José Luis Trullo.- La publicación de la primera traducción al español de La naturaleza del hombre, de Nemesio de Émesa, es una noticia de primera magnitud, no solo para los interesados en las peripecias históricas del humanismo occidental, sino para la cultura española en su conjunto, por cuanto se salda una deuda pendiente que, a estas alturas, resultaba ya escandalosa. Se trata de una obra clave para la comprensión de una tradición, la nuestra, que aúna de manera más o menos armónica (según las épocas y las latitudes) dos legados, el grecolatino y el judeocristiano, alumbrando una visión del hombre y su dignidad sin parangón. De hecho, es gracias a la savia que le infunde la patrística al tesoro de Grecia y Roma como éste alcanza su máxima elevación y profundidad, desde el momento en que los Padres se muestran capaces (de manera eminente, los latinos Agustín de Hipona y Jerónimo de Estridón, y los griegos Clemente de Alejandría, Gregorio de Nisa y Basilio el Grande, entre muchos otros) de dialogar, aun con las lógicas reservas, con lo mejor y más granado de ambas culturas: así es como se salvaron para la posteridad los “paganos” Platón y Aristóteles, Cicerón y Séneca, Virgilio y Ovidio, en quienes los Padres no dejaron de ver a sus propios hermanos, quizás aún no iluminados por completo, pero sí deseosos de serlo de un modo u otro, como lo corrobora su búsqueda afanosa del sentido último de la existencia humana. Este esfuerzo en el encuentro ˗que no hay que confundir con el sincretismo˗ lo retomarán con nuevos bríos los humanistas renacentistas, para los cuales resultaba inconcebible renunciar a aquellas obras que habían pergeñado los filósofos y los poetas de la Antigüedad, llegando hasta el extremo (en ciertos casos) de retorcer las genealogías históricas para acogerles en un gran abrazo universal: no otra cosa pretendían Marsilio Ficino, Giovanni Pico della Mirandola o Agostino Steuco cuando propusieron la existencia de una prisca theologia, incluso de una philosophia perennis donde los hombres de cualquier época podían reconocerse como miembros de una misma comunidad espiritual.
En este contexto, Nemesio de Émesa constituye uno de los pioneros en dicha tarea aunadora, pues plantea a finales del siglo IV un intento de síntesis fructífera entre los conceptos de la antrolopogía cristiana y aquellos que, en el ámbito de la metafísica, había planteado el Platón maduro, y en el de la psicología y la ética Aristóteles. De hecho, aunque con las inevitables incongruencias y algunas paradojas insalvables, el autor emplea con soltura y eficacia dichos conceptos, siempre con la vista puesta en demostrar, por la vía de los hechos, que el alma humana es única, y su naturaleza no depende de factores exógenos y cambiantes, sino que posee una identidad inmutable, más allá de sus obvias variaciones superficiales. Esta convicción, que en pleno siglo XXI está siendo impugnada por el resurgimiento de toda suerte de particularismos (de género, de raza, de orientación sexual y un largo etcétera) así como por un relativismo atroz y mostrenco, constituye el cimiento sobre el que se levanta el humanismo occidental: dinamitarlo supone privarle de su propio fundamento, devolviendo a la especie a un estado anterior al que había alcanzado, justamente, merced al descubrimiento de dicha identidad. No es extraño que, amputada de la misma, la humanidad se perciba al mismo nivel que cualquier animal (ya no importa pensar sino sentir, y ahí todos los seres son... intercambiables: las personas y las cucarachas sufren por igual), incluso como un amenaza para la propia vida sobre la tierra. ¡Qué caída vertical! El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, “magnum miraculum”, degradado al nivel de los insectos... ¡qué abominable abdicación! ¡Qué oprobio!
Por eso resulta tan salutífero y vivificador volver a las fuentes del humanismo, donde abrevar de nuevo el agua fresca de nuestra amenazada dignidad. Y La naturaleza del hombre es un magnífico capítulo en esta gloriosa historia de la humanidad en defensa de su excelencia. No en vano el libro incluye un conmovedor “encomio del hombre” (pp. 101-103) del cual vamos a reproducir un amplio pasaje, por cuanto, sin ser en absoluto original, sí recapitula y afianza los parámetros que van a manejarse a lo largo de la larga y fecunda tradición del humanismo occidental:
¿Quién podría maravillarse lo suficiente por la nobleza de este ser viviente, que une en sí lo inmortal con las realidades mortales y enlaza lo irracional con lo racional; que lleva en su propia naturaleza la imagen de la entera creación, por lo que es llamado, justamente, microcosmos; que ha sido juzgado digno de una especial providencia por parte de Dios; por quien existe todo lo que es, y todo lo que será; por quien Dios se ha hecho hombre; quien alcanza la incorruptibilidad, escapando de la condición mortal? Él reina sobre los cielos y, hecho a imagen y semejanza de Dios, vive con Cristo, es hijo de Dios y sobrepasa todo principado y potestad.
¿Quién podría enumerar los privilegios de tan singular creatura? Atraviesa los mares, penetra los cielos por medio de la contemplación, calcula con el pensamiento los movimientos, las distancias y las medidas de los astros, se beneficia de la tierra y de la mar, desprecia el furor de las bestias salvajes y el poderío de los monstruos marinos, dispone todo conocimiento, arte y método; por medio de las letras, él conversa, a pesar de la distancia, sin que el cuerpo sea un impedimento, con los que él desea; profetiza el futuro, gobierna todo, domina todo, de todo se sirve, conversa con los ángeles y con Dios, da órdenes a la entera creación, da órdenes a los demonios, escruta la naturaleza de los seres, colabora con Dios y llega a ser casa y templo de Dios: todo esto es adquirido gracias a las virtudes y a la piedad.
Este sí que es un antropocentrismo digno de elogio, y no el ilustrado, que por mucho que se jacte de liberar al hombre de las “cadenas de la religión”, en realidad le abajan al nivel de un ser más, desprovisto de alma, abocado a la mortalidad, irrelevante, intrascendente en suma. Y de esos polvos modernos, estos lodos posmodernos...
Pero no crea el lector asustadizo que La naturaleza del hombre es un texto estrictamente apologético; de hecho, su animosidad contra el epicureísmo, por ejemplo, no resulta más feroz que la que demostraron en su día los propios estoicos, y el libro además no se plantea como un arma de persuasión religiosa, sino como un auténtico tratado clásico, abarcador, descriptivo. De hecho, el propio Nemesio advierte que “este tratado no está dirigido solo para estos [i.e., los cristianos], sino para los Griegos” [sic]... Es en este bloque, que ocupa la parte central, donde hallaremos las categorías más amigables para con el corpus de la gentilidad: así, los capítulos 4 y 5 versan sobre “el cuerpo y los elementos” (acusando la influencia directa, como nos indica en la introducción Leonel Miranda, de Galeno), mientras que del 6 al 28 se ocupa de “las facultades físicas y corpóreas”. Los “aspectos éticos” y el “comportamiento humano” se analizan en los capítulos 29 al 34, reflexionando con especial fruición acerca de los márgenes en los que se mueve la decisión personal, lindando por un lado con lo deliberado y por otro con lo voluntario (que no son, por mucho que nos pueda parecer, lo mismo).
El último tramo del libro me resulta especialmente atractivo, pues arremete contra toda forma de determinismo (tanto astral como metafísico) para defender de manera decidida la libertad del hombre en cuanto ser racional, pues “Dios, nuestro Creador, nos ha hecho autónomos” (pág. 264). “¿De qué le serviría [al hombre] deliberar, si no es señor de ninguna acción” (pág. 266). De hecho, “en todos los hombres es infuso el conocimiento de lo que depende de nosotros” (pág. 267). “El ser dotado de razón debe estar dotado necesariamente de autonomía” (pág. 274), remata. ¡Qué maravillosa defensa de la dignidad humana, provista desde su origen de la capacidad de pensar y, por ello, de saberse libre! No era preciso esperar a que cesase la “oscura” Edad Media para que los más preclaros pensadores cristianos percibiesen al hombre como un ser esencialmente racional y, en cuanto tal, libre. De hecho, Calvino nació en el siglo XVI, y en nuestros días la genética y la neurociencia nos quieren convertir en meros juguetes en manos del ADN y las hormonas. ¡Pavorosa claudicación! Emanciparse del “yugo cristiano” para caer en las garras de la biología...
Advierte Nemesio de Émesa: “está en nuestro poder realizar acciones virtuosas o malas, elegirlas, movernos hacia una cosa o hacia otra y realizar aquello de lo cual podemos hacer igualmente lo contrario, ya que la elección precede a toda acción” (pág. 270). No somos víctimas de las circunstancias, ni presos del contexto en el que nacemos: nuestra libertad es “infusa”, y toda persona la percibe de manera natural; son las ideologías las que nos hacen creer lo contrario, para así erigirse en eficaces “exorcistas” de esas trabas fantasmagóricas que nos impidirían llegar a ser lo que somos. La antropología cristiana, en este caso patrística, por el contrario (y aquí Gregorio de Nisa constituye su epítome, en su tratado sobre La creación del hombre), defiende de manera radical la dignidad natural del hombre, dotado de autonomía y responsabilidad, pues quien puede pensar puede elegir, y quien puede elegir puede equivocarse, y pagar por ello: “Desde el momento en que hay quienes hacen las cosas con rectitud, es claro que los que no las hacen se equivocan voluntariamente” (pág. 271). “Somos malos por elección y no por naturaleza” (pág. 276). ¡Qué lejos queda de esta afirmación la ingenua tesis socrática de que erramos sólo por ignorancia! Incluso parece amenazada la tesis de que el pecado original nos inhabilita para obrar como es debido... lo que se nos antoja evidente es que, cuanto menos, sí pierde gran parte de su terribilità, tan cómoda por lo demás para disculparnos ante nuestra propia conciencia.
La majestuosa empresa de Nemesio de Émesa quedaría incompleta si se nos arrojase a la indigencia de una libertad abstracta, desamparada, alejada de Dios (el cual, a su vez, se vería peligrosamente degradado si, al modo epicúreo, se desentendiese de su criatura para entregarse a una oprobiosa ociosidad celeste). Por ello no ha de sorprendernos que los últimos capítulos del libro estén consagrados al tema de la providencia, a la cual ya ha advertido anteriormente que corresponde “asignar a cada cual lo que le conviene a cada uno” (pág. 258). Ahora bien, la providencia no se describe de manera totalitaria, impávida e incluso despersonalizadora, sino que “ella vigila sobre nosotros de muchas maneras diferentes” (pág. 280), pues “la providencia es, por un lado, común, y por otro particular” (pág. 271). La providencia resulta esencial en la delicada arquitectura del cosmos pues, de suprimirla, “la injusticia sería permitida a todos”, “se eliminarían asimismo la misericordia y el temor de Dios, y se descartarían con ello la virtud y la piedad” (pág. 280). Ante la perspectiva de que la libertad del hombre le permitiera homologar el bien y el mal en un plano metafísico (aunque no, por supuesto, moral), Nemesio advierte que “Dios es bueno, y si es bueno, es por consiguiente bienhechor, y si hace el bien, ejerce también la providencia” (pág. 281). La providencia se constituye entonces en la garantía de que la Creación no se vea abocada al abismo por la negligencia de esas criaturas peculiares que son las racionales: “A la creación pertenece hacer bien las cosas que llegan a existir; a la providencia, en cambio, cuidar bien todo lo que ha sido creado” (pág. 282). No, a Dios no le somos indiferentes, ni estima igual de respetable que, en cuanto autónomos, decidamos obrar mal: por el contrario, vela por nosotros con una paternidad amorosa, hasta el punto de que a cada persona concreta la reconoce “por la forma de su apariencia y por el timbre de la voz” (pág. 283). Para Dios, todos somos únicos, del mismo modo que una madre ama por igual a todos sus hijos. De ahí que la providencia sea universal y común, pero atenta a la diferencia de cada hombre, ese “animal versátil”: “es necesario que la providencia que se adapta a cada uno sea diversa, variada, dividida en muchos y extendida para que coincida con la incomprensibilidad de lo múltiple” (pág. 296). Así pues, Dios nos concede y acepta nuestra libertad pero no se desentiende de nosotros, del mismo modo que un progenitor asume que sus hijos son entes separados de él, pero no deja de amarlos y preocuparse por ellos. De este modo, se salvan tanto la autonomía personal (que debe ser moralmente gestionada para estar a la altura de su dignidad congénita) como la irrebasable tutela que Dios ejerce, y no puede dejar de ejercer, sobre sus criaturas, en un círculo virtuoso que arroba el corazón y eleva el ánimo.
Celebremos como merece la traducción de La naturaleza del hombre, de Nemesio de Émesa, por parte de una editorial, Ciudad Nueva, que tanto está haciendo por verter al español los textos fundamentales de la patrística, y con ello, incrementar el necesario conocimiento de nuestra propia identidad cultural, intelectual y espiritual, puesta en la picota por los nuevos bárbaros del siglo XXI.