan Crisóstomo (c.347-407). En Occidente, destacaron en fecha temprana cuatro autores latinos: San Ambrosio (c.339-397), San Jerónimo (c.345-420), San Agustín (354-430) y San Gregorio Magno (c.540-604); los autores medievales los pusieron a la altura de los cuatro Evangelistas, comparándolos con las cuatro orillas del río del Paraíso y calificándolos como “las bocas del Señor”. En 1295, el papa Bonifacio VIII ordenó que se les venerase con la misma solemnidad que a los Apóstoles.
Los humanistas del Renacimiento se lanzaron a la búsqueda de manuscritos de obras patrísticas en los monasterios más antiguos y las bibliotecas catedralicias de Italia y del norte de Europa, del mismo modo que se habían afanado en su caza de los clásicos paganos; y no dudaron en expresar su satisfacción al descubrir textos de los Padres “pudriéndose en una oscuridad mohosa, cubiertos de polvo y suciedad”, o “abandonados a la carcoma y las cucarachas”, como solían hallarlos, del mismo modo que lo habían hecho al exhumar obras poco conocidas de Plauto o de Tácito. Este entusiasmo no nos debería sorprender. No hubo ateos en el Renacimiento. Ningún humanista fue pagano. Desde el principio de la “resurrección de la Antigüedad”, el fervor por la literatura pagana antigua fue inseparable del que despertaba la literatura cristiana antigua. El descubrimiento, redescubrimiento y reevaluación de la Antigüedad cristiana formó parte integral del movimiento general de redescubrimiento y reevaluación del arte y de las letras antiguos.
El logro más importante y original de la erudición patrística humanista en el Renacimiento fue la reapropiación por parte del Occidente latino de la literatura griega de la Iglesia primitiva. La cronología de la recepción de la literatura pagana griega es bien conocida. Sorprende constatar que las obras maestras de la literatura griega que sobrevivió a la devastación del tiempo (Homero, los poetas líricos, los trágicos, Herodoto y Tucídides, Aristófanes, los matemáticos –con la excepción de Euclides–, los autores sobre medicina tardíos (Oribasio de Pérgamo y Pablo de Egina), los diálogos de Platón –salvo el Timeo–, la Poética de Aristóteles –el resto de sus obras mayores eran bien conocidas por los filósofos y teólogos del s. XIII–) no estuvieron a disposición del público lector hasta 1400, primero en traducción latina y luego en el original griego. Menos conocido es el hecho, igualmente importante, de la recepción de la literatura patrística griega, la cual siguió el mismo patrón: con la excepción de aquellas obras que ya habían sido volcadas al latín en la Antigüedad (especialmente, los tratados y comentarios de Orígenes y las Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, de Juan Crisóstomo), un puñado de obras traducidas en el siglo VI en el monasterio de Vivarium y otras pocas en la Edad Media (las más importante de ellas, el corpus atribuido de manera errónea a Dionisio el Areopagita, discípulo de San Pablo, aunque en realidad salidas de la mano de un autor sirio activo durante el siglo VI), el grueso de la misma sólo fue accesible a los intelectuales europeos durante los siglos XV y XVI, principalmente en Italia, gracias a los eruditos bizantinos que habían emigrado a Europa tras la caída de Constantinopla a manos de los otomanos.
La fortuna de los Padres latinos fue diferente. En términos generales, sus obras estuvieron disponibles y fueron admiradas, leídas y usadas a lo largo de la Edad Media, como cualquier registro de los manuscritos existentes en la época nos revela. Lo que caracteriza la reapropiación humanística de los Padres latinos no es tanto el hallazgo o el redescubrimiento de obras hasta entonces desconocidas o poco leídas, sino el que aquellas que habían merecido atención continuada fuesen sometidas a un juicio y a un sentido histórico inéditos hasta entonces. Los resultados iniciales de leer textos conocidos con nuevos ojos fueron principalmente tres: la identificación y eliminación de una gran número de obras espurias del catálogo de fuentes de referencia; el sometimiento a una investigación rigurosa de las leyendas que circulaban en torno a sus autores; y por último, la difusión de textos mejorados de sus obras en ediciones que se ajustaban a los principios filológicos recientemente implantados.
Lo que sucedió con San Jerónimo ilustra a la perfección este proceso. A finales del s. XIV el conocimiento de su vida estaba plagado de errores de hecho y la cronología de los mismos adolecía de desajustes e incongruencias graves. Circulaban numerosos comentarios, sermones y tratados falsamente atribuidos a su mano. Los hagiógrafos, por su parte, habían introducido en la narración de su biografía toda suerte de episodios de carácter apócrifo, los cuales habían acabado conociendo una prolongación duradera en el ámbito de la iconografía: es el caso de la anécdota del león herido y la del sombrero cardenalicio. Por otro lado, gozaban de amplia difusión numerosas cartas atribuidas falsamente a San Agustín. San Cirilo de Jerusalén y Eusebio de Cremona (presunto sucesor de San Jerónimo como abad del monasterio que este había fundado en Belén) exageraron sus virtudes y multiplicaron los milagros realizados por él y el poder de su nombre y de sus reliquias para así promover el ascenso del santo a máxima referencia de la Cristiandad, en igualdad de santidad y de gloria a Juan el Bautista. Hacia 1345 un profesor de derecho canónico de la Universidad de Bolonia escribió un libro en su honor que alcanzó tal repercusión, que dio lugar a un aumento de la devoción a él consagrada; dicho culto de religiosidad popular se expandió rápidamente por toda Italia y aun más allá, hasta Francia, Suiza, España, los Países Bajos y Alemania. Los devotos de este culto fundaron nuevas órdenes religiosas en Italia y en España bajo su égida. En pocas palabras, un respecto equilibrado y generalizado en torno al gran doctor de la Iglesia acabó metamorfoseándose en una veneración a la figura de un virtuoso ascético y milagrero. Es teniendo presente este panorama como trasfondo histórico previo como podemos captar mejor la originalidad y los principios de la erudición patrística del humanismo renacentista.
El estudioso de San Jerónimo más destacado entre los humanistas fue Erasmo de Rotterdam. Desde su primera juventud, había admirado su piedad, su erudición y el estilo de su latín. Más adelante, trabajó durante años en la preparación de la edición anotada de las cartas del santo, publicadas en 1516; como prefacio del segundo tomo, añadió un texto glosando su vida, de hecho, la primera biografía crítica del santo, para la redacción de la cual Erasmo aplicó un método filológico que suponía una ruptura con las prácticas observadas hasta entonces en este ámbito. Erasmo plantea sus principios críticos con una sencillez apabullante: así, estima que solo pueden aceptarse como fuentes las obras del propio Jerónimo o de sus contemporáneos, estableciendo un canon ajustado a este criterio severo y contrastado. Por ello, rechaza como apócrifas las cartas sobre el santo atribuidas a Eusebio de Cremona, San Agustín y San Cirilo de Jerusalén, utilizando para ello una hiriente ironía muy característica del roterdamés. Carga contra los responsables de estas falsificaciones acusándoles de ignorantes y de bárbaros, y de ser tan estúpidos como para privar a sus propias creaciones de cualquier plausibilidad y verosimilitud histórica. Todo ello se tradujo en la puesta en la picota del sombrero fabcardenalicio, de la virginidad del santo, de su conocimiento del hebreo, de sus austeridades más extremas, de sus milagros e incluso del lance con el león herido. En opinión de Erasmo, los milagros fueron pergeñados por los mixtificadores para embaucar al pueblo crédulo; para él, los santos deben ser representados como eran, en cuanto seres humanos, hombres y mujeres de carne y hueso en el mundo real; no deben ver emborronadas sus personalidades por ficciones convencionales o ser falsificadas con cuentos de cilicios, flagelos, hechos prodigiosos y vigilias increíbles. Debemos escribir sobre los santos con el espíritu de la piedad cristiana primitiva. “La verdad”, escribe, “posee una fuerza propia mucho más poderosa que la de cualquier ficción. Dejad a los que desean milagros que lean las auténticas obras de Jerónimo; estas son lo bastante maravillosas por sí mismas y contienen casi tantos milagros como sentencias”.
La tarea erasmisma sobre el propio texto de las cartas fue menos exitosa. Su extraordinario dominio del latín y su oído, sensible a los matices del estilo y los distintos registros de la lengua, produjo un reguero de éxitos filológicos: sus enmiendas conjeturales a pasajes corruptos aún son aceptadas hoy en día. Sin embargo, su método de trabajo adolecía de falta de sistematicidad y de exceso de premura; así, no sorprende que sus sucesores encontrasen en sus propuestas mucho material para la crítica. Mariano Vittori, un distinguido erudito y lingüista (escribió una gramática del etíope) emprendió la reedición de San Jerónimo a mediados del s. XVI; con la ayuda de monjes de Florencia, Bolonia, Roma, la abadía de Monte Casino y el convento de dominicos de Nápoles, colacionó veinte manuscritos de sus cartas con la edición de Erasmo de 1516. Se jactaba de estar en disposición de corregir o mejorar el texto del roterdamés en más de 1.500 pasajes distintos. En honor a la verdad, fue Erasmo quien sentó las bases, mientras que la tarea de filólogos como Vittori permitió forjar un método para devolver textos del pasado remoto a algo parecido a su integridad original; de este modo, la propia erudición filológica, con la ayuda indispensable de la imprenta, se convirtió en una empresa acumulativa de carácter cooperativo.
Leer a los Padres con nuevos ojos implicó, por supuesto, mucho más que hacerlo con una perspectiva histórica y una mayor enjundia crítica. Los humanistas les admiraban por motivos distintos a los de sus predecesores medievales, y a menudo los utilizaron con medios diferentes para propósitos originales. Las bases de su admiración mostró una variedad tan amplia, en sus necesidades y aspiraciones, como la propia literatura patrística. Todos los humanistas elogiaban a los Padres como hombres de letras, en la medida en que también fueron poetas, oradores y amigos de filósofos; también destacaron que compartían su ideal de elocuencia: “Para hacer un uso efectivo de lo que sabemos”, escribió Leonardo Bruni, “debemos añadir a nuestro conocimiento el poder de la expresión […] La excelencia literaria, si no va acompañada por un amplio acopio de hechos y verdades, es un logro estéril; por su parte, la información, por muy vasta que sea, si carece de gracia en su expresión, puede acabar pareciendo prescindible. Ahora bien, allí donde se aúnan ambas virtudes (amplitud de erudición y gracia en el estilo), podemos avistar las más altas cimas y merecer la fama más duradera” (1). Bruni enumera a renglón seguido a los autores antiguos que combinaron con éxito conocimiento y elocuencia: Platón, Aristóteles, Cicerón, Séneca, Agustín, Jerónimo y Lactancio, es decir, cuatro paganos y tres Padres de la Iglesia latina.
Hacia mediados de siglo XV, en su proemio al libro cuarto de sus Elegancias de la lengua latina, Lorenzo Valla arguyó, en defensa del estudio de la retórica clásica, que tantos los Padres griegos como los latinos (y cita a Jerónimo, Hilario, Ambrosio, Agustín, Lactancio, Basilio, Gregorio y Juan Crisóstomo) “vistieron las preciosas gemas de su discurso divino con el oro y la plata de la elocuencia”, incidiendo en que “nadie que ignore la elocuencia es plenamente merecedor de discurso acerca de teología” (2).
No solo fue la literatura patrística elocuente en sí misma y un modelo de unión entre estilo y contenido; el ejemplo de los Padres fue utilizado para justificar la lectura de los clásicos paganos y el establecimiento de un ciclo de estudios basado en ellos que, a finales del siglo XIV, recibió el nombre de studia humanitatis. Coluccio Salutati enfatizaba la dependencia de los Padres respecto a los poetas y oradores paganos por su elocuencia. Si Jerónimo no hubiese estudiado a los clásicos, no habría sido capaz de traducir la Biblia al latín; si Agustín hubiera ignorado a los poetas, especialmente a Virgilio, no habría podido defender a Cristo contra las falsas creencias de los gentiles con la elocuencia que lo hizo. Leonardo Bruni tradujo el tratado de San Basilio Ad adolescentes, una encendida defensa de la erudición secular, porque, según afirmó, “a través de la autoridad de dichos hombres deseo poner fin a la ignorante perversidad de quienes atacan a los studia humanitatis y los tildan como perfectamente aborrecibles” (3). Algunos eclesiásticos, escribió Aeneas Silvius, más tarde papa Pio II, nos mostraron que leer a los poetas corrompe la moral. Sin embargo, “los propios Padres, Jerónimo, Cipriano, Agustín, no dudaron en utilizar fragmentos de poesía pagana y aprobaron su estudio”. (4)
Un estudio minucioso de la erudición patrística de un humanista concreto (Zanobi Acciaiuoli, poeta florentino, fraile dominico y prefecto de la Biblioteca Vaticana durante el papado de León X) nos permite descubrir otras, a veces inesperadas, razones por las que los humanistas admiraban a los Padres, y qué uso hicieron de sus obras. Entre 1500 y 1519, Zanobi tradujo cuatro obras patrísticas del griego: la primera fue In Hieroclem, de Eusebio de Cesarea, un ataque contra un tal Hierocles, gobernador de Bitinia bajo Diocleciano. Hierocles había escrito un libro para demostrar que el neopitagórico Apolonia de Tiana, que había muerto a la edad de casi cien años durante el reinado de Nerva, fue un gran sabio, un hacedor de milagros y un exorcista tan poderoso como Jesucristo. La segunda obra traducida por Zanobi fue un comentario sobre el libro apócrifo del Eclesiástico, de Olimpiodoro, un diácono alejandrino que vivió en el siglo VI. Por último, tradujo dos obras de Teodoreto, obispo de Ciro, cerca de Antioquía, entre 423 y 466: un tratado Sobre la providencia y un texto titulado Un remedio contra las enfermedades paganas, o la verdad de los Evangelios probadas con la filosofía griega.
Ninguna de estas obras había sido traducida antes al latín, y Zanobi parece que las abordó a instancias de amigos suyos, o bien porque las descubriese durante sus estancias en las bibiotecas vaticanas y mediceas. Sin embargo, todas ellas tenían algo en común. Con la excepción parcial del comentario de Olimpiodoro, se trata de textos con un denso contenido filosófico (el Contra Hierocles, de Eusebio de Cesarea, por ejemplo, concluye con una larga y elocuente defensa de la libertad y la responsabilidad humanas); todas mencionan de manera abundante fuentes paganas, tanto literarias como religiosas y filosóficas, algunas de ellas especialmente valiosas por inencontrables en otros contextos: así, Teodoreto de Ciro, en su Curatio, cita más de cien filósofos, poetas e historiadores en casi 340 pasajes distintos. En opinión de Zanobi, todos ellos escriben de manera elocuente y elegante, lamentando de un modo insincero el no poder reflejarla en su propia traducción. Por último, todas ellas son apologías, es decir, su propósito es el de atacar al paganismo y defender la fe cristiana.
Zanobi enfatiza especialmente este último aspecto. Así, nos explica que si ha elegido estas obras para su traducción es porque son antídotos necesarios y útiles contra ciertos venenos intelectuales. “Hace unos años”, escribe en su prefacio a la Curatio de Teodoreto,
cuando la Vida de Apolonio de Tiana, de Filóstrato, fue publicada en latín, decidí traducir In Hieroclem, de Eusebio de Cesarea […] como antídoto contra el veneno de Filóstrato, para evitar que nadie sea engañado por esa historia legendaria y piense, como el pitagórico Hierocles, que Apolonio era de la misma talla que Jesucristo, pero también para que le reconozca como el impostor venenoso que en realidad fue. Oigo ahora que acaba de aparecer el texto griego de Platón [Zanobi se refiere a la edición de Marco Musuro y Aldo Manuzio, publicada en Venecia en 1513, la editio princeps de Platón], un filósofo cuya elocuencia es incomparable, pero algunas de cuyas doctrinas siempre han sido perniciosas para la Iglesia cristiana. En estas circunstancias, estimo de utilidad traducir este libro de Teodoreto al latín, pues muestra hasta qué punto las enseñanzas de Platón son contradictorias con las de muchos otros filósofos acerca de las materias más importantes, y qué vergonzosas son sus lecciones morales. Por ello, nuestros coetáneos deben aprender a evitar aquellos aspectos perniciosos de los filósofos y consagrarse con renovada piedad y ardor a leer la literatura sagrada. (5)
En breve, el propósito de Zanobi consistía en poner de manifiesto los errores del helenismo. De la mano de la Curatio de Teodoreto, trata de alertar a sus comtemporáneos contra ciertas nociones platónicas, como la de la comunidad de las esposas y la de la transmigración de las almas; asimismo, muestra que Sócrates, a quien se estimaba como “el mejor de los filósofos griegos”, en realidad era un hombre irascible y libidinoso que acudía al gimnasio para observar a los bellos muchachos, empinaba el codo con Aristófanes y Alcibíades, estaba casado con dos mujeres a la vez y frecuentaba los prostíbulos. Esperaba que el Contra Hierocles alertase al lector atento contra las diabólicas trampas ocultas tanto en su época como en el neopitagorismo antiguo. Igualmente, creía que Sobre la providencia, de Teodoreto, constituiría un antídoto contra Epicuro y Demócrito, “quienes decían que nuestras vidas estaban gobernadas por el azar y la fortuna en lugar de por la providencia”, así como contra la enseñanza aristotélica de que Dios se muestra indiferente respecto a lo que acontece en el mundo sublunar, una doctrina habitualmente sostenida por sus seguidores seculares en las universidades italianas de la época de Zanobi. De pasada, daba una palmadita en la espalda a los estoicos por sus más aceptables teorías acerca de la providencia, aunque al final defiende que solo los hebreos y los Padres cristianos conocieron y transmitieron la verdad: los primeros, a trabés de un cristal oscurecido, y los cristianos de uno claro y diáfano.
Por consiguiente, las obras patrísticas fueron admitidas y utilizadas porque constituían un repositorio de tesoros de nuevos hechos acerca de la historia y la sociedad antigua, así como de su filosofía y su religión, tanto pagana como cristiana, así como de citas procedentes de textos clásicos ya perdidos; aparte, brindaban argumentos excelentes para contraponer y refutar las doctrinas filosóficas paganas que contradecían la revelación cristiana. Al mismo tiempo, los humanistas encontraron en los Padres doctrinas filosóficas que parecían confirmar su propia visión de la naturaleza humana, por lo general de cariz optimista. Los Padres griegos, en términos generales, ponían un mayor énfasis en el libre albedrío que los teólogos de la tradición occidental; de hecho, cualquier que se proponga defender la capacidad de obrar del hombre, echará mano de los argumentos de la patrística griega. Los humanistas del Renacimiento, por su parte, tienden a enfatizar la libertad humana, lo cual encaja en su defensa del valor de la educación y en la centralidad que confieren a la filosofía moral en los studia humanitatis. No resulta en absoluto sorprendente, pues, que Erasmo apele a la autoridad de un Padre griego, Orígenes de Alejandría, cuando arremete contra Lutero en De libero arbitrio (1524).
Menos previsible es la influencia de varias obras de la patrística griega en el desarrollo de la idea de la dignidad del hombre. Algunos Padres orientales abordaron por extenso los temas del hombre como nexo entre el mundo material y el mundo espiritual, del macrocosmos y el microcosmos, del alma como sustancia espiritual separada del cuerpo y de la libertad de elección, todos ellos componentes constitutivos de la idea de dignitas hominis: que el hombre es un agente moral dotado de una amplia autonomía, el cual contiene en sí mismo un amplio abanico de posibilidades por desarrollar, desde rebajarse al nivel de una piedra o una bestia hasta alcanzar el rango de los ángeles, en función de si opta por el mal o por el bien. Este catálogo de ideas, formuladas entre finales del s. XV y principios del XVI, se nutre de sendas obras de Gregorio de Nisa y de Nemesio de Emesa, ambas tituladas Sobre la naturaleza del hombre. Hallamos un encendido encomio del hombre al final del primer capítulo del tratado de Nemesio, un pasaje que se deriva directamente del Comentario sobre el Génesis de Orígenes (del cual solo se conservan fragmentos), en el cual mezcla conceptos estrictamente cristianos con otros extraídos del Himno al hombre, de Posidonio (preservado parcialmente en el Sobre la naturaleza de los dioses, de Cicerón) para entroncar con una tradición que arranca con Antígona de Sófocles y se prolonga hasta la Oratio de Pico della Mirandola.
Las obras patrísticas también fueron utilizadas para fines más prácticos; por ejemplo, para inspirar a los monjes jóvenes, para refutar argumentos contra la vida monástica o para defender la superioridad de la castidad frente al matrimonio. Este es el caso de Ambrogio Traversari, general de la orden camaldulense y el humanista pionero en traducir del griego a los Padres griegos. En este ámbito, en 1434 le dedicó al papa Eugenio IV un tratago griego sobre la virginidad que creía obra de Basilio Magno: “Expuso la materia con tanta digilencia, describiendo y ensalzando la virginal castidad, con tanto recato postuló su salvaguarda, armándola y fortaleciéndola, que demostró su utilidad para detectar todas las trampas que nos tiende la tentación y así nos podamos proteger mejor. En mi opinión, nadie se ha ocupado con mayor diligencia de este materia”. (6) Otro motivo por el que Traversari se ocupó de la patrística fue mostrar cómo la Iglesia ortodoxa griega se hallaba en el error, especialmente en lo concerniente a la Procesión del Espíritu Santo. Así, cuando el cardenal Cesari empezó a preparar la causa latina antes del Concilio de Ferrara-Florencia, llamado para negociar la reunión entre las Iglesias griega y latina, pidió a Traversari que tradujese el Adversus Eunomium de Basilio porque creía que avalaría la posición latina en diversos aspectos de su doctrina, es decir: aspiraba a refutar a los ortodoxos con sus propias armas citando autoridades de la patrística griega. Este episodio anticipa el uso un tanto torticero de los Padres durante el siglo XVI, en el marco de las controversias teológicas partidistas que se vivieron en dicha centuria.
Aún más íntima fue la relación del estudio de la patrística en el curso de la reforma de la Iglesia. A lo largo del siglo XV, de manera creciente, y en el siglo XVI con carácter general, la Iglesia apostólica y patrística se erigió en un modelo para la Reforma, mientras que la propia Reforma debe ser vista como un esfuerzo para restaurar su imagen a su antigua sacralidad. Con frecuencia los humanistas apelaron a la Iglesia primitiva como paradigma histórico con el que calibrar el estado de la de su época, mientras al mismo tiempo lamentaban la decadencia de esta, los abusos en los distintos estamentos, la ignorancia y mundanidad de los clérigos, y la tibieza en la observancia de los votos monásticos. Opinaban que, si se aspiraba a reformar la Iglesia de los pies a la cabeza, se debía imitar el ejemplo de los nobles antiguos, los cuales no eran héroes sino apóstoles: es el caso de Antonio Abad, Jerónimo y Agustín, Basilio, Pacomio y Benito, quien estableció las reglas de la vida monástica.
Sin embargo, los humanistas admiraban a los Padres sobre todo porque encontraron en sus obras (o eso creían) un estilo normativo de piedad y sensibilidad religiosa, condensada en la frase de Petrarca docta pietas (piedad erudita, o culta). De hecho, esta es la fórmula que utilizan muchos de ellos para describir su programa religioso: la unión de la sabiduría y la piedad con la elocuencia. Es la razón por la que los humanistas recurrieron a los Padres como azote polémico con el que combatir a los escolásticos y teólogos profesionales en las facultades universitarias y seminarios eclesiásticos. Y es que no solo les tildaban de bárbaros por su estilo, incapaz de persuadir a las personas de la necesidad de amar a Dios y al prójimo, sino que además consideraban que sus vastos tratados, esas Summas en las que organizaban sus conocimientos, resultaban demasiado complejas y, al cabo, estériles para los propósitos evangélicos. Cuando los teólogos escolásticos (como era su costumbre) plantearon sus réplicas alambicadas, aduciendo autoridades sic et non y quaestiones probadas en disputas, subsumiéndolo todo en una síntesis de lógicas sutiles, se sintieron complacidos por su propio orgullo dialéctico que en nada servía a la fe; de hecho, en opinión de los humanistas estaban contaminando la teología con la filosofía profana. Estos, por su parte, se veían a sí mismos como paladines de la sencillez, como Hércules venciendo a la Hidra o Alejandro cortando de un certero sablazo el nudo gordiano. A la de los escolásticos oponían la “antigua y auténtica teología” de los Padres, de la que ellos mismos se consideraban continuadores, y a la que apreciaban por ser más pura, sencilla, personal y emotiva, más humilde y apegada a la Escritura, menos dirigida hacia un propósito presuntuoso de conocer a Dios en su totalidad que a un ánimo más humano de amarle con todo el corazón, preocupada por las lecciones morales y cercana a las fuentes de la verdad. Los escolásticos habían tratado de hacer de la teología una ciencia, en el sentido aristotélico, es decir, orientada a establecer un cuerpo sistemáticamente ordenado de verdades y conocimientos derivados de los principios, ciertos aunque indemostrables, de la Revelación. Este esfuerzo era objeto de ataques por parte de los humanistas, que lo consideraban errado, arrogante y peligroso, pues solo era capaz de producir un árido intelectualismo sofístico carente de dimensión emocional y que hacía oídos sordos al llamado evangélico a ejercer la caridad. La piedad elocuente y docta de los Padres, en contraste, no era una ciencia sino una sabiduría positiva, una retórica espiritual derivada de las páginas de las Sagradas Escrituras. La fe que los humanistas renacentistas atribuían a los Padres, de carácter evangélico y escritural, justificaba su propio aversión respecto al método escolástico, así como su insistencia en volver a las fuentes en sus lenguas originales; ello se plasma en sus propias obras exegéticas, donde ponen en práctica una piedad personal, cálida y elocuente unida a la probidad moral, una fe conscientemente cincelada para brindar una guía espiritual y práctica a la laicidad educada.
De hecho, los Padres no escribieron Summas. Como soldados de la verdad cristiana, optaron por redactar textos polémicos contra los herejes o bien comentarios sobre las Escrituras, haciendo accesible a los frágiles ojos de la mente humana la cegadora luz del texto sagrado. De este modo, nos acercamos a los Padres apesadumbrados por las cuitas mundanas, y les dejamos hambrientos y sedientos de las Escrituras. El cristianismo que demanda el corazón humano es la elocuencia que predica la Palabra de la Escritura, y no los sofisticados análisis de su doctrina. El amor es más importante que el conocimiento, la concordia que el debate, el acto virtuoso que la pulcritud de la creencia.
Por último, la corrección de los métodos patrísticos, así como la pureza y verdad de sus frutos teológicos, se debe al hecho de que se atuvieron a las técnicas de la crítica textual. Las Escrituras eran para ellos el centro, y los Padres hicieron grandes esfuerzos para captar su auténtico significado. Orígenes y Jerónimo habían leído la Biblia en su original hebreo y griego; desarrollaron técnicas críticas necesarias para mantener una transmisión no contaminada del texto sagrado, y enmendaron los pasajes corruptos confrontándolos con las fuentes originales. De este modo, la crítica bíblica de los Padres se erigió en un importante referente dentro del programa humanista: la llamada a volver a las fuentes, el conocimiento del griego y el hebreo y el examen crítico de la Vulgata (la traducción latina de la Biblia que suele leerse en la Iglesia occidental, debida en gran parte a San Jerónimo). Los humanistas italianos se mostraron poco interesados en el estudio crítico del texto de la Biblia, con la notable excepción de las Anotaciones al Nuevo Testamento, de Lorenzo Valla, publicadas por Erasmo y que espolearon al roterdamés a acometer su propio programa de estudios bíblicos, más ambicioso y exitoso. De este modo, Erasmo se convirtió en el modelo de erudito eminente en el siglo XVI, tanto en el ámbito católico como en el protestante.
Así pues, los Padres ofrecieron a los humanistas un visión cristiana de la Antigüedad, una elocuencia cristiana, una filosofía cristiana y una teología prístina, genuina y verdadera, donde se conjugan armónicamente la piedad y la sabiduría con la elocuencia. De este modo, se armonizaban las contradicciones entre el cristianismo y la cultura clásica, demostrando que dicho conciliación seguía siendo posible como lo fue en la época patrística, lo cual les resultaba del máximo interés por encontrarse ellos mismos en la misma encrucijada donde parecían oponerse un interés sincero por la Antigüedad pagana y un firme compromiso con los valores cristianos. Salutati lo expresó de un modo magnífico al final de su vida: “Los studia humanitatis y los studia divinitatis están tan interconectados, que la verdad y el completo conocimiento de uno no se puede dar sin el del otro”.(7)
NOTAS
(1) Leonardo Bruni Aretino, Humanistisch-philosopische Schriften, ed. H. Baron (Leipzig, 1928), 6-7, 19.
(2) In quartum librum Elegantiarum praefatio, ed. E. Garin, Prosatori latini del Quattrocento (Turín, 1976), 612-22.
(3) Bruni Schriften, ed. Baron, 99-100.
(4) Aeneae Silvii de liberorum educatione, ed. J. S. Nelson (Washington D.C., 1940), 176-77.
(5) Theodoriti Cyrensis episcopi de curatione Graecarum affectionum libri duodecim Zenobio Acciaolo interprete (París, 1519), sig. a, ij, v, Biblioteca Apostolica Vaticana, Ottob. lat, 1404, fols. lv-2.
(6) Stinger, Humanism and the Church Fathers, 170-207, 215-217.
(7) Epistolario di Coluccio Salutati, ed. F. Novati, 5 vols. (Roma, 1891-1911), 4: 184-85.