Humanismo y tradición a la luz de la hermenéutica



Javier Recas.- Humanismo y tradición son conceptos de largo y noble recorrido, pero están lejos de ser transparentes, saturados por su enorme riqueza semántica y lastrados por avatares históricos que no siempre le fueron propicios. Hablar de humanismo es, necesariamente, hablar de tradición, a ella, a su relevancia y a su distorsión, están dedicadas las palabras que siguen. 

El concepto de tradición tiene en la actualidad una doble faz, una peyorativa, claramente despreciativa, y otra elogiosa. Por un lado, carga a sus espaldas con el estigma ilustrado de su antagonismo frente al progreso. Desde el siglo XVIII, y hoy es el sentido prevalente, el adjetivo “tradicional” se ha visto lastrado por una tendencia a asociarlo a lo rutinario, lo arcaico o lo atávico en contextos donde prevalece el dinamismo, la crítica, la experimentación o la novedad. Pero, por otra parte, la tradición tiene también un sentido positivo, una reserva de aprecio, cabría decir, cuando aludimos al acervo cultural de un pueblo o una época, a los logros de una civilización o de la propia historia en su conjunto, aquí, en este contexto, aparecen connotaciones de autenticidad, valor, fuente u origen. 

El análisis de la devaluación moderna del concepto de tradición nos lleva inexorablemente a tomar en consideración a una de las corrientes filosóficas contemporáneas más relevantes, la hermenéutica, y más específicamente a su gran referente H.G. Gadamer. En su ya clásico Verdad y método (1960), defendió explícitamente la rehabilitación de los conceptos de tradición, prejuicio y autoridad, fundamentales para poder aprehender el auténtico significado de toda comprensión. A lo que hay que añadir que, paralelamente, siempre mantuvo el propósito de una restauración de la olvidada tradición humanística y retórica.

La filosofía ilustrada se moldeó con la clara conciencia del advenimiento de una modernidad superadora de la superstición y la ignorancia, en la que la tradición aparecía como la solidificación histórica de estos males, como un prejuicio que erradicar en nombre de la nueva libertad y la racionalidad conquistadas. La tradición  dejó  de ser la  fuente  y punto  de partida de toda nuestra reflexión para transformarse en signo de oscurantismo. 

Cuando Inmanuel Kant en su ensayo ¿Qué es Ilustración? hizo célebre la clásica sentencia de Horario “Sapere aude”, no sólo resumía el espíritu Ilustrado en ese “atrévete a saber”, “ten el valor de usar tu propia razón”, había tras ello una velada concepción de la historia. Kant responde a la pregunta de su ensayo al comienzo del mismo: “La Ilustración es la salida del hombre de su propia minoría de edad”, de su incapacidad para servirse del entendimiento sin guiarse de otro. Ese otro, en gran medida, apunta a la tradición, porque en ella los prejuicios y las supersticiones han impedido al hombre “pensar por sí mismo”, lastrando con ello el progreso humano. Frente a estos lastres, la razón debe caminar sin rendir pleitesía a nada que ella misma no reconozca como verdadero. El sapere aude es por ello también una reivindicación de la historia como progreso, del paso de la oscuridad a la luz (a la ilustración), que no es sino liberación de las ataduras de la razón. No se encontrará una idea más identificable con la modernidad que la de progreso, invadió todos los ámbitos y fue asumida, de una u otra manera, por la inmensa mayoría de los autores, algunos de los cuales elaboraron cuadros de las distintas etapas de la historia hacia la cumbre del progreso y la razón: Turgot, Condorcet, Ferguson, … después Comte. En la medida en que la ciencia era la manifestación más elevada de la “arquitectónica de la razón”, para decirlo con Kant, aquella se convirtió en el paradigmáticamente del progreso. Si a ello unimos que la revolución industrial avalaba de manera medible ese progreso, percibimos con claridad el poder de esta vinculación de ciencia y progreso. 

Pero, si se mira con detenimiento, tras esta devaluación ilustrada de la tradición se esconde una evidente circularidad, en tanto hunde sus raíces también ella en la tradición, en este caso en la que percibe la historia como un progreso racional inexorable, porque, obviamente, no fue esta idea un invento ilustrado. Esta devaluación de la tradición obedecía, evidentemente, a los intereses filosóficos (y también políticos) del siglo XVIII, y en modo alguno deroga el enorme valor histórico-cultural de la Ilustración. Los grandes momentos históricos también pagan sus tributos. En todo caso, es evidente que no supieron ver en la tradición, (empezando por el propio Kant), un momento inexorable de nuestra pre-comprensión de las cosas, una condición de posibilidad y validez de todo otorgamiento de sentido. Desde esta perspectiva, la tradición (y lo mismo puede decirse del concepto de humanismo) no tiene que ver con la nostalgia de una época pasada, ni con la pretensión del mantenimiento de ciertas costumbres, sino con el reconocimiento de una verdad que hunde sus raíces más allá de la objetividad científica y que está en el mismo núcleo de nuestra condición de seres históricamente forjados. 

La suerte que corrió el concepto de tradición desde el XVIII fue también la de otras dos ideas íntimamente asociadas a él, las de prejuicio y autoridad. El juicio previo no se vio como un elemento inherente a la pre-comprensión, es decir, a las ideas previas que inevitablemente sustentan nuestro entendimiento, sino como juicio falso o juicio no fundamentado. A este resultado llegó la Ilustración en virtud de una falsa oposición excluyente entre autoridad y razón que ha calado en nuestra cultura. La clasificación ilustrada de los prejuicios (por precipitación y por autoridad), olvida el sentido positivo del juicio previo que, más allá de la necesidad de superar precipitaciones o argumentos de autoridad, se reconoce como reflexión históricamente mediada e inserta en el continuo de nuestra tradición.

Pero esta idea ilustrada del prejuicio como juicio falso también se vuelve ella misma prejuiciosa, en tanto está lastrada por las exigencias metodológicas de la ciencia natural asociadas a su ideal de progreso. “El prejuicio básico de la Ilustración -escribió Gadamer- es el prejuicio contra todo prejuicio, y con ello la desvirtuación de la tradición”. Por ello, esta reivindicación hermenéutica del concepto de prejuicio es la base de la rehabilitación de la tradición porque en nuestros prejuicios se revela la auténtica naturaleza histórica de la comprensión. Somos seres históricos no sólo porque tengamos memoria de los sucesos anteriores a nosotros, sino porque los llevamos dentro, los hemos integrado, y, partiendo de ellos, percibimos y construimos el presente. El siguiente texto de Gadamer resulta esclarecedor al respecto: “Mucho antes de que nosotros nos comprendamos a nosotros mismos en la reflexión, nos estamos comprendiendo ya de una manera autoevidente en la familia, la sociedad y el estado en que vivimos. La lente de la subjetividad es un espejo deformante. La autorreflexión del individuo no es más que una chispa en la corriente cerrada de la vida histórica. Por eso los prejuicios de un individuo son, mucho más que sus juicios, la realidad histórica de su ser”.

El otro concepto implicado e igualmente devaluado es el de autoridad. La Ilustración percibió una oposición abstracta entre autoridad y razón, una falsa oposición pues presupone la irracionalidad de toda autoridad. 

Nuestra visión actual del mundo está impregnada por la autoridad de lo trasmitido. Es un elemento de gran peso, aunque solemos pensar, con cierta ingenuidad, que sólo lo que aceptamos razonadamente tiene poder sobre nuestra acción y nuestra comprensión.  “Lo consagrado por la tradición y por el pasado -escribe Gadamer- posee una autoridad que se ha hecho anónima, y nuestro ser histórico y finito está determinado por el hecho de que la autoridad de lo trasmitido, y no sólo lo que se acepta razonadamente, tiene poder sobre nuestra acción y sobre nuestro comportamiento”. Y prosigue más adelante: “la tradición es esencialmente conservación, y como tal nunca deja de estar presente en los cambios históricos. Sin embargo, la conservación es un acto de la razón, aunque caracterizado por el hecho de no atraer la atención sobre sí. Esta es la razón de que sean las innovaciones, los nuevos planes, lo que aparece como única acción y resultado de la razón. Pero esto es sólo aparente”.

Tradición, prejuicio y autoridad, tienen algo en común: se entendieron como opuestos a la racionalidad y a la crítica, pasando por alto que no tienen porqué ser necesariamente irracionales, como mostró Max Weber en su célebre ensayo La política como vocación. La autoridad racional no surge de la obediencia ciega, sino que emerge del reconocimiento.  Gadamer recupera el concepto de autoridad sobre la base de la mencionada falsa oposición a la razón.  “La autoridad –afirma- no se otorga, sino que se adquiere, y tiene que ser adquirida si se quiere apelar a ella. Reposa sobre el reconocimiento y en consecuencia sobre una acción de la razón misma que, haciéndose cargo de sus propios límites, atribuye al otro una perspectiva más acertada”.

El ejemplo por excelencia del reconocimiento racional de la autoridad lo hallamos en lo clásico, esa “especie de presente intemporal, …de simultaneidad con cualquier presente”, para decirlo con Gadamer. Los clásicos constituyen el paradigma de la tradición, representan la pervivencia de una tradición constantemente actualizada, en ellos hay una experiencia de verdad que nos interpela más allá del tiempo con una productividad inagotable. Verdad y método era en su conjunto una propuesta de restauración de la dimensión originaria de la verdad latente en el impulso reflexivo de la tradición clásica filosófico-humanística.

Lo clásico es la sedimentación más excelsa de la tradición, y nos aporta, dicho sea de paso, la dimensión más reconocible del sentido positivo de este concepto.  Es por ello que el análisis de lo clásico revela mejor que ningún otro elemento uno de los rasgos fundamentales de la tradición: el ser una corriente subterránea siempre activa, sustento del continuo otorgamiento de sentido que forja nuestra comprensión de las cosas. Reconocer esta continuidad en la tradición cuyos efectos históricos llegan hasta nosotros, supone aceptar un determinado papel del tiempo en la historia. El tiempo no es, como creía el historicismo de Dilthey, un abismo que tiene que ser salvado para comprender otra época, sino la condición de toda comprensión. La distancia temporal no es un lastre, al contrario, hace posible la comprensión. El tiempo, escribe Gadamer, “no es un abismo devorador, sino que está cubierto por la continuidad de la procedencia y de la tradición, a cuya luz se nos muestra todo lo trasmitido”. El tiempo se convierte así en un concepto clave en hermenéutica. 

Cuando deseamos comprender, participamos tanto nosotros, los intérpretes, como el interpretandum, el objeto a entender. Cabe preguntarse: ¿cómo es posible esta conexión? Porque ambos polos, sujeto y objeto, no son opuestos sino complementarios, porque se implican mutuamente. Es lo que en hermenéutica conocemos como “fusión de horizontes”: comprendemos el presente incorporando el pasado, y viceversa, éste es constantemente reinterpretado desde las nuevas categorías del presente. La tradición orienta veladamente nuestra pre-comprensión de las cosas, pero, a su vez, nosotros modificamos constantemente nuestra percepción de aquella, incorporando nuevos elementos (valores, relaciones, perspectivas, ...) con las herramientas y el bagaje que ella misma nos ha aportado. Y, así en un bucle sin fin.  De este modo se forma el substrato común, el poso que conocemos como tradición. 

Como es sabido esta mutua interconexión de sujeto y objeto, de pasado y presente, se ha caracterizado mediante la célebre figura del círculo hermenéutico. El concepto de círculo hermenéutico, ancestral figura de la tradición retórica, cobró una nueva dimensión con el descubrimiento heideggeriano de la preestructura de la comprensión. Heidegger derivó la estructura circular de la comprensión a partir de la temporalidad del Dasein. “El círculo de la comprensión –afirma Gadamer- no es en este sentido un círculo “metodológico” sino que describe un momento estructural ontológico de la comprensión”. Esta idea del círculo hermenéutico arrastra una consecuencia de primera magnitud: la desautorización de toda pretensión de un saber sin presupuestos, algo que en lo que aquí nos interesa podemos resumir diciendo que la tradición debe estar implicada inexorablemente en toda comprensión actual o futura. El círculo hermenéutico nos descubre cómo la comprensión es portadora de presupuestos o, dicho de otro modo, de prejuicios. Circularidad y prejuicio están íntimamente ligados.

Entendida en esta clave hermenéutica, la tradición no es primariamente un determinado manuscrito o un resto arqueológico, es, ante todo, la continuidad de la memoria que nos permite dar sentido al pasado y, dialogando con él, entender el presente. Incluso el futuro es afectado por ella, porque, aunque todavía no existe está ya presente en nosotros como anticipación, una idea, por cierto, que tanto subrayó Ortega y Gasset al concebir al hombre como un proyecto, como un ser inacabado que va construyéndose cada día. Pero esto diálogo constante con la tradición es posible porque en ella misma se halla el fundamento de nuestro lenguaje, un sedimento forjado a lo largo de los siglos. Este carácter lingüístico de la tradición, que tan sólo podemos apuntar aquí, se puede sintetizar diciendo que todo lo que puede ser comprendido presupone un lenguaje descifrable, un sentido intersubjetivo al que podemos acceder. Por eso dice Gadamer que “el lenguaje es el medio universal en el que se realiza la comprensión misma. La forma de realización de la comprensión es la interpretación misma”.

Este diálogo constante de pasado y presente va moldeando lo que somos. Escuchar a la tradición, potenciar incluso sus efectos conscientemente, nos lleva a la reivindicación de uno de los conceptos fundamentales de la hermenéutica y del humanismo: la idea de “formacion” (bildung). El espíritu se desarrolla para elevarse, adquiriendo una nueva sensibilidad que nos abre a la experiencia del mundo más allá de la objetividad científica. Richard Rorty, (hermeneuta tan heterodoxo como interesante), ha utilizado el término “edificante” (edifying) para referirse a aquello que nos ilumina espiritualmente, a lo que nos permite redescubrirnos a nosotros mismos y favorece la actividad racional de abrir nuevos ámbitos de interpretación y comprensión. Este es el núcleo de la actitud hermenéutica que presupone una aspiración infinita hacia la verdad frente a las pretensiones de conquistar una verdad total y absoluta, algo que se torna inalcanzable desde el momento en que toda comprensión debe contar con una reinterpretación incesante de la tradición. 

Si asimilamos la tarea hermenéutica necesariamente implícita en esta “fusión de horizontes” de pasado y presente, quedan desautorizadas las dos teorías opuestas decimonónicas sobre la tradición, (aún hoy vivas): historicista y positivista. Mientras que la primera cree posible abandonar nuestra perspectiva actual para acceder al pasado; la positivista lo percibe al revés: para comprender un objeto histórico han de aplicarse los patrones actuales de objetividad. Ambas pecan de ingenuidad porque no podemos prescindir de nuestra perspectiva presente pero tampoco acercarnos a la historia como a un dato, como si ésta fuera un objeto que pudiera observarse desde fuera.  Gadamer reconoce el interés que el historicismo puso en hacer de la comprensión histórica y la tradición el foco de la reflexión, pero se equivocó al pretender recuperar el potencial de verdad de las ciencias humanas adoptando el objetivismo metodológico propio de las ciencias naturales en vez de acudir a la tradición humanista. 

La revalorización gadameriana de la tradición superó ambos reduccionismos mencionados al concebirla como una “experiencia hermenéutica”.  Como toda experiencia, presupone una apertura a lo otro con la voluntad de quien escucha, y de quien se siente interpelado. La tradición nos interpela siempre, a cada paso. La auténtica experiencia hermenéutica no puede por ello acercarse a la tradición con la actitud del entomólogo que desvitaliza su objeto, esta actitud aséptica dominó el ideal hermenéutico del historicismo, se necesita reconocer en la tradición “una pretensión de verdad que le sale al encuentro desde ella”. 

En este marco, la hermenéutica confluye con el humanismo, en tanto ambos demandan la pervivencia de una verdad más allá de toda prescripción metodológica y objetivista. Unas palabras sobre humanismo y hermenéutica. 

Es sabida la gran relevancia del humanismo en la hermenéutica, pese a que Heidegger, uno de los referentes, en su Carta sobre el humanismo acusara a aquel de haber recaído constantemente en la metafísica e impedir con ello la formulación de la verdadera pregunta por el ser. Afortunadamente, la hermenéutica contemporánea no siguió este camino, Gadamer en concreto siempre ha diferido de su maestro en la valoración de la tradición, situando al humanismo en el núcleo de la revalorización de una cultura y de un concepto de verdad que hay que reivindicar frente a las pretensiones de exclusividad del ideal metódico de la ciencia moderna. Esto en modo alguno supone un desprecio del saber científico, sino tan sólo el reconocimiento de una mayor hondura para el concepto de verdad, así como enraizarlo en la praxis vital. En toda la tradición humanista, desde Platón y la Stoa al Renacimiento, de Vico a la filosofía moral escocesa, siempre se ha subrayado mediante conceptos como “formación”, “juicio”, “sentido común”,… el valor de una idea no reduccionista de la verdad implicada en la autorrealización integral del ser humano.

Como no es posible entrar aquí a desarrollar la relevancia del humanismo para la hermenéutica, mencionaré tan sólo las siguientes claves: a) la revitalización de la retórica como soporte de un ideal integral de cultura al estilo de la paideia griega; b) la entronización del valor de lo “clásico” como modelo perpetuamente actualizable; c) una concepción consciente de la interpretación como mediación de la omnipresente distancia temporal entre pasado y presente; d) la defensa de la filología y de la historia como instrumentos esenciales para la comprensión de la tradición; y, e) una concepción práctico-prudencial del saber que, frente al saber técnico, influiría notablemente en el desarrollo de las ciencias del espíritu.

Hasta ahora nos hemos referido a la tradición en términos ontológicos, como un elemento constitutivo de nuestra comprensión e interpretación del mundo. Pero debemos poner en juego una segunda vertiente complementaria de la anterior, por más que pueda verse inicialmente como antagónica. 

Tras la publicación de Verdad y método de Gadamer en 1960, surgió un vibrante debate entre la hermenéutica ontológica gadameriana y lo que se dio en llamar la crítica de la ideología, defendida por autores como Habermas o Apel. Sus tesis fundamentales fueron recogidas en 1971 en un volumen titulado Hermeneutik und Ideologiekritik, (Hermenéutica y crítica de la ideología). Estos últimos reclamaban una prolongación crítica de la hermenéutica para reconocer que ese saber sedimentado en la tradición al que ineludiblemente pertenecemos como seres históricos, nos influye, pero no nos determina, es decir, que tenemos cierta autonomía frente a él.  Nótese que no se trataba de un rechazo de la descripción gadameriana de la tradición como subsuelo de la comprensión, sino de una prolongación. En Conocimiento e interés Habermas había asumido ya la tradición cultural como la base desde la que los sujetos interpretan la naturaleza y se reinterpretan a sí mismos. Y en La lógica de las ciencias sociales reconocía, una vez más, la razón que asiste a Gadamer al afirmar que la comprensión no puede obviar los plexos de tradición en los que el intérprete, inevitablemente, se inserta. Y esto vale igual, naturalmente, para quien ejerce la crítica. Pero, y esta era su crítica, "de la pertenencia estructural del Verstehen a tradiciones que ese Verstehen también prosigue al apropiárselas, no se sigue que el medio de la tradición no se vea profundamente transformado por la reflexión científica".  

No basta -argumentaban- con la descripción de los fundamentos de nuestra comprensión, (este era el objetivo de la hermenéutica gadameriana), es necesario también habilitar espacio para el distanciamiento crítico respecto de la tradición, dado que en ella se dan tanto el acuerdo intersubjetivo que nos enriquece, como el control y el dominio que nos esclaviza. Albrecht Wellmer, por ejemplo, considera que Gadamer incurre en reduccionismo en tanto su planteamiento del problema de los prejuicios y, por lo tanto, también en  su crítica  al dogmatismo  de  la  Ilustración, no distingue entre la  Ilustración  de la  vieja Época de las Luces y lo que ha  de entenderse como "conciencia histórica ilustrada", que él entiende como una actitud crítica siempre ineludible. 

En sus réplicas sobre el primado ontológico de la tradición ante toda crítica, Gadamer sigue, como bien puede irse viendo ya, una estrategia consistente en rechazar toda acusación que le atribuya algún juicio de valor, y hacer, como él mismo dice, una descripción de lo que somos por encima de lo que queremos y debemos ser.

El concepto de tradición se hallaba pues en la encrucijada entre el reconocimiento de la misma como sustrato histórico siempre operante y la crítica de sus objetivaciones. La primera perspectiva nos desvela su papel en la comprensión, la segunda nos incita a reflexionar cómo edificar (para decirlo con Rorty) nuevas formas de otorgamiento de sentido más provechosas, ausentes de coerción, en esa constante conversación de la humanidad consigo misma que es la Historia. 

Se impone, pues, una complementación crítica de la hermenéutica para no prescindir de ninguna de sus dos funciones, ni la constitutiva ni la crítica. De este modo, reconoceríamos a la tradición como condición de posibilidad de toda comprensión, a la vez que la relativizaríamos, para decirlo con Albrecht Wellmer, al hacerla susceptible de reflexión crítica. Hay que evitar, no obstante, el error de pensar que dicha crítica pueda ser externa a la tradición. Jaques Derrida lo expresó con claridad: “La tradición no puede ser atacada desde fuera ni sencillamente borrada mediante un gesto.” La crítica misma está ya presente en la tradición, tan solo -sigue Derrida- hay que “acentuar las fisuras, las grietas que ya desde siempre la resquebrajan”. Obviamente, si esto no fuera posible no habría historia, sólo un presente estático.  Paul Ricoeur, en esta misma línea, apunta otro aspecto que abunda en una crítica inmanente de la tradición: la crítica misma “hunde sus raíces en la tradición más impresionante”: la de la experiencia histórica de los actos liberadores del ser humano.

Gadamer, por su parte, siempre concedió valor a la crítica, pero subrayando, paralelamente, que ello no afecta a su propósito: una descripción de lo que somos por encima de lo que queremos y debemos ser. Él rechaza, en todo caso, toda acusación que le atribuya algún juicio de valor. 

No podemos, obviamente, seguir todo el entramado de críticas, réplicas y contrarréplicas que se formularon. Para el lector interesado remito a mi trabajo titulado Hacia una hermenéutica crítica (Biblioteca nueva, 2006), especialmente al capítulo quinto.

Como conclusión, y en lo que atañe a las consecuencias para el concepto de tradición, si asumimos la complementariedad entre las vertiente constitutiva y crítica de la aquella, se disuelve la ambigüedad inicialmente planteada entre el sentido negativo y el positivo de la tradición. Ello es posible porque la tradición es tanto herencia a trascender como condición del progreso.