Que nada se sabe constituye una de las más singulares obras del pensamiento del Renacimiento. Al margen de las tradiciones vigentes en la Península, su autor, Francisco Sánchez (1550-1623), médico y filósofo, de familia de conversos exiliados, plantea lo largo de sus páginas el problema del conocimiento, sus posibilidades y límites en términos que, pese a su innegable filiación escéptica, anticipan gran parte de los temas propios de la filosofía moderna. Sus paralelismos con Montaigne y las anticipaciones de algunos de los planteamientos cartesianos, empiristas e, incluso, kantianos, hacen de esta obra una de las más representativas del clima intelectual en los años finales de la crisis renacentista y del nuevo rumbo que va a tomar el pensamiento occidental.
Reproducimos el pasaje que Sánchez dedica a combatir los métodos pedagógicos de su época, poniendo en la picota la confianza ciega en los "auctores" y abogando por el ejercicio del pensamiento crítico basado en la prudencia respecto a los argumentos meramente formales, no avalados por la experiencia. Se trata de la versión clásica que editó Marcelino Menéndez y Pelayo, sin que conste el autor de la traducción del original latino. La obra íntegra puede consultarse en este enlace.
Si el hombre es rico, trátase deliciosamente, dase a todos los gustos del sentido, engorda, se enerva, tórnase todo carnal, inepto para la contemplación y el estudio. Como el alma y el cuerpo -según dicen- solicitan siempre cosas contrarias, el rico tiende a desamparar el espíritu. Desde la niñez los padres no le consienten que se fatigue con el estudio y el trabajo, sino que todo se lo disponen para culto y regalo del cuerpo; únicamente celosos, y no siempre, de las costumbres, de la moral exterior, enseñan a sus hijos (como hacen la mayoría de los hombres por el impulso disculpable de la naturaleza) a cuidar la salud, acrecentar el caudal y todos los demás bienes que suelen hacer felices a las gentes vulgares, sin dejar resquicio ni vagar para el estudio de las letras y ciencias. Mas aunque los padres permitieran y desearan semejante estudio, ya se encargaran los hijos de rechazar aquellas trabajosas disciplinas, pues el cuerpo apetece el ocio y tiene al trabajo por enemigo mortal.
Las riquezas distraen el ánimo, los placeres le perturban, el mundo le seduce y engaña.
¡Bienaventurados aquellos y dignos de eterna admiración, que en el disfrute de los bienes del siglo, aciertan a abandonarle y a despreciar sus falsos y vanísimos tesoros para entregarse, pobres y libres, a la contemplación de las cosas! Pero almas de esta sublime condición son aves raras en el mundo. Los hombres abrazan la Ciencia para granjear aplauso, riqueza o dignidad, no por sí misma, por amor desinteresado y puro. Y de esta suerte cada cual trabaja mientras le urge para llegar al fin, no al fin de la ciencia, sino al de su ambición...
Los pobres, en cambio, corren a los estudios con triste principio, con medios adversos y también, casi siempre, con bastardo fin. Como es la necesidad la que les impulsa, una vez saciada, suele concluir la ciencia de los pobres, ya que no trabajaron sino para hurtarse a la pobreza.
De aquí la frase: «El ingenio vuela, mas la pobreza lo deprime.» Y aquella otra: «La bolsa llena hace al ingenio divino.» Y esotras de un poeta: «Hase primero de buscar el oro, que ya vendrán con él la fuerza y la sabiduría; sin Ceres y sin Baco se enfría Venus y también Minerva...»
«Los papagayos charlan y aprenden mejor después de beber vino: tal les sucede a muchos hombres.» Acerca de lo cual también se dijo: «Las copas llenas ¿a quién no hicieron elocuente?» Y añado yo: ¿a qué no obligan la sed y el hambre? No acabaríamos nunca si hubiésemos de contar las desventuradas proezas a que impulsa la triste necesidad...
A todo el que estudia no debe moverle otro fin que saber. Al necesitado, en cambio, no le mueve ese fin o sólo le mueve mientras evita su necesidad.
Así, quien sólo estudia por el vientre, cuando lo llena cierra los libros y se echa las ciencias a la espalda. El pobre, si no es apto para la contemplación de las cosas, no halla nunca deleite en el estudio; y si es apto, su propia indigencia le impide gustar esos manjares tan sutiles. ¿Hay algo más digno de compasión?
Y si todavía insistes en que el rico y el pobre son igualmente capaces para la austera investigación de la Verdad, yo quiero suponer que es así; pero ve cuántas dificultades se siguen.
Ambos han de ser instruídos desde los rudimentos, ya que nadie fué tan dichoso que saliera enseñado del vientre de su madre o lograse instruirse por sí mismo, sin necesidad de textos ni de aulas. Y ¡cuántas miserias en la instrucción y enseñanza de los jóvenes! ¡Cuán pocos lograron haber buenos maestros!
Unos por la poca retribución o por desidia, por enfermedad o pobreza, otros por envidia, temor o vanidad, por amor o por odio, por ineptitud o ignorancia, por todas estas y otras muchas cosas, esconden o desfiguran la verdad, si la conocieron alguna vez, y enseñan el error. ¿Qué mayor calamidad para un principiante? Bebido el error ya nunca se sacude su ponzoña, sobre todo si se bebió en la niñez y era insigne la autoridad del maestro.
De donde se dijo: A la vasija nueva dura el resabio de lo que se echó en ella.
Por esta razón Timoteo pactaba retribución sencilla con el principiante; mas a aquel que había aprendido con otro preceptor, pedía retribución doble, pues que era menester doble trabajo, uno para arrancar el error que había ya bebido y otro para sembrar la verdad.
De los errores en la enseñanza nacieron las sectas de los filósofos, y aquello de jurar en las palabras del maestro; el pasar los años disputando por cosas ociosas y peregrinas, unos para defenderlas, otros para negarlas; llenar volúmenes sobre entender al profesor; fingir nuevas e infinitas explicaciones, inteligencias y distinciones, las cuales no imaginó él ni aun en sueños.
Y aún hay doctores tan sandios que se jactan de poder defender todo lo que ha sido enseñado por éste o por aquel autor; dispónense para ello con argucias y bagatelas, de tal manera cubiertos y armados de enredos, que se parecen a los cazadores que acechan con redes y con falsos silbidos a los tordos. Enredados no pocas veces ellos mismos, no se pueden desenvolver, y así caen en la fosa que preparan a los demás, como el cazador de Esopo, que mientras acechaba a la paloma, fué mordido por la sierpe.
Tales también aquellos que usan de las máquinas de guerra (que llaman arcabuces) y mientras a disparar aplican el ojo a la mira para que salga recto el proyectil y ponen fuego a la pólvora, si está obstruída la máquina, experimentan el efecto contrario: que el tiro vuelve atrás y les atraviesa la cabeza.
Así estos falsos doctores mientras maquinan falacias, ellos mismos caen en las redes de su propia falsedad.
Unos pretenden recoger lo esencial de un asunto y hacen un epítome. Otros recorren tablas, capítulos, libros, que fueron confusamente escritos por otros. Éstos, al contrario, amplían, añaden, extienden, comentan y critican muchas cosas. Aquéllos se empeñan con supersticiosa y fatua piedad en conciliar a los disidentes y reducir a la paz a los beligerantes. Otros, al contrario, hacen enemigos a los que sienten lo mismo, al afirmar que escriben y entienden cosas diversas. Esotros afirman que tal obra es de aquél; sus adversarios pugnan por demostrar que la robó del cercado ajeno. Y en probar tales monsergas, ¿qué de argumentos no usan? ¿Qué no gritan? ¿Qué no claman? ¿Qué no torturan?
Si no bastan las pruebas falsas, emplean verdades reprobables, a saber, contumelias, invectivas y libelos.
Finalmente, no contentos aún, vienen a las armas, para que lo que la razón no pudo lo pueda la fuerza, a estilo militar.
Así, los que se dicen científicos se hacen brutos. Pues, ¿no es todo esto furor y demencia?
Los que presumen de investigar la naturaleza nada hacen sino disputar y absorber en minucias y simulacros toda su vida, como el perro, que, viendo en el agua la sombra de la carne que lleva en la boca, suelta la carne para asir la sombra en el agua, y como el toro, que, persiguiendo al lidiador, cogida su capa, se ensaña en el trapo, sin preocuparse del hombre.
Así los falsos investigadores de la naturaleza, que, a espaldas de la realidad, no saben sino repetir, como papagayos, lo que en los libros hallaron escrito, ignorantes seguramente de lo que dicen.
De tales entes hay una gran multitud en las ciencias; varones sinceros que investiguen la realidad en sí misma, muy pocos, y aun esos pocos varones son juzgados indoctos por los primeros y por el vulgo.
Y no es de extrañar.
Cada uno juzga a los demás por su propia condición.
Así, el docto juzga al docto y lo alaba, porque entiende lo que dice; el ignorante le desprecia, porque no le entiende, y levanta al necio, porque siente en necio; todo semejante goza con el semejante y rechaza al que no lo es.
¡Ay del mozo infeliz que beba en la turbia fuente de tan ruines preceptores!
Si estudia siempre bajo el mismo doctor, siempre errará, si erró una vez. Y su error será cada vez más profundo. Error pequeño en un principio es grande en el fin; dado un absurdo, síguense muchos. Y ¿quién hay que no yerre una vez? o ¿quién que yerre una sola vez? ¿no erramos casi siempre?
Y si el joven es enseñado por muchos maestros ¿no le será más fácil extraviarse y confundirse?
Pocos, a quienes amó el justo Júpiter y levantó el ardiente juicio a lo celestial, pudieron librarse de errores y poseer todos los caminos de la oscura selva. ¿Cómo, pues, no ha de perderse el miserable ingenio del principiante, distraído y desgarrado en las contiendas y tumultos de escuelas y maestros?
Este le inculca una doctrina; aquél se empeña en persuadir la contraria. Pues ¿quién ve que convengan dos en todas las cosas?
El mayor juicio de certidumbre de una verdad y, por tanto, también de alguna ciencia, es la concordancia de los doctores; pues la verdad es siempre concordante consigo misma. Al contrario, nada arguye más la incertidumbre de una ciencia que la diversidad de opiniones.
Basta advertir cuán común es esta diversidad en los doctores de cualquier ciencia, para colegir también cuán poca certidumbre hay en nuestros conocimientos.
Y así al débil novicio tráenle contrarios doctores en confusión y ambigüedad. Sin acertar adónde orientarse, inclínase a éste o aquél, según le parece; y con más frecuencia al que le engaña; pues éste es el que más grita, con el desenfado propio de los que sostienen sinrazones.
Ahí tienes al sabio.
Así, durante mucho tiempo, lucha en los oleajes de esta furiosa tempestad; las más de las veces toda la vida.
Y si nos acercamos al método de enseñanza, no habrá aquí menor dificultad, antes mayor, ya atiendasp a los que enseñan de viva voz, ya a los que enseñan por escrito. Pues tienen ambos las mismas viciosas maneras.
Cabalmente, por este lado, viénele al estudiante, o la mayor utilidad, si emplea buen método el doctor, o el más grave daño, si emplea un método perverso. Pues nada tiene en el enseñar tanta importancia como el método; el cual, por consiguiente, es tan vario para los hombres. Saber usar del método no es menos laborioso que útil, y no menos raro que necesario. ¡Cuán pocos maestros aciertan aquí!
Siendo, por ventura, el arte infinito, como ya dijimos, y la vida de todas las cosas harto breve, cuando es necesario medirla para enseñar o aprender, impone grandísimo cuidado. Medir lo infinito con lo finito y, lo que es más, comprenderlo; ¿no parece cosa inaccesible?
Así hay preceptor que se empeña en contraer el arte (al cual no le es posible producir la vida) y hace más largo el camino, más oscuro y difícil por la brevedad (pues hágome oscuro cuando me empeño en ser breve).
Hay otros que exponen difusamente, y hácense viejos en los primeros principios y nosotros con él. A éstos condenan los impacientes en el trabajo, los de agudo ingenio; porque inculcan con muchas palabras lo que ellos con pocas. En cambio, les alaban los morosos y rudos para quienes nada está jamás bastante explanado.
Y si alguno escribe con términos medios, es reprobado por todos, porque no es bastante breve y porque es más breve de lo justo. Pues el medio siempre es contrario a ambos extremos. Sólo es agradable a quienes también se gozan en el término medio, que suelen ser muy pocos y escogidos.
Hay quien habla castiza y hermosamente; hay quien de un modo áspero y rudo. Este escritor hurta los trabajos ajenos y los da como propios; repite aqueste íntegras sus páginas, olvidado de sí. Uno lo mezcla y lo confunde todo o lo deja como indiscutido e inédito. Tal otro es parlador y sofista; aquél, severo y grave; éste, agudo inventor de cosas nuevas; esotro, torpe repetidor de lo viejo.
¿Qué más diré? ¿Quién agradó nunca a todos? Ni aun la misma naturaleza. ¿Cuántos no se atrevieron a condenarla e increparla?
Tanta es la variedad de las cosas, que parece que la naturaleza juega en ellas y se regocija de nuestra confusión; que buscándola nosotros por aquí y por allí, teniéndola delante de los ojos, se burla y nos escarnece.
Y no sólo se advierte variedad en las cosas varias.
Un mismo hombre, ora quiere, ora rechaza; ya afirma una cosa, ya condena la misma; hoy profesa esto, de lo cual, si mañana le preguntas, no se acuerda ya ni quiere acordarse; en esta parte del globo florecen ahora las letras, y en el resto, hay omnímoda brutalidad; antes, aquí, lo eran todo las espadas; ahora no tienes otra cosa que libros... Hoy priva una opinión; Fulano es el doctor de moda: mañana será todo lo contrario...
Ejemplos de todas estas cosas verás si lees las historias; no obstante, traeré algún ejemplo singular.
¿Qué hubo más esplendoroso en letras que el antiguo Egipto y la antigua Grecia? ¿Qué más fértil en el culto de los dioses? ¿Dónde más ilustres varones, ya en cualesquiera ciencias, ya en las armas? Hogaño no hallarás allí museo ni ídolo ni varón insigne.
En Italia, en Francia, en España ni por sueño había entonces un doctor; lo eran todo Mercurio y Júpiter. Ahora siéntanse aquí las Musas, y habita Cristo entre nosotros.
Y en las Indias, ¿cuánta ignorancia no reinó hasta hoy? Ya, ahora, hácense poco a poco más religiosos, más agudos, más doctos que nosotros mismos.
¿Qué hará, pues, en tanta variedad de cosas el desdichado mozo? ¿A quién seguirá? ¿A quién creerá? ¿A éste?, ¿a aquél?, ¿a nadie?
Si se entrega a un solo maestro, hácese esclavo, no docto; defiende sus dogmas con cualquier razón y con cualquier injuria; hácese soldado que sigue a un capitán dondequiera que le lleve, para combatir por él; no se acuerda más de sí; perece con él.
De esta suerte nuestro joven y su ciencia perecen cuando se adhieren con pertinacia a un solo preceptor. Que no sin daño de la verdad puede uno jurar sobre las palabras del maestro.
Y si el estudiante cree igualmente a todos, o no cree a nadie, y pretende escoger de todos lo que mejor le parezca, ello es más libre, pero también más arduo, pues ¿qué juicio no necesita quien se empeña en dirimir pleitos de todos? Cada cual tiene en su favor razones y argumentos en apariencia inexpugnables, y no hay aquí sentencia posible sin riesgo de la verdad y del propio juez.
Así como en la guerra acontece que el arte y la astucia rinden a quien es superior en armas, en caballos y bríos, así el que busca la verdad y la defiende suele ser arrollado por el error, que es, no pocas veces, más agudo y sutil.
¡Cuántos, armados de su pérfida ciencia silogística, no tiñen de verdad el error y hacen que lo falso parezca verdadero y lo verdadero falso, hasta envolver en sus redes al más valeroso campeón! Y ¡cuántos, muy doctos, caen vencidos en la ingeniosa trampa de un silogismo falaz, más inermes aún que aquel ignorante que en presencia de un sofista charlatán, empeñado en persuadirle de que lo blanco es negro, respondió al sofista: Yo no entiendo tus razones porque no estudié como tú, pero por nada del mundo me harás creer que son iguales lo blanco y lo negro; arguye tú cuanto quisieres, que a mí me sobran para saber de colores estos dos ojos de mi cara!