La batalla del ciceronianismo en el Renacimiento italiano



En la espiral de polémicas literarias e intelectuales que presidieron el Renacimiento (una época convulsa que, a despecho de sus apelaciones constantes a la armonía, experimentó multitud de desgarros y enfrentamientos en todos los órdenes de la existencia), la batalla por la originalidad frente a la imposición de un canon basado exclusivamente en los clásicos se libró, preferentemente, en el ámbito del estilo. Así, de manera progresiva se fue consolidando la idea de que el literato debía limitarse a imitar a los modelos más eminentes de la Antigüedad, apartándose lo menos posible de ellos; ello desembocó, en su formulación extrema, en el llamado ciceronianismo, según el cual todo autor debía asegurarse de que aquellas frases que iba a utilizar, incluso en el ámbito de la oralidad, habían sido empleadas por Cicerón en alguna de sus obras. Sin embargo, esta actitud servil y sumisa hacia los clásicos no responde al auténtico espíritu humanista, pues ni siquiera un Quintiliano vedaba al orador la posibilidad de apartarse de los modelos eminentes; de hecho, en ocasiones estos no están a la altura de su prestigio y sería necio seguirles a pies juntillas solo por célebres:

No debe inmediatamente persuadirse el que lee que todo cuanto han dicho los grandes autores es una cosa excelente. Pues también ellos tienen sus yerros, y se echan con la carga, y se dejan arrastrar de aquello de que más gusta su inclinación, y no siempre están templados, sino que a veces les falta el aliento; y así es que a Cicerón le parece que Demóstenes se duerme algunas veces, y lo mismo cree Horacio acerca de Homero. Porque aunque estos autores son muy consumados, pero son hombres; y a aquéllos que tienen por una ley inviolable de la elocuencia todo lo que en ellos han hallado, les sucede que imitan lo peor (porque esto es más fácil), y les parece que son fieles imitadores con adquirir la mayor parte de los defectos de los escritores grandes.[1]

Por su parte, en 1554 Sebastián Fox Morcillo escribía, en su tratado Sobre la imitación: “A mi entender, nadie ha de repudiar una palabra latina que se encuentre en los buenos autores porque no se halle nunca en Cicerón”, calificando a quienes así obran como “imitadores mudos e infantiles”.[2]

Reproducimos a continuación una selección de pasajes del libro clásico sobre esta materia, Storia del ciceronianismo e di altre questioni letterarie nell’età della Rinascenza, de Remigio Sabbadini, publicado en la ciudad de Turín por Ermanno Loerscher en 1885, en traducción de José Luis Trullo, a partir de la edición electrónica disponible en internet.

1. Angelo Poliziano vs. Paolo Cortesi

Se trata de la primera auténtica “batalla” del ciceronianismo. Cortesi había elaborado una antología de epístolas de varios autores y se la envió a Poliziano, con quien por aquel entonces mantenía una relación cordial, para que valorase si le parecía digna de ser publicada. Este dejó pasar bastante tiempo antes de responderle y, cuando procedió, hizo gala de una indisimulada insolencia, lo cual nos hace sospechar que ya se habían empezado a producir las primeras rencillas entre ambos. Utilizando un tono muy seco y cortante, se lamentaba de haber perdido el tiempo leyendo aquella antología, la cual no merecía haber salido de la mano de Cortesi; y tras esta fórmula de cortesía, emprendía una auténtica filípica contra los ciceronianos, a los que tildaba de “monos de imitación” del arpinate, en un sentido muy distinto al que empleó Villani respecto a Salutati. “A mí me parece bastante más bella la faz de un toro o de un león que la de un mono, por mucho que se pueda parecer a la de un hombre”, exclamaba. Y proseguía exponiendo cuál era, en su opinión, el principio de un imitación válida:

Quienes escriben recurriendo únicamente a la imitación se me antojan papagayos o urracas, que repiten palabras que no entienden. Las obras de esta índole adolecen de falta de nervio y de vida: carecen de movimiento, de sentimiento, de cualquier impronta de originalidad; son supinas:[3] duermen, roncan. No hay en ellas verdad, ni sustancia, ni eficacia. Hay quien me acusa de no retratar a Cicerón: ¿y qué? Yo no soy Cicerón, por eso me retrato a mí mismo tal y como soy: me tamen, ut opinor, me expreso. Después están los que van mendigando un pedazo de estilo como si fuera pan, a pellizcos, y si no tienen delante el libro al que copiar, no son capaces de juntar tres palabras seguidas, y aun así mal cosidas o contaminadas de barbarismos. El estilo de estos resulta vacilante, dubitativo, inconsistente, mal condimentado y mal digerido: no puedo soportar oírles criticar de manera insolente a los eruditos, cuyo estilo por lo demás se deriva de una larga fermentación tras un intenso proceso de investigación, de una pléyade amplia de lecturas y de una ejercitación continuada. Si, aun así, quieres sacar provecho de la imitación, lee a Cicerón pero también a otros autores; ahora bien, hazlo de manera abundante y durante mucho tiempo, con una pluma siempre a mano: empápate de ellos, degústalos, pertrecha tu mente con una buena cantidad de conocimientos, de manera que, cuando te dispongas a escribir, podrás nadar sin necesidad de flotador, como reza el proverbio; entonces, te guiarás por tu propio criterio y darás la espalda a esa obsesión pedante y afanosa de cicerionizar.[4] Se trata, en definitiva, de que pongas a prueba todas tus fuerzas. Y es que quienes se ajustan pasivamente a los parámetros miméticos, como vos los llamáis pero que a mí me resultan ridículos, tampoco es que sepan reproducirlos adecuadamente, retrasando la irrupción de su propio ingenio personal”.[5]

El principio estilístico de Poliziano guarda un intenso parentesco con el de Petrarca, es decir: el de que el estilo es el hombre, y puede sintetizarse a modo de lema en las palabras “Me tamen, ut opinor, exprimo”.

La réplica de Cortesi no oculta un cierto resentimiento, si bien conserva en todo momento una severa corrección de estirpe auténticamente ciceroniana. Así, afirma que, en las condiciones en las que se encontraba la elocuencia de su época, resultaba necesaria la imitación y el modelo más perfecto al que seguir era el de Cicerón. Se trata, pues, de imitarlo, sí, pero no como el mono al hombre, sino como el hijo al padre: mientras que aquella emulación reproduce incluso las astracanadas, este conserva su propia personalidad, sin perder por ello la voz, la faz y la apostura legada por su progenitor (“aliquid  suum, aliquid naturale, aliquid diversum”): comparándolos, parecen distintos. Sin embargo, imitar a Cicerón no es tan fácil como parece; reproducen su abundancia, su espontaneidad, pero les falta ese nervio y esa punción que le caracterizan, quedando por tanto lejos de su modelo. Así pues, lo que se le podría reprochar, aduce Cortesi, es el no haberlo sabido imitar, pero no que no le deba imitar: mejor seguidor y mono de Cicerón que aprendiz e hijo de cualquier otro autor: “ego malo esse assecla et simia Ciceronis, quam alumnus et filius aliorum”.


Esta última es una alusión bastante agria acerca del estilo “en mosaico” de Poliziano, si bien la parte más original y aguda de esta carta de Cortesi es el exordio, en el cual caricaturiza el de su corresponsal.

[…]

La contienda entre Cortesi y Poliziano suscitó un gran impacto entre los humanistas y mereció juicios de diversa índole, en función de las distintas escuelas estilísticas. Así, Bembo[7] aplaudió con entusiasmo la epístola de Cortesi, tildándola de ingeniosa, bella y seria al mismo tiempo: “Paulli Cortesii epistulam bellam illam quidem et cum argutulam tum etiam gravem”… Añade que había reducido a añicos la ligereza de Poliziano, ingenio docto y elevado, aunque poco prudente, quien, al comprender que no podía alcanzar, ni de lejos, la perfección estilística de Cicerón, optó por condenar a aquellos que lo intentaban y que, de un modo otro, adoptaron un estilo imitativo.[8]

Frente a esta actitud desfavorable, Erasmo se inclinó por la contraria: una vez examinado el contenido de ambas cartas, afirma que la de Poliziano le parece realmente ciceroniana, elegante y eficaz en su brevedad, mientras que la de Cortesi se le antoja prolija y en absoluto ciceroniana. “Cortesi”, escribe Erasmo, “incurre en contradicción al decir primero que le gustaría parecerse a Cicerón como un hijo a su padre, y no como un mono a un hombre, y luego afirma que preferería ser un simio de Cicerón antes que hijo de cualquier otro. Por otro lado, Cortesi se aparta del meollo del asunto: o bien coincidía con el criterio de Poliziano, y no se entiende por qué fingir que no era así, o bien discrepaba de él, pero en realidad se abstenía de refutarle”. Concluye que Poliziano no respondió porque aquella carta no tenía ninguna relación con la disputa: “cui velut aliena loquenti nihil respondit Politianus”.[9]

2. Pietro Bembo vs. Gianfrancesco Pico della Mirandola

La segunda fase de la batalla por el ciceronianismo se inicia con la carta que, datada el 19 de septiembre de 1512,[10] le envía Pico (el sobrino de Giovanni) al cardenal Pietro Bembo, uno de los ciceronianos más convencidos de su época. Pico, discípulo de Poliziano y ecléctico como él, afirma que un escritor no debe contentarse con imitar: aunque puede tratarse de un método útil para llegar a desarrollar las propias aptitudes personales, es en este último cometido en el que se debe concentrar a toda costa. Por lo demás, al imitar no debemos limitarnos a un único autor, sino extraer lo mejor de cada uno de los maestros, como hacen los pintores. Además, ¿quién puede decir que Cicerón es perfecto y sin tacha? Aparte de que eso es materialmente imposible, los propios antiguos detectaron bastantes errores en el arpinate; más aún, dado que los manuscritos que nos han transmitido sus obras son copias con abundancia de errores, sería una auténtica locura pretender que a través de ellas podamos conocer al “auténtico” Cicerón. Prosigue Pico manifestando su estupor ante la insistencia de sus contemporáneos en imitar a los antiguos, pues talento no les falta. ¿Por qué no tratar de explorar las propias facultades de acuerdo con el espíritu de los nuevos tiempos? Cada época tiene sus propias necesidades y a ellas hay que atender. Por otro lado, se puede admitir la imitación de las palabras de Cicerón, pero jamás la estructura de sus obras: es preciso esforzarse en ser original.

En su respuesta de 1 de enero de 1513,[11] Bembo defiende el uso de la imitación como el único método de composición literaria adecuado. Ahora bien, cuando tiene que entrar en detalles, descarta recurrir a una pléyade de autores clásicos:

En tal caso, mendigando un poco de aquí y otro poco de allá, no llegarás nunca a formarte un estilo que posea una unidad. Y es que, cuando se habla de imitar, entiendo que hay que comprender el conjunto y sus partes: si imito a Salustio, no me debo contentar con reproducir su brevedad, sino también sus palabras y construcciones. Imitar a un autor quiere decir reproducir su fisonomía, su colorido individual. Todo autor lo posee: si hoy imito el de César, ¿cómo podré despojarme de él para adoptar después el de Salustio? Es imposible. Por lo tanto, no es aceptable imitar a más de autor. Quien lo hace, pergeña un estilo proteiforme que carece de belleza alguna.

En la segunda parte de su carta, Bembo explica cuál es su criterio de imitación.

Al principio compartía tu opinión y trataba de elegir lo mejor de cada autor, pero pronto me percaté de la falsedad de este principio. Después, traté de forjarme un estilo propio, personal, pensando que la originalidad de mi esfuerzo se vería premiada con los aplausos de los doctos; pero, cuando lo puse a prueba, comprendí que ninguna clase de estilo puede ser nueva, ya que, unas más y otras menos, todas había sido agotadas por los antiguos; y además, mi estilo, comparado con el de ellos, carecía de su colorido. Decidí entonces aplicarme a la imitación. Ahora bien, ¿por qué autores empezar? ¿Por los eximios o por los mediocres? Me decidí por estos últimos, con la esperanza de que así me aproximaría un poco más a los eximios. Pero cuál fue mi desilusión cuando de los mediocres pasé a los eximios, pues yo ya había adoptado la naturaleza de aquellos, y en lugar de acercarme a estos, me había alejado de ellos. Entonces hice el esfuerzo por cancelar cuanto de aquellas lecturas conservaba en la memoria y me volví hacia la imitación de los eximios, y de ellos uno solo: Cicerón.

Para terminar la epístola, Bembo formula las tres leyes que, en su opinión, debe cumplir la imitación: que se imite a los mejores, que se trate de igualarles y, una vez conseguido, que nos esforcemos por superarlos.

3. Erasmo contra el mundo

En la Roma de la primera mitad del siglo XVI eran frecuentes los debates más o menos pedantes acerca del estilo, la grámatica y los parámetros que los escritores de la época debían observar a la hora de componer sus propias obras. De hecho, la ciudad era el centro del ciceronianismo, ya que en ella se encontraba la sede de la Academia donde Pietro Bembo detentaba el poder como amo absoluto en estas materias. Junto a él, destacan los nombres de Sadoleto, Lilio Massimi, Pazzi, Battista Casali, Porcio Camillo, Marino, Castellani, Tomarozi, Flaminio y Ubaldino. El propio Bembo llegó a afirmar que preferiría escribir en ciceroniano que poseer el ducado de Mantua; Lazaro Bonamico parafraseó la idea al decir que por encima de ser rey o papa, estimaba de mayor valor el ser ciceroniano. El grado de identificación de Bembo con el mundo clásico romano era tal, que en sus textos solía optar por escribir “dioses inmortales” en lugar de “Dios”, y “diosa” allí donde lo pertinente sería “la Virgen María”. Abundan las anécdotas en torno a la auténtica “fiebre pagana” que se vivía en los entorno cultos romanos de aquel tiempo, lo cual llamó la atención de dos visitantes que, muy pronto, iban a militar en bandos enfrentados con razón de su actitud respecto a Cicerón: Cristophe Longueil o (o Longolius, o Longolio) y Erasmo de Rotterdam.

Longolio, un espíritu inquieto y torturado, plasma a la perfección la figura del humanista errante, apasionado del ciceronianismo. Aunque nació en Francia, logró materializar su sueño de vivir en Italia, donde conoció toda suerte de peripecias, desde la entusiasta acogida por parte de las élites cultas y la concesión de la ciudadanía romana hasta la persecución y la huida del país, por verle como un intruso que pretendía robar los valiosos manuscritos clásicos. Este erudito, según veremos más adelante, cruelmente retratado por Erasmo en el Ciceroniano como un espíritu tan poseído por el ciceronianismo que ni siquiera osaba utilizar una sola palabra que no supiese fehacientemente que figuraba en alguna obra del arpinate, escribió discursos y epístolas de escasa ambición temática y estilística, pues anteponía su veneración por los modelos clásicos a cualquier originalidad personal. Aunque en un principio practicaba un estilo ecléctico, una vez instado por Bembo a empaparse de la obra de Cicerón se dedicó en cuerpo y alma al estudio y emulación del mismo. Su talento en este campo le granjeó una admiración considerable, la cual jugó en su contra cuando desde ciertos círculos se hizo correr la especie de que no era honesto y su estancia en Italia ocultaba intereses espurios. Abandonó precipitadamente el país, no sin antes dejar escritos dos textos en los cuales planteaba una encendida defensa de su propia persona, así como su admiración incondicional por la cultura romana. Una vez calmadas las aguas, volvió al país transalpino, e incluso recibió la propuesta de ocupar una cátedra de literatura en la Universidad de Florencia, la cual rechazó pues estimaba que carecía de vocación docente y prefería proseguir con sus estudios. Antes de su muerte, pidió a sus amigos que quemaran sus obras, tildándolas de poco ciceronianas.

A pesar de su efímera y relativa celebridad, Longolio recibió juicios severos acerca de su producción literaria: Florido tilda su estilo de escuálido, Manuzio lo llama nulidad, Erasmo pobre iluso que corre detrás de un fantasma. En el otro extremo, Étienne Dolet (quien llegaría a terciar en la polémica ciceroniana con un libro contra Erasmo) echa mano de grandes epítetos para calificarle: grandioso, espléndido, agudo, pródigo en sentencias, eficacia y robustez, gravedad y elegancia… Además, estima que aborda en sus cartas asuntos serios sin abandonar el ámbito de lo cotidiano y en sus discursos mantiene una comprensión elevada de la importancia de los mismos. Que los juicios favorables de Dolet tal vez no estuviesen motivados tanto por la estima que sentía por Longolio que por su propia animadversión hacia Erasmo, lo veremos más adelante.

El roterdamés, antes de publicar en 1528 su célebre Ciceroniano, ya había mostrado una creciente animadversión hacia lo que calificaba de secta ciceroniaroum en una epístola datada el 16 de mayo de 1526. Estaba al tanto de la disputa que quince años antes se había librado entre Bembo y Pico, así como de la campaña de desprestigio que algunos eruditos romanos habían lanzado contra él, contra Guillaume Budé y, en general, contra Alemania y Francia, en una ola de nacionalismo romano que no iba a cejar en adelante. Aunque Erasmo animó a Budé a responder a los ataques, este declinó la invitación, dejando al neerlandés como único paladín del anticiceronianismo abierto y declarado.

[…]

La publicación del Ciceroniano suscitó airadas protestas, como era de esperar, tanto dentro como fuera de Italia. Florido, enemigo acérrimo de los ciceronianos y admirador de Erasmo, aunque devoto de la belleza formal como todos los italianos, no pudo evitar oponerse frontalmente a su crítica, y espetarle abiertamente que si se había pronunciado como lo había hecho, era movido por el rencor o, peor aún, por la envidia. En Italia y en Roma entera resonaba el nombre de Erasmo y los jóvenes se conjuraban para tratar de salvar el prestigio mancillado de Cicerón. Pietro Curzio, de la Academia romana, escribió un libro contra él; aparecieron otros de carácter anónimo, como Defensio Italia adversus Erasmum, dedicado a Paolo III, y Cicero relegatus et Cicero ab exilio revocatus, tal vez salido de la mano de Ortensio Landi, en cuya primera parte se calumniaba gravemente a Cicerón mientras que en la segunda se le defendía de un modo frío y rutinario. Además, se anunciaba la aparición de uno más, Ciceronianos et Erasmianos. De todo esto se hacía eco Erasmo en su epistolario, quien creía ver la mano de Girolamo Aleandro detrás de estas iniciativas.

Si virulenta y generalizada fue la reacción en Italia (quizás porque lo interpretaban en una clave nacionalista), en Francia se concentró sobre todo en dos personalidades relevantes, lo cual les confiere una importancia histórica mayor.

Giulio Cesare Scaligero quien, aunque italiano de nacimiento, desarrollaba su carrera en el país galo consagrado al estudio tras vivir toda suerte de peripecias militares, escribió dos discursos sobre el tema, los cuales, en honor a la verdad, merecen la consideración de invectivas, por su carácter agresivo e insultante. La primera de ellas está datada el 15 de marzo de 1531 y fue escrita en Agen. En la introducción, curiosamente, se excusa de no haber podido leer el diálogo de Erasmo, por haberle llegado demasiado tarde (¿?). El texto se divide en tres partes: en la primera, consagrada a injuriar al roterdamés, le tilda de renegado, de parásito, de corrector de imprenta (y otros aún peores: monstrum, canis, parricida, carnifex), acusándole de escribir la obra para destruir a Cicerón tras haberle imitado profusamente. En la segunda rebate los ataques personales que vierte el autor acerca del arpinate, mientras que en la tercera se esmera en demostrar que Cicerón es perfecto: es preciso imitarle porque no hay ningún otro autor que le supere, opina Scaligero. Ante la virulencia del ataque, Erasmo rehusó contestar, aparte de que él no había atacado a Cicerón, sino a los ciceronianos. Para vengarse de este desprecio, Scaligero escribió otro discurso en 1535, aún más agresivo e injurioso, que por supuesto quedó de nuevo sin respuesta.

Mayor calado argumental tuvo el libro que publicó Étienne Dolet, también en 1535, titulado De ciceroniana imitat. adversus Erasm. Pro Chr. Longolio dialogus, aunque tampoco se abstiene de verter en él graves insultos de carácter personal. Estructurado en forma de diálogo, acaecido supuestamente en la ciudad de Padua entre Simone di Villanova y Tomás Moro, consta de dos partes: en la primera despliega una defensa de Longolio, a quien cree reconocer tras el nombre de Nosopono empleado por Erasmo, aduciendo que al cristianismo le han infligido una mayor daño las disputas entre Erasmo, Lutero y compañía, que todo el paganismo de los ciceronianos. Además, comparando el estilo de Longolio con el del roterdamés, concluye que el del primero es superior, juzgando de manera desfavorable todas las obras de Erasmo, una por una.

En la segunda parte aborda de manera detallada el argumento de la imitación, la cual estima necesaria y que clasifica en tres categorías: de palabras, de sentencias y de composición. En todas ellas concluye que Cicerón se erige en maestro absoluto, y por ello resulta digno de ser reproducido y emulado. Además, expone cómo, a diferencia de lo que afirma Erasmo en el Ciceroniano, resulta apto para todo tipo de asuntos y situaciones, pues Dolet estima que, más allá de los aspectos más superficiales, las circunstancias de la vida de los hombres son las mismas que en la antigüedad; en cuanto a las materias religiosas, aquellas palabras que, por motivos obvios, no se encuentran  en Cicerón, se puede extraer de otras fuentes, siempre que no se descuiden su eficacia, robustez, prudencia y agudeza. No otra cosa hizo el arpinate al tomar para sus obras filosóficas conceptos del griego. Aparte, el hecho de imitar a Cicerón no nos impide el forjarnos un estilo personal que sea expresión de nuestro propio carácter. En cuanto a la corrupción de sus libros, Dolet aduce que, gracias a la obra de Valla, Poliziano o Budé, han recuperado su integridad original. Por último, acerca del supuesto paganismo de los ciceronianos, niega que se pueda acusar de ello a Sadoleto, Bembo o Longolio. Y es que Dolet, siendo moderadamente ciceroniano, no lo es hasta el fanatismo, puesto que cree que la imitación del maestro no debe consistir tanto en el uso de las palabras cuanto en el arte: “Ciceronis imitatio non tam verbis constat, quam artis expressione diffinitur”.

En 1539, Francesco Florido salió en defensa del criterio de Erasmo y contra las tesis de Dolet. Estima que carece de sentido limitarse a la imitación de Cicerón, pues ni siquiera en su época este autor se atenía a un único modelo, sino que tenía ojos para todos aquellos autores excelentes de los cuales podía extraer lecciones de utilidad. Cuando se plantea los auténticos motivos que habrían podido llevar a Dolet a arremeter de esa manera contra Erasmo, concluye, o bien que puede haber sido el de forjarse un nombre atacando a un escritor célebre, o bien el de hacer valer sus propios comentarios sobre la lengua latina, los cuales habrían podido verse en entredicho de triunfar el criterio ecléctico del neerlandés.

Al año siguiente, Dolet respondía a Florido con un libro titulado De imitatione ciceroniana adversus Floridum. Consta de dos partes: en la primera recapitula las tesis que ya había expuesto en su diálogo contra Erasmo; en la segunda lanza una invectiva temeraria y desvergonzada calificando de bárbaro el latín de Florido, así como de inmoral y ladrón. Concluye el texto con una serie de epigramas injuriosos, entre los cuales destacamos uno a título de ejemplo, a modo de ilustración del tono del libro:

Quid Floridus? comedo, helluo, lurco, venter,

ganeo, gerro, invidia, maledicum, iners, bardus,

terrae pondus inutile, dolus, scelus, pestis.

El aludido replicó de un modo más moderado con un opúsculo titulado Adversus Doleti calumnias, publicado en 1541 en Roma, en el cual le acusa de haber desviado el tema pues, en lugar de hablar acerca de la imitación, lo hacía de quienes discrepaban de su concepto restrictivo de la misma. De hecho, el propio Florido se reputa admirador de Cicerón, como de hecho Erasmo y todos los anticiceronianos, quienes si se oponen a algo es al uso torticero y empobrecedor de la imitación de los clásicos, en lugar de emplearlos para forjar un estilo propio, rico y expresivo.

Aunque Erasmo falleció en 1536, la batalla prosiguió durante cierto tiempo, esta vez librándose entre los epígonos: es el caso de, por un lado, Ramo y, por otro, Carpentario y Perionio, así como, más tarde, entre Ricci, Camerario y Lipsio enfrentados a Enrico Stefano. En cualquier caso, los argumentos manejados eran los mismos que se habían empleado hasta entonces, y además se estaba produciendo una metamorfosis en el uso del latín que iba a dejar anticuadas estas cuestiones; y es que el formalismo típico del ciceronianismo, cuya razón de ser obedece a una concepción algo frívola y decorativa de la lengua y de la cultura en general, cedería pronto ante el auge de un latín más ambicioso en cuanto a los contenidos, entregado ya a una dimensión creadora en los ámbitos más variados de la sociedad, incluidos el académico y el científico.

El saldo final de todas estas diatribas es la dignidad silente con que Erasmo dirimió su papel en las mismas: no respondió a nadie ni se enzarzó en polémicas estériles, pues lo que tenía que decir al respecto, ya lo había expuesto en su Ciceroniano. Sin duda, le habría sorprendido desagradablemente que su propósito inicial, el de emplear la imitación literaria para fines torticeros, se hubiese visto desplazado ante consideraciones de otro índole, como la evaluación de la calidad intrínseca del estilo del arpinate. Sin embargo, dos años antes de morir escribía en su prefacio a las Tusculanas:

«Me vero, tametsi iam vergente aetate, nec pudebit nec pigebit, simulatque extricaro me ab his quae sunt in manibus, cum meo Cicerone redire in gratiam pristinamque familiaritatem, nimirum multis annis intermissam, renovare menses aliquot».

"En cuanto a mí, aunque ya me estoy acercando a la edad, no me avergonzaré ni me resistiré, ni pretenderé desligarme en lo que está en mis manos, por volver al favor de mi Cicerón, y renovar durante algunos meses mi antigua familiaridad, que supongo interrumpida durante muchos años".



[1] Instituciones oratorias, libro X, capítulo 1, II. Traducción de Ignacio Rodríguez y Pedro Sandier. Madrid, Librería de la Viuda de Hernando y Cía, 1887. Edición en pdf, pág. 372.

[2] En Victoria Pineda, La imitación como arte literario en el siglo XVI español. Sevilla, Publicaciones de la Diputación de Sevilla, 1994, pág. 196.

[3]  (Del lat. supīnus). 1. adj. Tendido sobre el dorso. DRAE. Es decir, perezosas, inertes.

[4] Scimiottar Cicerone: imitar a Cicerón como un mono. Me permito proponer este neologismo, por lo que conserva de despectivo frente a la mera imitación o emulación admirativa.

[5] Epistolario, VIII, 16.

[6] Bottega di ebrei: tienda de judíos.

[7] Pietro Bembo (Venecia, 20 de mayo de 1470 - Roma, 18 de enero de 1547) fue un cardenal, humanista, filólogo, escritor, poeta, traductor y erudito italiano, uno de los representantes más combativos del ciceronianismo.

[8] Respuesta a Francesco Pico. Opera, Venecia, 1729.

[9] Ciceroniano.

[10] I. Franc. Picus, Ad Bembum, De imitatione.

[11] P. Bembus, Ad Ioh. Franscisc. Picum, De imitatione.