Javier García Gibert.- Mi intención en las páginas que siguen es diseñar un breve
itinerario descriptivo ˗exento de pretensiones y notas eruditas˗ de las fuentes
que conforman la tradición del humanismo y de su proceso de armonización hasta
el Renacimiento, señalando sus principios y referentes fundamentales. Pero,
antes que nada, me gustaría realizar algunas precisiones y aclaraciones que
considero necesarias.
La primera sería, inevitablemente, determinar lo que entendemos por “humanismo”, un concepto de variadas acepciones, que a menudo ha sido y es empleado con tanta vaguedad como inexactitud desde el punto de vista histórico y cultural. Transcribiré para ello la definición con la que comenzaba mi libro Sobre el viejo humanismo con la intención, precisamente, de descartar equívocos: “Entendemos por humanismo la tradición de una larga sabiduría, vertida por escrito, que tiene sus orígenes en la cultura grecolatina y en el posterior elemento catalizador cristiano y cuyo propósito no es otro que el ennoblecimiento armónico del ser humano en sus facetas ética y estética, existencial y espiritual”.1
“Tradición” (de tradere=entregar), porque se entrega una riqueza, un conocimiento, que es también sabiduría para el desempeño de la vida. Esa entrega viene del pasado mediante la escritura ˗de ahí la importancia de la Filología como disciplina nutricia, entendida en el amplio sentido de los studia humanitatis renacentistas˗ y es por ello perfectamente transmisible, aunque no sea posible heredarla sin más, sino que se adquiere lentamente y con esfuerzo.
Para entregar ese legado de sabiduría lo primero que ha de hacerse es preservarlo. Así que el humanismo, en tanto tradición, es un pensamiento conservador, por más que por sus presupuestos y por su contenido tenga un indudable carácter liberal, pues se fundamenta en el libre albedrío y en la defensa a ultranza de la libertad de juicio. Ese mismo carácter tradicional le hace ser siempre antirevolucionario, aunque no por razones políticas o morales, sino de orden sociocultural: el humanismo no cree en la masa, sino en el individuo, y sabe que los procesos revolucionarios desembocan en políticas de tabula rasa (y, por añadidura, en la quema de libros), algo incompatible con su respeto y estima a los logros del pasado. Por la misma razón, tampoco es “progresista”, pues el humanismo no cree en la mitificación del progreso que enarboló en su día el ilustrado Condorcet (y que aún hoy se asume mayoritariamente), en virtud de la cual el innegable desarrollo científicotécnico debe acarrear un progreso paralelo en términos éticos, estéticos y espirituales. El humanismo no cree que se consiga ese progreso a lomos de la Historia y, por lo demás, considera que el progreso más digno de tenerse en cuenta es el perfeccionamiento personal que cada individuo consigue con voluntad y esfuerzo a lo largo de su vida.
Pasemos, pues, una vez realizadas estas aclaraciones previas, a la apreciación de las dos fuentes que abastecen y sustentan la tradición del humanismo: la contribución grecolatina y la contribución judeocristiana, cada una de ellas con su singularidad específica y su ámbito predominante de influencia.
El mundo grecolatino supuso claramente el fundamento de la Razón y de la Forma en la cultura de Occidente, es decir, de la Filosofía y de la Estética, pero también de una Ética basada en criterios puramente racionales. Esto no podía darse en la tradición judeocristiana, donde la fe predominaba sobre la razón, algo comprobable desde el sacrificio de Isaac ˗como explicó hondamente Kierkegaard en Temor y temblor˗ hasta el sacrificio de Cristo y su resurrección subsiguiente (el propio San Pablo hablaba de “la locura de la predicación”, I Corintios, 21). Y, por lo demás, no existen en la tradición bíblica cánones estéticos preestablecidos. No hay, por ejemplo, nada parecido a la Poética de Aristóteles, al Arte poética de Horacio, o al tratado Sobre arquitectura de Vitrubio.2
La determinación religiosa del pueblo judío y del cristianismo posterior no era, por tanto, capaz de atender a los valores de mesura y proporción grecolatinos, pero se convirtió, en cambio, para el mundo occidental en el horizonte existencial y simbólico de sentido y trascendencia. La Biblia, en efecto, emplazaba al ser humano en una estructura mítica de realización entre el origen y el final de los tiempos (GénesisApocalipsis) y la dotaba de una serie de claves para interpretarla (paraíso/expulsión, culpa/redención, caída/arrepentimiento, salvación/condenación, etc.) y de un poderoso arsenal simbólico para representarla y comprenderla: el diluvio universal, la torre de Babel, la tierra prometida, el becerro de oro, la lucha con el ángel, el sufrimiento de Job, la huida de Jonás, la fidelidad de Rut, y tantísimas otras, hasta la misma cruz.
Ahora bien, ambas tradiciones, distintas y complementarias, tenían sin embargo un denominador común que iba a hacer posible su armonización posterior: ofrecían unas concepciones antropológicas absolutamente compatibles, algo que era de extraordinaria importancia. Para ambas tradiciones la condición humana estaba compuesta de espíritu y materia, y el desafío que nos ateñía para nuestra realización como seres humanos era que el espíritu debía prevalecer sobre la materia. En Platón se hablaba de un dualismo sustancial entre un alma (psyché), que preexistía, y un cuerpo (soma) en el que aquella se encarnaba. En la antropología cristiana de San Pablo, deudora en último término de la tradición judía, no había un dualismo propiamente dicho, sino que el ser humano era una totalidad ontológica compuesta por dos tendencias antagónicas que entraban en conflicto: una derivada de la naturaleza caída (la carne = sarx) y otra que había sido renovada y revivificada por la redención (el espíritu = pneuma).3
Sea como fuere, en las dos tradiciones ˗la grecolatina y la judeocristiana˗ la naturaleza del ser humano es al mismo tiempo excelsa y menesterosa, y ambas instancias califican nuestra condición dentro de la tradición del humanismo: la dignitas y la miseria hominis. Esta condición (y hoy no es ocioso insistir en ello ante el desarrollo rampante del movimiento animalista) define también el abismo ontológico y antropológico que nos separa del resto de las criaturas, las cuales no pueden ser dignas ni miserables, pues, siendo absolutamente esclavas de sus instintos, carecen del requisito imprescindible para ello: el libre albedrío. Las dos fuentes tradicionales del humanismo aseguran esa posición de privilegio (y de responsabilidad moral aledaña): ya Protágoras, en paradigmática sentencia, afirmaba que “el hombre es la medida de todas las cosas”, certificando con ello el antropocentrismo del mundo grecolatino; y en el primer capítulo del Génesis se establece que el ser humano es creado a “imagen” y “semejanza” de Dios para dominar sobre las demás criaturas.
Pero volvamos al análisis de esas dos grandes fuentes del pensamiento humanístico y observemos, en primer lugar, que se trata en ambos casos de tradiciones dobles: lo griego y lo latino, por un lado; lo judío y lo cristiano por el otro. La armonización en el primer caso fue mucho más sencilla que en el segundo. La fusión de lo griego con lo latino no fue, en efecto, nada conflictiva pues los conquistadores romanos asimilaron por completo y desde el principio la cultura griega, y puede decirse que hicieron de ella, con su sentido pragmático y su impulso universal, una civilización. El poeta Horacio resumió lo ocurrido en un célebre verso de su Epístola II: “La cautiva Gracia cautivó al fiero vencedor” (Graecia capta ferum victorem cepit). Baste decir que los latinos instruidos solían hablar griego, que el viaje cultural a Atenas era habitual entre ellos y que en los teatros de Roma se representaban a menudo las tragedias griegas en su idioma original. Por lo demás, los autores y géneros de la antigua Grecia eran el modelo de la literatura romana. Fijémonos, sin ir más lejos, en la obra de Virgilio: en las Bucólicas toma como referente a los Idilios pastoriles de Teócrito, en las Geórgicas a Los trabajos y los días de Hesíodo y en la Eneida a los poemas épicos de Homero (aunque, por supuesto, también se tenga en cuenta a la tragedia griega y a la tradición épica latina anterior).
Mucho más tensa y dificultosa fue la transición entre lo judío y lo cristiano. Ahí sí que hubo verdaderamente una quiebra, una ruptura. Es verdad que compartían lo más importante: una misma cosmovisión propiciada por la creencia en un único Dios, creador y providente, y participaban de un estilo poético y descriptivo similar para trasladar los mensajes; pero también existían grandes diferencias, al margen incluso de la principal, que era la conversión del exclusivismo judío en el proyecto universalista cristiano. Así, del Dios cruel y belicoso de los judíos y de su esperanza en un Mesías triunfante y vengador, se pasó al Dios humanizado de la nueva religión, encarnado en la llegada efectiva de un Mesías que moría en una cruz para resucitar tres días más tarde y ascender a los cielos. Y, a tono con ese singular suceso, la actitud ética de los nuevos creyentes –basada en una fe y una emoción extremas que condujo a muchos fieles al martirio se tradujo en un maximalismo ético que distaba tanto del racionalismo ético grecolatino como del pragmatismo ético judío.4
Todas estas diferencias con la doctrina judía tuvieron que ser solventadas por el naciente cristianismo, que no quiso presentarse como una religión nueva sino como el cumplimiento y perfeccionamiento de la antigua. A este fin se elaboró el concepto de “revelación progresiva” (del Antiguo al Nuevo Testamento) formulado por San Ireneo en el siglo II y desarrollado luego por toda la Patrística. Pero, ya antes de eso, los textos novotestamentarios acumulaban los enlaces con las viejas Escrituras para demostrar que Cristo no era una ruptura con ellas sino su culminación y que las referencias al Antiguo Testamento no eran fenómenos de intertextualidad sino, en último término, de intratextualidad estricta. Las alusiones veterotestamentarias de los Evangelios son incesantes (en el de Mateo se han contabilizado hasta 130 pasajes que apelan a las Escrituras, a veces con citas explícitas y literales y otros con finas e implícitas apelaciones), y el propio Jesús –que morirá en la cruz citando salmos se revela un maestro en los juegos textuales: no hay más que recordar el episodio de las tentaciones del desierto, que contiene un auténtico desafío de citas veterotestamentarias con el diablo, del que Jesús sale claro vencedor. Pero la compatibilización de lo viejo judío con lo nuevo cristiano requirió de la figura excepcional de San Pablo. Su genial y profunda reflexión dialéctica entre el espíritu (pneuma) y una letra (gramma) encapsulada en la vieja ley (nomos), resulta fundamental porque permite superar los problemas y las contradicciones por elevación, al abrir una nueva perspectiva espiritual de letra viva frente a una vieja y carnal letra muerta. Sin ese torcedor hermenéutico probablemente nada hubiera sido posible.
Pero las dos tradiciones dobles a las que nos estamos refiriendo –la antigua grecolatina y la posterior judeocristiana tuvieron también que iniciar entre ellas un proceso de confluencia y armonización para acabar constituyendo la base del futuro humanismo cristiano, un proceso complejo y lleno de tensiones que inevitablemente se vio reflejado en los libros del propio corpus bíblico.
Si examinamos, en primer lugar, las relaciones entre el helenismo y el judaísmo resulta muy revelador el examen de los dos libros Macabeos, los últimos libros históricos del Antiguo Testamento, escritos hacia el año 100 antes de Cristo, que narran la revuelta de los judíos ortodoxos frente a sus compatriotas helenizados, ocurrida unas décadas antes. Es verdad que la helenización del pueblo hebreo databa de la conquista de Jerusalén por Alejandro Magno, en el siglo IV a.C. Muchos jóvenes judíos, en especial los de las clases superiores, se habían sentido fuertemente atraídos por la cultura griega y por su estilo de vida, pero el proceso alcanzó su máxima inflexión bajo el reinado de Antíoco IV con el acceso al sumo sacerdocio de la figura de Jasón (cuyo mismo nombre era una helenización de Josúa), el cual mandó construir junto al templo de Jerusalén un gimnasio al que los sacerdotes, descuidando sus deberes religiosos, acudían para ejercitarse en la palestra. Antíoco, por su parte, tuvo el atrevimiento de colocar una estatua de Zeus en el mismo Templo. La reacción del judaísmo ortodoxo, liderado por los hermanos Macabeos, no se hizo esperar y finalmente alcanzó una victoria que se saldó con la muerte de Antíoco, la purificación del lugar sagrado, la reanudación purista del culto y el exilio de buena parte de la aristocracia helenizada. Pero no se podía ir contra el signo de los tiempos: la educación de los rabinos acabó siguiendo las pautas de la paideia griega y la atmósfera cultural se encaminó hacia un sincretismo inevitable, del que sería una muestra ejemplar la gran figura del judaísmo helenístico: Filón de Alejandría (20 a.C. 45 d.C.).
Los textos Macabeos son un documento de frontera extraordinariamente ilustrativo de esa dinámica entre culturas que está en el origen mismo de la tradición del humanismo. El anónimo autor del libro segundo, que toma partido apasionadamente por la lucha del purismo judío contra la helenización, escribe, sin embargo, el texto en lengua griega, introduce en su prefacio tópicos de exordio propios de la tradición grecolatina, sustituye la idea tradicional de sheol por el concepto griego de Hades… Y encarece, por otro lado, la idea del martirio, que era ajena al pragmatismo judío y que, en cambio, asumiría la nueva religión cristiana, deslizando asimismo el texto más inequívoco del Antiguo Testamento sobre la vida eterna y la resurrección, convicciones ajenas al judaísmo tradicional pero que serían la bandera de los prosélitos de Cristo.
Y si el viejo judaísmo estaba helenizado considerablemente a las alturas del siglo primero, ese mismo contexto de hibridación había marcado desde su origen a la escisión cristiana de la religión hebrea. El Nuevo Testamento da plena fe de ello, desde la propia lengua griega sabiamente utilizada (con la eficaz simplicidad de Marcos, la poderosa expresividad de Mateo, el delicado refinamiento de Lucas o la facultad simbólica y conceptualizadora de Juan) hasta la innegable mixtura cultural del judío Pablo, natural de la cosmopolita Tarso, donde imperaban la filosofía griega y el derecho romano. Aunque resultaba de todo punto inevitable que se produjeran fricciones de consideración y es Pablo, precisamente, debido a la importancia y radicalidad de su figura, el que las hizo aflorar con mayor contundencia, tal como se relata en el libro de los Hechos de los apóstoles, con ese soberbio estilo documental, casi periodístico, que caracteriza a esta obra, atribuida a Lucas.
El episodio más célebre es el de la predicación de San Pablo en el areópago de Atenas (Hechos XVII, 1534). A mitad del siglo I, cuando suceden los hechos, Atenas hacía tiempo que había perdido la supremacía política y económica, pero todavía constituía un centro cultural para las élites del Imperio y una estación de paso casi obligada para cualquier hombre cultivado. Pablo habla allí diariamente de sus creencias, tanto en la sinagoga como en el ágora, que es un hervidero de doctrinas de toda condición, pero donde predominaban ˗dice Lucas˗ las “estoicas” y “epicúreas”. Un día es invitado a ir al areópago a explicar claramente su mensaje. Pablo abre allí su discurso recordando haber visto en las calles de Atenas un altar “al Dios desconocido” y afirma que ese es el Dios que él viene a anunciarles: un Dios único, creador y providente, que no tiene aspecto material, sino espiritual y que forma parte de nosotros y nosotros de Él. Los espectadores le escuchan atentamente. Pero el escándalo surge cuando Pablo les habla de un hombre misterioso ˗del que no llega a pronunciar su nombre˗ que es enviado por ese Dios y que muere y resucita de entre los muertos, anunciando nuestra propia resurrección. Pablo suscita la curiosidad de algunos presentes, pero mueve a otros a hilaridad y burla, pues, aunque existía una cierta inquietud trascendente en el ámbito helenístico, especialmente entre los platónicos y los pitagóricos, estos creían en la transmigración de las almas, pero no desde luego en la resurrección de los cuerpos.
El discurso de Pablo tenía, en efecto, para el racionalismo filosófico de la mentalidad griega todo el marchamo de la credulidad supersticiosa. Pero también para la mentalidad romana. Otro episodio del mismo libro de los Hechos (XXVXXVI) es muy revelador. Se trata de la detención y juicio de Pablo en Cesarea y de su declaración ante el rey Agripa y el procurador romano Festo. Pablo, tras narrar su trayectoria y su conversión, se defiende de la acusación de los judíos y afirma que Jesús ha resucitado efectivamente de entre los muertos. Festo le interrumpe y exclama: “¡Tú deliras! Las muchas letras te han sorbido el juicio!” (XXVI, 24). Las palabras y el talante de este procurador romano nos recuerdan la reacción de Pilatos en el Evangelio de Juan cuando Cristo le dice que su reino “no es de este mundo” y que viene a “dar testimonio de la verdad”. “¿Y qué es la verdad?”, pregunta Pilatos escépticamente para levantarse, sin embargo, y decirle a los judíos que no halla ningún crimen en ese hombre (Juan, XVIII, 3338). En esta crucial escena se enfrentaban ya no tanto (o ya no sólo) dos universos mentales ˗el griego y el judío, ambos muy distintos pero igualmente atentos a la realidad de las cosas˗, sino dos nuevas y emergentes visiones del mundo: el realismo pragmático representado por Roma y el espiritualismo idealista de Cristo y de los cristianos.
Pues bien, habría que reconocer que la naciente Iglesia hizo un esfuerzo considerable para demostrar que estas dos visiones podían ser conciliables. La armonización de lo cristiano con lo judío y de lo judeocristiano resultante con la cultura grecolatina fue ciertamente un desafío histórico y cultural de enormes proporciones y, en último término, el gran legado de Occidente al mundo, al menos hasta los umbrales mismos de la modernidad. La apropiación de Platón por parte de San Agustín o la de Aristóteles por Santo Tomás de Aquino fueron sólo jalones eminentes de un camino fecundo, aunque espinoso, que se inicia en el propio San Pablo y que tuvo una continuación casi programática en los llamados Padres de la Iglesia, ya desde Justino en el siglo II. La postura mayoritaria de la Patrística, cuyos representantes en muchos casos eran filósofos, profesores de Retórica y hombres cultivados, fue la de un compromiso, más o menos confiado o receloso, entre ambas tradiciones. Los Padres de la llamada Escuela de Alejandría, con Clemente a la cabeza, crearon el concepto de Logos didascalo, afirmando que el Espíritu divino conforma un Logos universal que late en el pensamiento clásico pagano y que lo alienta y prepara progresivamente para descubrir el tesoro de la revelación cristiana. También los cultos Padres capadocios (Basilio de Cesarea, Gregorio de Nisa, Gregorio Nacianceno…) contribuyeron altamente a esa labor conciliadora y es muy significativo desde el propio título el opúsculo redactado en el siglo IV por el primero de ellos, Carta a los jóvenes sobre la manera de sacar provecho de las letras helenas, que fue ondeado como una bandera por los primeros humanistas del Renacimiento. Más abajo nos referiremos a la aportación imprescindible que en este sentido humanístico e integrador llevaron a cabo los dos grandes autores de la Patrística latina: San Jerónimo y San Agustín.
Pero centrémonos ahora en la cultura grecolatina y aludamos brevemente a los autores y elementos que han pasado a ser referencia imprescindible para el humanismo, configurando, por así decirlo, el “canon” de esa tradición, un canon que se fue definiendo de manera espontánea y progresiva, sin ningún tipo de imposición normativa o formalización académica.
Platón (s. VIV a.C.) es sin duda el primer nombre que aparece. El filósofo y matemático británico A. N. Whitehead decía en frase famosa que toda la historia del pensamiento occidental “es una serie de notas a pie de página de los Diálogos de Platón”. La frase puede parecer exagerada, pero si de alguien puede decirse es del fundador de la Academia ateniense. Y ha sido, desde luego, el filósofo tradicional de los humanistas.5 Aristóteles también tuvo su importancia (ahí está su legitimación del arte y la literatura, conjurando en la Poética la expulsión de los poetas que había tenido lugar en La República de Platón); sin embargo, el Estagirita fue mucho más el paradigma de los teólogos, de los científicos y de los filósofos profesionales, que precisamente fueron, como veremos más abajo, los enemigos tradicionales de los humanistas, desde Petrarca en adelante. Pero es Platón, en cualquier caso, el que propone una antropología espiritual en la que el alma precede y trasciende al cuerpo y ofrece un hermoso trasfondo metafísico ˗bastaría el Fedro para demostrarlo˗ que tira del ser humano hacia lo alto, hacia lo bueno, hacia lo bello, hacia lo verdadero. El humanista no es un homo metaphysicus, pero sí es un homo spiritualis que admite el misterio y requiere una perspectiva que le permita trascender la claustrofobia mental y existencial del ser humano, y en Platón encuentra ese horizonte del modo más bello y estimulador posible.
Además Platón es el “evangelista” del sabio griego por antonomasia: Sócrates (el “santo Sócrates”, que decía Erasmo), cuya vida y muerte resultan ejemplares. ¿Cómo olvidar el último y elevado discurso sobre la inmortalidad del alma que tiene lugar en el diálogo del Fedón poco antes de beber la cicuta que acabará con su vida? Sócrates establece el autoconocimiento como premisa necesaria para todo saber y preconiza la modestia del sabio (“sólo sé que no sé nada”) frente a la complejidad de los asuntos, pero sabiendo que esa modestia es precisamente la que distingue al sabio de la mayoría vulgar, que cree tener opiniones fundadas sobre las cosas sin haber pensado a fondo sobre ellas. En realidad, el pensamiento socrático y su método ˗la mayéutica˗, más que un intento para establecer la verdad de modo absoluto y concluyente, es una permanente denuncia de los caminos errados, torcidos, tramposos o interesados, por los que el filósofo no debe transitar: la vía de la moda, del tópico, de la palabrería, de la lección aprendida pero no asimilada, o de la consideración del saber como instrumento de cambio y no como fin que proporciona valor y sentido a la vida.
Sócrates representa, en último término, la verdadera noción de “filósofo” para la tradición humanística, que dista mucho de la acepción académica o profesional del término y responde más bien al estricto origen etimológico del mismo: “amante de la sabiduría”. Y una fuente enorme de sabiduría la proporcionaba en la época el género cultivado por Esquilo, Sófocles y Eurípides (que tuvo, por cierto, una estrecha vinculación intelectual con Sócrates): la literatura trágica. Nadie profundizó más que los trágicos griegos en esa doble condición de dignitas y miseria que caracteriza al ser humano de acuerdo con la concepción antropológica del humanismo, y la fuerza con que se manifestaba en el teatro aquella dialéctica comportaba lecciones y reflexiones de enorme calado: el “aprender sufriendo”, como se dice en el Agamenón de Esquilo; los peligros de la hybris, entendida como desmesura, como soberbia, como ambición excesiva, nacida de una ausencia de temor a los dioses o de un paralelo desconocimiento de las limitaciones humanas; el castigo de la pasión destructiva (esas Fedras, esas Hécubas, esas Medeas…); el error de la unilateralidad (ni Antígona ni Creonte, por ejemplo, tienen toda la razón, porque sólo ven una parte del asunto) y los perjuicios del empecinamiento, como el que muestra Edipo al llevar adelante, a pesar de todos las advertencias en contra, la inquisición que acarreará su ruina. Pero también, en último término, la noble y digna aceptación del destino, que el propio Edipo representa.
Todas estas lecciones fueron oportunamente recogidas por el estoicismo, reflexión filosófica que privilegiaba el dominio de la razón contra los impulsos pasionales, pues las pasiones, como había mostrado la tragedia, llevaban al desastre. El estoicismo tendría una importancia crucial dentro de la tradición del humanismo y apareció en la época helenística cuando se aflojaron los vínculos del hombre griego con la polis y el ideal filosófico de la vida y de la virtud ya no se contemplan en relación a la comunidad ˗como en la ética aristotélica˗ sino ateniéndose al propio individuo, haciéndose con ello paradójicamente también universales, válidos tanto para los griegos como para los bárbaros, y tanto para los libres como para los esclavos (anticipando, por cierto, la universalización que San Pablo plantearía después: “no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer”, Gálatas 3, 28). La autoconciencia, el autodominio, la dignidad ante el sufrimiento, la libertad frente a la dependencia y las contingencias exteriores pasarán a ser, por tanto, exigencias éticas de la doctrina estoica que integrará a partir de ese instante la sabiduría humanística.
Y llegamos al mundo latino, con cuatro nombres fundamentales, tres de los cuales (Virgilio, Horacio y Séneca) nacieron en el siglo I a.C. y un cuarto, Cicerón, el fundamental, nacido a finales del siglo anterior. Virgilio fue el hombre de la sensibilidad artística, el que lo convertía todo en fina literatura, desde los mitos y tópicos antiguos ˗como el pastoril o el de la Edad de Oro˗ hasta las labores del campo, manifestando una extensa visión cultural de casi mil años y exhibiendo con orgullo y sin rebozo sus fuentes e influencias helenas. Pero es también el poeta que canta a la eterna gloria de Roma, auspiciando un nuevo mundo con una inequívoca y universal proyección civilizadora. La visión de Virgilio todo lo humaniza (incluidos plantas y animales) e introduce la emoción y la calidez en la poesía épica, inaugurando así para el mundo clásico ese pathos que estaba tan presente en los relatos bíblicos y del que carecía la literatura grecolatina. Por eso Virgilio constituyó muy pronto un nexo estratégico entre el mundo pagano y el mundo cristiano, como se vio con la lectura mesiánica de su Bucólica IV, y Dante desde luego no se equivocó al tomarlo siglos después como guía para su epopeya escatológica cristiana.
Horacio es, entre los grandes poetas de su tiempo, el que introduce con mayor entidad la modernidad lírica en Roma y escribe un tipo de amplia y profunda poesía existencial, tan alejada de la languidez de Tibulo como del apasionamiento de Propercio, dotándola además de un componente ético (lo cual le alejaba del imaginativo y ligero virtuosismo de Ovidio) que adquiría a veces visajes epicúreos, otras estoicos y otras escépticos. Horacio es, por otro lado, el autor reflexivo y consciente que se complace en hablar de literatura y escribe un Arte poética (su Epistola a los Pisones) que es un texto insustituible para la crítica literaria de Occidente, lleno de sensatez, buen gusto e ironía. La poderosa capacidad expresiva de Horacio le hace ser, por otro lado, el mejor formalizador de tópicos de la literatura universal, algunos de ellos de carácter vital o existencial (carpe diem, beatus ille, aurea mediocritas…), pero otros con una evidente proyección literaria: el docere et delectare, el ut pictura poesis, el non omnis moriar (que postula la inmortalidad póstuma por la fama literaria) o el odi profanum vulgus, que es una defensa de la jerarquía estética e intelectual (sin asomo alguno de elitismo social, ya que el propio Horacio era el orgulloso descendiente de un esclavo).
Un autor nacido cuatro años después de la muerte de Horacio afianzaría desde otra perspectiva esa distancia imponderable entre el aspirante a sabio y la masa del vulgo, subrayando la singularidad del primero, cuya voluntad se resume en “la tarea de hacerse mejor cada día”. Nos referimos al hispanoromano Séneca, el “filósofo moral” por antonomasia dentro de la doctrina del estoicismo, que acabó siendo probablemente la corriente ética fundamental en la tradición humanista. Séneca, magnífico literato (no hay más que leer su Medea para atestiguarlo) es tal vez el autor inaugural del género del “ensayo” ˗tan definitorio de esa tradición˗ y podemos entenderlo, en último término, como un esteta de la Virtud que nos sugiere la idea de la “belleza moral” y la consideración de “la vida como obra de arte”. Sus espléndidas Epístolas a Lucilio se abren con una frase suficientemente explicativa, Vindica te tibi, que admite múltiples sentidos: reivindícate, sé tú mismo, sé digno, sé independiente; y el eco de la idea se proyecta en todos los aspectos de la conducta moral: autodominio, autoconocimiento, responsabilidad y dignidad personales, entereza, capacidad de sacrificio. No es extraño que, igual que con Virgilio, la naciente religión cristiana quisiera hacerlo uno de los suyos, fantaseando una supuesta correspondencia epistolar entre él y su contemporáneo San Pablo.
Pero, como decíamos, existió otro autor nacido un siglo antes de Séneca que marcó la pauta de lo que vino después y a quien podemos considerar sin exageración alguna como el verdadero “padre” del humanismo antiguo: Marco Tulio Cicerón. Cicerón obviamente había viajado a Atenas, sabía perfectamente griego y se consideraba “más filoheleno que nadie”, pero no dejaba de ser la máxima expresión de un romano y el defensor más convencido de la grandeza y valores de su patria, con lo que su desafío ˗perfectamente consciente˗ fue armonizar el saber helénico y la virtus latina o, dicho de otro modo, la cultura griega con la civilización romana.
Ese programa de decantación y armonización lo llevó a cabo Cicerón durante sus años maduros en sus grandes obras, como las Tusculanas, De finibus, De natura deorum, o De officiis (es decir, “Sobre los deberes”, privilegiando, por cierto, desde el propio título el concepto sobre el que bascularía la tradición del humanismo, a despecho de lo que hoy se interpreta a menudo, considerando que la importancia recae sobre la noción recíproca de los “derechos”). Destaca en todas esas obras su eclecticismo filosófico y Cicerón exhibe una capacidad extraordinaria para limar las fricciones y asperezas entre los distintos elementos que va recogiendo con el fin de erigir su proyecto de formación integral. Cicerón no pretende la originalidad ˗porque la sabiduría nunca es original˗, pero manifiesta una gran clarividencia para advertir y rechazar todos aquellos elementos que pueden resultar letales o debilitadores para los principios en los que se asienta su paideia humanística: la defensa del libre albedrío, la negación de que el azar rija la vida, la consideración de que el bien es más poderoso que el mal, la vinculación entre virtus y dicha, o la aceptación de un marco metafísico que preserve el sentido de la vida (a este propósito Cicerón apuesta por el marco metafísico platónico como el más beneficioso para el desarrollo espiritual del ser humano). Nada de esto son obviamente verdades demostrables y objetivas, sino principios que es preciso defender para procurar una existencia más digna.
Pero son sus obras breves las que han provocado secularmente la empatía de Cicerón con los futuros humanistas: el De amicitia, donde el antiguo sentido cívico de la philía griega se tiñe de matices que apelan a un lazo más libre y personal, al margen de realidades políticas o institucionales; el De senectute, opúsculo que Erasmo declaraba besar cada vez que lo abría para releerlo y que es el primer tratado de la historia en que se valora positivamente la vejez; el Pro Archia, discurso en favor del poeta antioqueño Arquias para que se le concediera la ciudadanía romana, pero que servirá de pretexto para la primera laudatio de los estudios humanísticos y literarios, donde Cicerón revelará una concepción muy clara de los saberes que han de componerlos: historia, retórica, filosofía, poesía… Y también convendría mencionar aquí sus interesantísimas Cartas, en cuya escritura se muestra Cicerón con un tono cercano y confidencial, trasluciendo su vida interior y sus debilidades humanas…
Cicerón, por si fuera poco, es el creador del término humanitas para designar la cualidad esencial que vincula a los hombres entre sí y los diferencia de los animales, merced al empleo de la razón y su principal instrumento: el lenguaje. No por azar escribió Cicerón varios tratados de Retórica, pues era muy consciente de que el ser humano, cuanto más dominaba su lengua, más humanidad era capaz de desarrollar. Porque para Cicerón –y lo dice varias veces de diversas formas– no bastaba con nacer humano para merecer moralmente esa condición y, a partir del “deber” como idea nuclear, compartía la exigencia pindárica del “llega a ser el que eres” para alcanzar de pleno derecho la verdadera humanitas. Ello daba asimismo la medida de su dignitas, un concepto de gran importancia en la obra ciceroniana y también, como ya hemos dicho, en la antropología humanística. Finalmente, Cicerón es el responsable, a partir de la metáfora platónicosocrática de la semilla del conocimiento (Fedro, 276b277a), de la aplicación del término agrícola “cultura” a la formación intelectual del ser humano, considerando a la mente y al espíritu como campos de labranza que hay que cultivar adecuadamente para que dén sus frutos.
La labor de Cicerón es impresionante y emociona ver cómo su figura fue reconocida y estimada por los protorenacimientos y prerenacimientos medievales (desde el carolingio hasta el de la Escuela de Chartres en el siglo XII) y ese respeto no menguó ni un ápice, sino que se incrementó con su mejor conocimiento entre las generaciones de humanistas plenos del quattrocento italiano. Y habría que insistir en el insustituible valor que tuvo su obra en la formación originaria de la tradición humanista, pues no solamente sirvió de nexo entre el mundo griego y el romano sino también entre el pagano y el inminente aporte del cristianismo. Es bien sabido que entre los apologetas cristianos, como Minucio Félix o Lactancio, fue Cicerón muy apreciado y constituyó un referente de gran importancia en la Patrística latina, singularmente en sus dos grandes autores: San Jerónimo y San Agustín. Ambos eran hombres cultivados, educados en el respeto y la fruición de las letras clásicas, pero también cristianos inflamados que se veían forzados a contemplar esa herencia con bastante cautela. Una anécdota célebre que narra San Jerónimo en una de sus cartas (a Eustoquia, hija de Paula, una de sus discípulas) puede hablarnos de esa lucha.
Se trata de un pasaje confesional donde San Jerónimo recuerda que él conservaba ciertos hábitos “mundanos” como el amor inextinguible a su biblioteca de clásicos. Un día enferma y en medio de la fiebre oye una voz divina que le pregunta de pronto si se considera cristiano; él responde que sí, pero la voz le replica: “ciceroniano eres, no cristiano”, y en ese instante bajan unos ángeles del cielo y empiezan a flagelarle con dolorosos zurriagazos hasta hacerle prometer que ya no recurrirá más a libros profanos. Diez años después, en una polémica doctrinal con Rufino de Aquilea, éste sacó a relucir dicha confesión y le acusó de incumplir su promesa, porque seguía citando en sus sermones a autores paganos a los que mencionaba con posesivos llenos de afecto (“nuestro Tulio, nuestro Flaco, nuestro Marón”, o sea: Cicerón, Horacio y Virgilio). San Jerónimo se defendió arguyendo que esa promesa la hizo en el curso de un sueño… En cuanto a San Agustín, él mismo declaró abiertamente en sus Confesiones que el desaparecido Hortensio de Cicerón fue el libro que le introdujo a los 18 años en el camino de la filosofía, convulsionando por entero sus emociones y el sentido de su búsqueda intelectual: “cambió mis afectos y mudó hacia ti, Señor, mis súplicas e hizo que mis votos y deseos fueran otros” (III, 4, 7).
Ciertamente, San Jerónimo y San Agustín son dos jalones importantes en el largo camino del humanismo cristiano y fueron siempre muy reconocidos por los autores posteriores de esa tradición. Aunque no era el Jerónimo de las obras exegéticas, apologéticas o hagiográficas el que les interesaba, sino el de sus magníficas Epístolas, donde se mezclaban elementos cálidos y existenciales con la fina erudición; y no era el Agustín de los tratados doctrinales (ni siquiera el de las cumbres teológicas de Civitas dei o De trinitate) sino el de las existenciales y descarnadas Confesiones el que cautivaría a los humanistas del futuro y se convertiría en referente insoslayable de un Petrarca o de un Montaigne. Por lo demás, para la tradición del humanismo San Jerónimo es el traductor bíblico de la Vulgata y representa al saber filológico que pone en contacto lenguas y culturas (además de ser –y no es cosa baladí– la encarnación icónica del hombre que se entrega a la soledad del estudio, tal como en el Renacimiento lo representó Durero en su célebre grabado). Y San Agustín, por su parte, es el pensador que asimila el pensamiento platónico desde la teología cristiana y representa al buscador angustiado de la vida espiritual, el que descubre el terrible y maravilloso abismo interior del hombre y lleva hasta el extremo el autoconocimiento délfico y la interlocución introspectiva a la que había apuntado la tradición grecolatina con el daimon socrático y el numen de Séneca.
Si esas dos cumbres del humanismo cristiano cierran el mundo antiguo, otro genio, casi diez siglos más tarde, clausurará el mundo medieval con un poderoso monumento literario absolutamente cristiano, la Divina Comedia, en el que recibirán su homenaje los representantes más ilustres de la cultura clásica, paganos para los que el autor inventa en el Canto IV de su Infierno un amable Limbo escatológico, disponiendo para ellos un “noble castillo” y un fresco y verde prado donde pueden reunirse para conversar sobre los altos temas literarios y filosóficos que han sido la pasión de sus vidas mortales. Como epítome y colofón de todos ellos, Dante elige en su obra a Virgilio para que le guíe en su viaje ultramundano hasta las puertas mismas del Paraíso por los reinos del Infierno y del Purgatorio. La intención humanística y conciliadora de Dante se hace evidente en toda la obra, pero si hubiera que elegir un solo pasaje para demostrarlo, tal vez lo hallaríamos en ese Canto XXI del Purgatorio –el cual, según el fino y agudo sentir del poeta florentino, es el reino de los artistas y los literatos– en el que Dante y Virgilio encuentran al latino Estacio, quien abraza emocionado a Virgilio confesándole que él fue quien le encaminó no sólo a la poesía, sino también hacia la fe de Cristo… Dante avala con ello, conjuntamente, la dudosa “conversión” del autor de la Tebaida con la imaginada índole mesiánica y protocristiana de la obra de Virgilio.
Dante puede, pues, considerarse en cierto sentido como la antesala del inminente espíritu humanista del Renacimiento, que vendría de la mano de otro autor nacido en la misma Toscana cuarenta años más tarde y en quien cuajaría finalmente la perfecta conjunción entre el legado clásico y el espíritu cristiano. Hablamos, obviamente, de Francesco Petrarca, a quien se ha calificado con toda la razón como el primer hombre moderno, dándose, sin embargo, la paradoja de que luchó contra los moderni de su época y se consideraba a sí mismo, melancólicamente, como un hombre perdido en la degradación de los tiempos. Pero lo cierto es que con él se abre, como es bien sabido, un nuevo mundo espiritual en la cultura de Occidente.
Debemos advertir en este punto que el Petrarca que aquí nos interesa no es el joven poeta en lengua toscana que introducirá el neoplatonismo amoroso y el antiguo marco pastoril en las literatura renacentistas de lenguas vernáculas, convirtiéndose así durante tres siglos en el poeta de referencia en toda Europa, sino el pensador y estudioso de su edad madura que escribirá en latín sobre los hombres ilustres y los hechos memorables de la antigüedad, sobre las ventajas de la vida retirada, sobre la vana pedantería erudita, sobre la vida ética y los remedios contra la adversa fortuna… Aunque, si hubiera que elegir una sola obra sugestiva y crucial para el futuro humanismo, esa obra sería el extraordinario testimonio de un hombre de espíritu –y de un hombre de letras– que es el Secretum. Ahí utiliza Petrarca el esquema del diálogo platónico para hablar sobre la noble búsqueda espiritual y sobre la miseria de las debilidades humanas (dos de ellas, principalmente: las tentaciones carnales y la gloria literaria) con un hombre como San Agustín, que había tenido conocimiento sobrado de todo ello, sublimado ya aquí por la santidad cristiana, pero que se nos presenta como un modélico humanista que siembra sus intervenciones con citas de Platón, de Horacio, de Ovidio, de Virgilio, de Cicerón, de Séneca...
En este diálogo y en su organizado Epistolario, que consta de casi 500 cartas y que toma como modelo los de Cicerón y Séneca (y acaso también el de San Jerónimo), es donde nos encontramos al Petrarca más próximo y personal, aunque se advierte asimismo la voluntad de hacer de su vida un trayecto paidético, el ejemplo humanístico de un hombre de letras. Porque Petrarca va históricamente mucho más allá del rescate y edición de textos antiguos que empezaba a practicarse en su época (aunque él también participara, protagonizando, por cierto, el magnífico descubrimiento de las Epístolas ciceronianas), sino que debe ser considerado como el primer humanista que logra incorporarse de modo vivencial a los autores antiguos en una operación de asimilación espiritual que él comparaba a un proceso digestivo. Aunque la infinita admiración y el respeto no le impidieron mantener con ellos una relación de complicidad absoluta y como una suerte de coetaneidad extratemporal, hasta el punto de llegar a escribirles cartas (a Cicerón, a Séneca, a Virgilio…) como si estuvieran vivos.
Como decíamos, Petrarca –que fue un adelantado en la historia de Occidente– se consideraba un desarraigado de su propia época y se mostró extraordinariamente sensible a todo lo que entonces se oponía o malversaba su deseado sueño humanístico. Entre sus Epístolas seniles destaca una desengañada carta a la Posteridad, donde esboza un significativo repaso autobiográfico y afirma haber escrito para los que vinieran después de él, lo que suponía un ataque implícito a una intelectualidad contemporánea que no veía –y, lo que es peor, no dejaba ver– la necesidad de recuperar la belleza y la verdad transmitida por los antiguos. Una de las cosas más admirables en la obra de Petrarca es su perspicacia para identificar la índole de los enemigos (de entonces y de ahora) que suponían una traba para el afianzamiento y el desarrollo de la tradición humanística que él representaba. Dichos enemigos, a la sazón, podrían localizarse en estos tres grupos: los filósofos académicos, los vanos eruditos y los teólogos dogmáticos.6
Los filósofos académicos, seguidores de Aristóteles, eran los neoescolásticos, los dialécticos, los nominalistas de su tiempo, que tenían en la Universidad su centro de poder y que usaban la horrible jerga profesional de los especialistas, escudándose en un saber de escuela. (¿Y cómo no pensar en los representantes de los modernos imperialismos hermenéuticos –marxismo, psicoanálisis estructuralismo– y en los crípticos lenguajes de heideggerianos, lacanianos, derridianos, etc.?). Sobre este tipo de filósofos “universitarios” ironizará Luis Vives dos siglos más tarde en Las disciplinas, evidenciando el secular desajuste entre el humanismo y la Universidad, o lo que es lo mismo: entre una lenta y profunda paideia y la simple y rutinaria expedición de títulos. Este desajuste –que es un asunto de amplio calado– explica que la mayoría de los grandes humanistas (desde el propio Petrarca hasta la generación de Vives: Erasmo, Budé, Moro, etc.) trabajara al margen de la Universidad, ganándose la vida en otros desempeños: preceptores de nobles, diplomáticos, secretarios…, aunque también existió una legión meritoria de humanistas anónimos trabajando en modestos ministerios eclesiásticos o ejerciendo la docencia en escuelas o academias de pequeños pueblos y ciudades.
Por otro lado, los vanos eruditos, que trataban cuestiones totalmente alejadas de las preocupaciones éticas y existenciales de la vida humana y que privilegiaban cualquier conocimiento por encima de la auténtica sabiduría. En el capítulo II de su tratado Sobre la ignorancia, Petrarca se pregunta para qué sirve el estudio de la naturaleza si se ignora o menosprecia nuestra propia condición y si pasamos la vida “sin preguntarnos para qué hemos nacido ni de dónde venimos ni adónde vamos”. Ello plantea el asunto de lo que Petrarca denominaba la “vana erudición” y, en último término, de la relación entre el humanismo y la ciencia y sus reproches mutuos. Petrarca lo recrea con mordaz ironía en el capítulo III de sus Invectivas contra el médico, donde hace una defensa de la poesía frente a los ataques de un médico escolástico que la desprecia tachándola de inútil. En realidad, la crítica de los humanistas sobre la insuficiencia o incluso la impertinencia de la visión científica venía de lejos. Ya Sócrates confesaba en el Fedón (96a y ss.), a propósito de la física de Anaxágoras, su tremendo desengaño juvenil ante esa visión empírica del mundo al comprobar que el sentido, la finalidad y los impulsos íntimos del ser humano quedaban siempre fuera de la investigación y que se corría el peligro de quedar “ciego de alma”. Esta decepción (o ese escepticismo) será permanente y explícita en la tradición humanista, desde Séneca hasta Petrarca y desde Montaigne hasta George Simmel.
Y en tercer lugar, los teólogos dogmáticos, a los que Petrarca se enfrentó en su tiempo haciendo valer su libertad de juicio frente a cualquier imposición externa. Ya en la primera de sus Cartas familiares censura a aquellos eruditos de escuela, aherrojados en corsés mentales, que “nunca juzgan algo desde su propio punto de vista”. Este dogmatismo era todavía más enconado entre los teólogos, porque sus criterios se escudaban en la voluntad divina. Hay que decir que Petrarca atacó con resolución a la herejía y a la irreligiosidad, pero sus argumentos eran muy distintos a los empleados por la “oficialidad” de la Iglesia e iban mucho más en la línea de lo ético, lo intelectual o lo espiritual que en la de la sentimentalidad devocional o la arcanidad teológica. Por lo demás, y como es bien sabido, el frontal desacuerdo de perspectivas entre el humanismo de Petrarca y los teólogos de su tiempo continuó, por las mismas razones, en los siglos siguientes (no hay más que recordar en la segunda mitad del siglo XVI las censuras contrarreformistas sobre la obra de Erasmo o los acosos inquisitoriales en España sobre humanistas insignes como Sánchez de las Brozas o Fray Luis de León). Hoy sustituyen a los teólogos antiguos nuevos inquisidores antihumanistas que esgrimen la doxa de lo “políticamente correcto” y persiguen con saña los pecados laicos de la sociedad civil, dictaminando lo que debe y no debe ser dicho (o siquiera pensado) y amenazando con la “cancelación” de quienes se atreven a juzgar las cosas “desde su propio punto de vista”.
Después de Petrarca, con su fina perspicacia en lo que se refiere a temas, tonos, actitudes y alertas estratégicas, la tradición del humanismo cristiano quedaba establecida en sus puntos esenciales y habría que decir que su inestimable labor humanística obtuvo el reconocimiento de las sucesivas generaciones –las de Boccaccio y Salutati– dentro de su mismo siglo, eclosionando con fuerza y brillantez en la Italia renacentista del siglo siguiente, donde se materializó con diferentes matices y perspectivas, desde el humanismo “filológico” de Leonardo Bruni o Lorenzo Valla en la primera mitad del siglo hasta el humanismo más “filosófico” que cerraba la centuria con Marsilio Ficino y Pico della Mirandola. El quattrocento italiano se ocupó también de afianzar conceptos que eran piedras angulares de esa tradición hasta el punto de hacer girar tratados y diálogos en torno a ellos: la “dignidad humana” y el “libre albedrío” fundamentalmente. La Oratio de hominis dignitate (1485) de Pico della Mirandola tuvo el acierto de vincular inextricablemente ambos conceptos y abundar en la idea de responsabilidad personal al definir la condición antropológica de la humanitas como un estado intermedio (y privilegiado) entre la divinitas y la feritas y estimular a ennoblecerse acercándose a la primera y no degradarse asimilándose a la última. Este despliegue de humanismo italiano se hace plenamente europeo y afianza su perspectiva ética, cristiana y pedagógica en las primeras décadas del siglo siguiente, en las que florece una generación extraordinaria (con Erasmo, Moro y Vives a la cabeza) que supondrá el asiento y la proyección definitiva de ese valiosísimo legado en la cultura de Occidente.
Quién puede dudar de que esa tradición (y el propio Occidente en el que ha florecido) está hoy en horas bajas, y en serio peligro de ser sustituida por esos post, trans o ciberhumanismos (cuando no por los animalismos de turno), herederos, en último término, del humanitarismo ilustrado del siglo XVIII, donde el humanismo sufrió una quiebra decisiva.7
Pero, a despecho de pesimismos, escepticismos o agnosticismos personales, hay que recordar que la tradición humanista ha tenido plena vigencia y operatividad cultural en el pensamiento de Occidente hasta el advenimiento recentísimo, con el nuevo milenio, de la era digital. Pero veamos, sin ir más lejos, el siglo pasado. Y no nos referimos a los especialistas en la materia (un Jaeger, un Curtius, un Auerbach…) ni a ensayistas culturales de referencia, desde un George Simmel a un George Steiner, ni a emblemáticos creadores y hombres de letras, como T.S. Eliot, Stefan Zweig, Albert Camus y un larguísimo etcétera. Tomemos a los filósofos puros. Fijémonos, por ejemplo, en la filosofía alemana, no evidentemente en Heiddeger y sus secuelas de deconstrucción filosófica, pero sí en figuras como Husserl, Jaspers, Scheler, Cassirer, Gadamer, Hannah Arendt… Verdaderos humanistas culturales desde el primero hasta la última, que ondearon con orgullo e inteligencia la bandera de esa tradición.
La raíz de la tradición humanista es mucho más profunda de lo que parece. Pensamos que el árbol aún tiene vida. Y sus frutos carecen de comparación.
La primera sería, inevitablemente, determinar lo que entendemos por “humanismo”, un concepto de variadas acepciones, que a menudo ha sido y es empleado con tanta vaguedad como inexactitud desde el punto de vista histórico y cultural. Transcribiré para ello la definición con la que comenzaba mi libro Sobre el viejo humanismo con la intención, precisamente, de descartar equívocos: “Entendemos por humanismo la tradición de una larga sabiduría, vertida por escrito, que tiene sus orígenes en la cultura grecolatina y en el posterior elemento catalizador cristiano y cuyo propósito no es otro que el ennoblecimiento armónico del ser humano en sus facetas ética y estética, existencial y espiritual”.1
“Tradición” (de tradere=entregar), porque se entrega una riqueza, un conocimiento, que es también sabiduría para el desempeño de la vida. Esa entrega viene del pasado mediante la escritura ˗de ahí la importancia de la Filología como disciplina nutricia, entendida en el amplio sentido de los studia humanitatis renacentistas˗ y es por ello perfectamente transmisible, aunque no sea posible heredarla sin más, sino que se adquiere lentamente y con esfuerzo.
Para entregar ese legado de sabiduría lo primero que ha de hacerse es preservarlo. Así que el humanismo, en tanto tradición, es un pensamiento conservador, por más que por sus presupuestos y por su contenido tenga un indudable carácter liberal, pues se fundamenta en el libre albedrío y en la defensa a ultranza de la libertad de juicio. Ese mismo carácter tradicional le hace ser siempre antirevolucionario, aunque no por razones políticas o morales, sino de orden sociocultural: el humanismo no cree en la masa, sino en el individuo, y sabe que los procesos revolucionarios desembocan en políticas de tabula rasa (y, por añadidura, en la quema de libros), algo incompatible con su respeto y estima a los logros del pasado. Por la misma razón, tampoco es “progresista”, pues el humanismo no cree en la mitificación del progreso que enarboló en su día el ilustrado Condorcet (y que aún hoy se asume mayoritariamente), en virtud de la cual el innegable desarrollo científicotécnico debe acarrear un progreso paralelo en términos éticos, estéticos y espirituales. El humanismo no cree que se consiga ese progreso a lomos de la Historia y, por lo demás, considera que el progreso más digno de tenerse en cuenta es el perfeccionamiento personal que cada individuo consigue con voluntad y esfuerzo a lo largo de su vida.
Pasemos, pues, una vez realizadas estas aclaraciones previas, a la apreciación de las dos fuentes que abastecen y sustentan la tradición del humanismo: la contribución grecolatina y la contribución judeocristiana, cada una de ellas con su singularidad específica y su ámbito predominante de influencia.
El mundo grecolatino supuso claramente el fundamento de la Razón y de la Forma en la cultura de Occidente, es decir, de la Filosofía y de la Estética, pero también de una Ética basada en criterios puramente racionales. Esto no podía darse en la tradición judeocristiana, donde la fe predominaba sobre la razón, algo comprobable desde el sacrificio de Isaac ˗como explicó hondamente Kierkegaard en Temor y temblor˗ hasta el sacrificio de Cristo y su resurrección subsiguiente (el propio San Pablo hablaba de “la locura de la predicación”, I Corintios, 21). Y, por lo demás, no existen en la tradición bíblica cánones estéticos preestablecidos. No hay, por ejemplo, nada parecido a la Poética de Aristóteles, al Arte poética de Horacio, o al tratado Sobre arquitectura de Vitrubio.2
La determinación religiosa del pueblo judío y del cristianismo posterior no era, por tanto, capaz de atender a los valores de mesura y proporción grecolatinos, pero se convirtió, en cambio, para el mundo occidental en el horizonte existencial y simbólico de sentido y trascendencia. La Biblia, en efecto, emplazaba al ser humano en una estructura mítica de realización entre el origen y el final de los tiempos (GénesisApocalipsis) y la dotaba de una serie de claves para interpretarla (paraíso/expulsión, culpa/redención, caída/arrepentimiento, salvación/condenación, etc.) y de un poderoso arsenal simbólico para representarla y comprenderla: el diluvio universal, la torre de Babel, la tierra prometida, el becerro de oro, la lucha con el ángel, el sufrimiento de Job, la huida de Jonás, la fidelidad de Rut, y tantísimas otras, hasta la misma cruz.
Ahora bien, ambas tradiciones, distintas y complementarias, tenían sin embargo un denominador común que iba a hacer posible su armonización posterior: ofrecían unas concepciones antropológicas absolutamente compatibles, algo que era de extraordinaria importancia. Para ambas tradiciones la condición humana estaba compuesta de espíritu y materia, y el desafío que nos ateñía para nuestra realización como seres humanos era que el espíritu debía prevalecer sobre la materia. En Platón se hablaba de un dualismo sustancial entre un alma (psyché), que preexistía, y un cuerpo (soma) en el que aquella se encarnaba. En la antropología cristiana de San Pablo, deudora en último término de la tradición judía, no había un dualismo propiamente dicho, sino que el ser humano era una totalidad ontológica compuesta por dos tendencias antagónicas que entraban en conflicto: una derivada de la naturaleza caída (la carne = sarx) y otra que había sido renovada y revivificada por la redención (el espíritu = pneuma).3
Sea como fuere, en las dos tradiciones ˗la grecolatina y la judeocristiana˗ la naturaleza del ser humano es al mismo tiempo excelsa y menesterosa, y ambas instancias califican nuestra condición dentro de la tradición del humanismo: la dignitas y la miseria hominis. Esta condición (y hoy no es ocioso insistir en ello ante el desarrollo rampante del movimiento animalista) define también el abismo ontológico y antropológico que nos separa del resto de las criaturas, las cuales no pueden ser dignas ni miserables, pues, siendo absolutamente esclavas de sus instintos, carecen del requisito imprescindible para ello: el libre albedrío. Las dos fuentes tradicionales del humanismo aseguran esa posición de privilegio (y de responsabilidad moral aledaña): ya Protágoras, en paradigmática sentencia, afirmaba que “el hombre es la medida de todas las cosas”, certificando con ello el antropocentrismo del mundo grecolatino; y en el primer capítulo del Génesis se establece que el ser humano es creado a “imagen” y “semejanza” de Dios para dominar sobre las demás criaturas.
Pero volvamos al análisis de esas dos grandes fuentes del pensamiento humanístico y observemos, en primer lugar, que se trata en ambos casos de tradiciones dobles: lo griego y lo latino, por un lado; lo judío y lo cristiano por el otro. La armonización en el primer caso fue mucho más sencilla que en el segundo. La fusión de lo griego con lo latino no fue, en efecto, nada conflictiva pues los conquistadores romanos asimilaron por completo y desde el principio la cultura griega, y puede decirse que hicieron de ella, con su sentido pragmático y su impulso universal, una civilización. El poeta Horacio resumió lo ocurrido en un célebre verso de su Epístola II: “La cautiva Gracia cautivó al fiero vencedor” (Graecia capta ferum victorem cepit). Baste decir que los latinos instruidos solían hablar griego, que el viaje cultural a Atenas era habitual entre ellos y que en los teatros de Roma se representaban a menudo las tragedias griegas en su idioma original. Por lo demás, los autores y géneros de la antigua Grecia eran el modelo de la literatura romana. Fijémonos, sin ir más lejos, en la obra de Virgilio: en las Bucólicas toma como referente a los Idilios pastoriles de Teócrito, en las Geórgicas a Los trabajos y los días de Hesíodo y en la Eneida a los poemas épicos de Homero (aunque, por supuesto, también se tenga en cuenta a la tragedia griega y a la tradición épica latina anterior).
Mucho más tensa y dificultosa fue la transición entre lo judío y lo cristiano. Ahí sí que hubo verdaderamente una quiebra, una ruptura. Es verdad que compartían lo más importante: una misma cosmovisión propiciada por la creencia en un único Dios, creador y providente, y participaban de un estilo poético y descriptivo similar para trasladar los mensajes; pero también existían grandes diferencias, al margen incluso de la principal, que era la conversión del exclusivismo judío en el proyecto universalista cristiano. Así, del Dios cruel y belicoso de los judíos y de su esperanza en un Mesías triunfante y vengador, se pasó al Dios humanizado de la nueva religión, encarnado en la llegada efectiva de un Mesías que moría en una cruz para resucitar tres días más tarde y ascender a los cielos. Y, a tono con ese singular suceso, la actitud ética de los nuevos creyentes –basada en una fe y una emoción extremas que condujo a muchos fieles al martirio se tradujo en un maximalismo ético que distaba tanto del racionalismo ético grecolatino como del pragmatismo ético judío.4
Todas estas diferencias con la doctrina judía tuvieron que ser solventadas por el naciente cristianismo, que no quiso presentarse como una religión nueva sino como el cumplimiento y perfeccionamiento de la antigua. A este fin se elaboró el concepto de “revelación progresiva” (del Antiguo al Nuevo Testamento) formulado por San Ireneo en el siglo II y desarrollado luego por toda la Patrística. Pero, ya antes de eso, los textos novotestamentarios acumulaban los enlaces con las viejas Escrituras para demostrar que Cristo no era una ruptura con ellas sino su culminación y que las referencias al Antiguo Testamento no eran fenómenos de intertextualidad sino, en último término, de intratextualidad estricta. Las alusiones veterotestamentarias de los Evangelios son incesantes (en el de Mateo se han contabilizado hasta 130 pasajes que apelan a las Escrituras, a veces con citas explícitas y literales y otros con finas e implícitas apelaciones), y el propio Jesús –que morirá en la cruz citando salmos se revela un maestro en los juegos textuales: no hay más que recordar el episodio de las tentaciones del desierto, que contiene un auténtico desafío de citas veterotestamentarias con el diablo, del que Jesús sale claro vencedor. Pero la compatibilización de lo viejo judío con lo nuevo cristiano requirió de la figura excepcional de San Pablo. Su genial y profunda reflexión dialéctica entre el espíritu (pneuma) y una letra (gramma) encapsulada en la vieja ley (nomos), resulta fundamental porque permite superar los problemas y las contradicciones por elevación, al abrir una nueva perspectiva espiritual de letra viva frente a una vieja y carnal letra muerta. Sin ese torcedor hermenéutico probablemente nada hubiera sido posible.
Pero las dos tradiciones dobles a las que nos estamos refiriendo –la antigua grecolatina y la posterior judeocristiana tuvieron también que iniciar entre ellas un proceso de confluencia y armonización para acabar constituyendo la base del futuro humanismo cristiano, un proceso complejo y lleno de tensiones que inevitablemente se vio reflejado en los libros del propio corpus bíblico.
Si examinamos, en primer lugar, las relaciones entre el helenismo y el judaísmo resulta muy revelador el examen de los dos libros Macabeos, los últimos libros históricos del Antiguo Testamento, escritos hacia el año 100 antes de Cristo, que narran la revuelta de los judíos ortodoxos frente a sus compatriotas helenizados, ocurrida unas décadas antes. Es verdad que la helenización del pueblo hebreo databa de la conquista de Jerusalén por Alejandro Magno, en el siglo IV a.C. Muchos jóvenes judíos, en especial los de las clases superiores, se habían sentido fuertemente atraídos por la cultura griega y por su estilo de vida, pero el proceso alcanzó su máxima inflexión bajo el reinado de Antíoco IV con el acceso al sumo sacerdocio de la figura de Jasón (cuyo mismo nombre era una helenización de Josúa), el cual mandó construir junto al templo de Jerusalén un gimnasio al que los sacerdotes, descuidando sus deberes religiosos, acudían para ejercitarse en la palestra. Antíoco, por su parte, tuvo el atrevimiento de colocar una estatua de Zeus en el mismo Templo. La reacción del judaísmo ortodoxo, liderado por los hermanos Macabeos, no se hizo esperar y finalmente alcanzó una victoria que se saldó con la muerte de Antíoco, la purificación del lugar sagrado, la reanudación purista del culto y el exilio de buena parte de la aristocracia helenizada. Pero no se podía ir contra el signo de los tiempos: la educación de los rabinos acabó siguiendo las pautas de la paideia griega y la atmósfera cultural se encaminó hacia un sincretismo inevitable, del que sería una muestra ejemplar la gran figura del judaísmo helenístico: Filón de Alejandría (20 a.C. 45 d.C.).
Los textos Macabeos son un documento de frontera extraordinariamente ilustrativo de esa dinámica entre culturas que está en el origen mismo de la tradición del humanismo. El anónimo autor del libro segundo, que toma partido apasionadamente por la lucha del purismo judío contra la helenización, escribe, sin embargo, el texto en lengua griega, introduce en su prefacio tópicos de exordio propios de la tradición grecolatina, sustituye la idea tradicional de sheol por el concepto griego de Hades… Y encarece, por otro lado, la idea del martirio, que era ajena al pragmatismo judío y que, en cambio, asumiría la nueva religión cristiana, deslizando asimismo el texto más inequívoco del Antiguo Testamento sobre la vida eterna y la resurrección, convicciones ajenas al judaísmo tradicional pero que serían la bandera de los prosélitos de Cristo.
Y si el viejo judaísmo estaba helenizado considerablemente a las alturas del siglo primero, ese mismo contexto de hibridación había marcado desde su origen a la escisión cristiana de la religión hebrea. El Nuevo Testamento da plena fe de ello, desde la propia lengua griega sabiamente utilizada (con la eficaz simplicidad de Marcos, la poderosa expresividad de Mateo, el delicado refinamiento de Lucas o la facultad simbólica y conceptualizadora de Juan) hasta la innegable mixtura cultural del judío Pablo, natural de la cosmopolita Tarso, donde imperaban la filosofía griega y el derecho romano. Aunque resultaba de todo punto inevitable que se produjeran fricciones de consideración y es Pablo, precisamente, debido a la importancia y radicalidad de su figura, el que las hizo aflorar con mayor contundencia, tal como se relata en el libro de los Hechos de los apóstoles, con ese soberbio estilo documental, casi periodístico, que caracteriza a esta obra, atribuida a Lucas.
El episodio más célebre es el de la predicación de San Pablo en el areópago de Atenas (Hechos XVII, 1534). A mitad del siglo I, cuando suceden los hechos, Atenas hacía tiempo que había perdido la supremacía política y económica, pero todavía constituía un centro cultural para las élites del Imperio y una estación de paso casi obligada para cualquier hombre cultivado. Pablo habla allí diariamente de sus creencias, tanto en la sinagoga como en el ágora, que es un hervidero de doctrinas de toda condición, pero donde predominaban ˗dice Lucas˗ las “estoicas” y “epicúreas”. Un día es invitado a ir al areópago a explicar claramente su mensaje. Pablo abre allí su discurso recordando haber visto en las calles de Atenas un altar “al Dios desconocido” y afirma que ese es el Dios que él viene a anunciarles: un Dios único, creador y providente, que no tiene aspecto material, sino espiritual y que forma parte de nosotros y nosotros de Él. Los espectadores le escuchan atentamente. Pero el escándalo surge cuando Pablo les habla de un hombre misterioso ˗del que no llega a pronunciar su nombre˗ que es enviado por ese Dios y que muere y resucita de entre los muertos, anunciando nuestra propia resurrección. Pablo suscita la curiosidad de algunos presentes, pero mueve a otros a hilaridad y burla, pues, aunque existía una cierta inquietud trascendente en el ámbito helenístico, especialmente entre los platónicos y los pitagóricos, estos creían en la transmigración de las almas, pero no desde luego en la resurrección de los cuerpos.
El discurso de Pablo tenía, en efecto, para el racionalismo filosófico de la mentalidad griega todo el marchamo de la credulidad supersticiosa. Pero también para la mentalidad romana. Otro episodio del mismo libro de los Hechos (XXVXXVI) es muy revelador. Se trata de la detención y juicio de Pablo en Cesarea y de su declaración ante el rey Agripa y el procurador romano Festo. Pablo, tras narrar su trayectoria y su conversión, se defiende de la acusación de los judíos y afirma que Jesús ha resucitado efectivamente de entre los muertos. Festo le interrumpe y exclama: “¡Tú deliras! Las muchas letras te han sorbido el juicio!” (XXVI, 24). Las palabras y el talante de este procurador romano nos recuerdan la reacción de Pilatos en el Evangelio de Juan cuando Cristo le dice que su reino “no es de este mundo” y que viene a “dar testimonio de la verdad”. “¿Y qué es la verdad?”, pregunta Pilatos escépticamente para levantarse, sin embargo, y decirle a los judíos que no halla ningún crimen en ese hombre (Juan, XVIII, 3338). En esta crucial escena se enfrentaban ya no tanto (o ya no sólo) dos universos mentales ˗el griego y el judío, ambos muy distintos pero igualmente atentos a la realidad de las cosas˗, sino dos nuevas y emergentes visiones del mundo: el realismo pragmático representado por Roma y el espiritualismo idealista de Cristo y de los cristianos.
Pues bien, habría que reconocer que la naciente Iglesia hizo un esfuerzo considerable para demostrar que estas dos visiones podían ser conciliables. La armonización de lo cristiano con lo judío y de lo judeocristiano resultante con la cultura grecolatina fue ciertamente un desafío histórico y cultural de enormes proporciones y, en último término, el gran legado de Occidente al mundo, al menos hasta los umbrales mismos de la modernidad. La apropiación de Platón por parte de San Agustín o la de Aristóteles por Santo Tomás de Aquino fueron sólo jalones eminentes de un camino fecundo, aunque espinoso, que se inicia en el propio San Pablo y que tuvo una continuación casi programática en los llamados Padres de la Iglesia, ya desde Justino en el siglo II. La postura mayoritaria de la Patrística, cuyos representantes en muchos casos eran filósofos, profesores de Retórica y hombres cultivados, fue la de un compromiso, más o menos confiado o receloso, entre ambas tradiciones. Los Padres de la llamada Escuela de Alejandría, con Clemente a la cabeza, crearon el concepto de Logos didascalo, afirmando que el Espíritu divino conforma un Logos universal que late en el pensamiento clásico pagano y que lo alienta y prepara progresivamente para descubrir el tesoro de la revelación cristiana. También los cultos Padres capadocios (Basilio de Cesarea, Gregorio de Nisa, Gregorio Nacianceno…) contribuyeron altamente a esa labor conciliadora y es muy significativo desde el propio título el opúsculo redactado en el siglo IV por el primero de ellos, Carta a los jóvenes sobre la manera de sacar provecho de las letras helenas, que fue ondeado como una bandera por los primeros humanistas del Renacimiento. Más abajo nos referiremos a la aportación imprescindible que en este sentido humanístico e integrador llevaron a cabo los dos grandes autores de la Patrística latina: San Jerónimo y San Agustín.
Pero centrémonos ahora en la cultura grecolatina y aludamos brevemente a los autores y elementos que han pasado a ser referencia imprescindible para el humanismo, configurando, por así decirlo, el “canon” de esa tradición, un canon que se fue definiendo de manera espontánea y progresiva, sin ningún tipo de imposición normativa o formalización académica.
Platón (s. VIV a.C.) es sin duda el primer nombre que aparece. El filósofo y matemático británico A. N. Whitehead decía en frase famosa que toda la historia del pensamiento occidental “es una serie de notas a pie de página de los Diálogos de Platón”. La frase puede parecer exagerada, pero si de alguien puede decirse es del fundador de la Academia ateniense. Y ha sido, desde luego, el filósofo tradicional de los humanistas.5 Aristóteles también tuvo su importancia (ahí está su legitimación del arte y la literatura, conjurando en la Poética la expulsión de los poetas que había tenido lugar en La República de Platón); sin embargo, el Estagirita fue mucho más el paradigma de los teólogos, de los científicos y de los filósofos profesionales, que precisamente fueron, como veremos más abajo, los enemigos tradicionales de los humanistas, desde Petrarca en adelante. Pero es Platón, en cualquier caso, el que propone una antropología espiritual en la que el alma precede y trasciende al cuerpo y ofrece un hermoso trasfondo metafísico ˗bastaría el Fedro para demostrarlo˗ que tira del ser humano hacia lo alto, hacia lo bueno, hacia lo bello, hacia lo verdadero. El humanista no es un homo metaphysicus, pero sí es un homo spiritualis que admite el misterio y requiere una perspectiva que le permita trascender la claustrofobia mental y existencial del ser humano, y en Platón encuentra ese horizonte del modo más bello y estimulador posible.
Además Platón es el “evangelista” del sabio griego por antonomasia: Sócrates (el “santo Sócrates”, que decía Erasmo), cuya vida y muerte resultan ejemplares. ¿Cómo olvidar el último y elevado discurso sobre la inmortalidad del alma que tiene lugar en el diálogo del Fedón poco antes de beber la cicuta que acabará con su vida? Sócrates establece el autoconocimiento como premisa necesaria para todo saber y preconiza la modestia del sabio (“sólo sé que no sé nada”) frente a la complejidad de los asuntos, pero sabiendo que esa modestia es precisamente la que distingue al sabio de la mayoría vulgar, que cree tener opiniones fundadas sobre las cosas sin haber pensado a fondo sobre ellas. En realidad, el pensamiento socrático y su método ˗la mayéutica˗, más que un intento para establecer la verdad de modo absoluto y concluyente, es una permanente denuncia de los caminos errados, torcidos, tramposos o interesados, por los que el filósofo no debe transitar: la vía de la moda, del tópico, de la palabrería, de la lección aprendida pero no asimilada, o de la consideración del saber como instrumento de cambio y no como fin que proporciona valor y sentido a la vida.
Sócrates representa, en último término, la verdadera noción de “filósofo” para la tradición humanística, que dista mucho de la acepción académica o profesional del término y responde más bien al estricto origen etimológico del mismo: “amante de la sabiduría”. Y una fuente enorme de sabiduría la proporcionaba en la época el género cultivado por Esquilo, Sófocles y Eurípides (que tuvo, por cierto, una estrecha vinculación intelectual con Sócrates): la literatura trágica. Nadie profundizó más que los trágicos griegos en esa doble condición de dignitas y miseria que caracteriza al ser humano de acuerdo con la concepción antropológica del humanismo, y la fuerza con que se manifestaba en el teatro aquella dialéctica comportaba lecciones y reflexiones de enorme calado: el “aprender sufriendo”, como se dice en el Agamenón de Esquilo; los peligros de la hybris, entendida como desmesura, como soberbia, como ambición excesiva, nacida de una ausencia de temor a los dioses o de un paralelo desconocimiento de las limitaciones humanas; el castigo de la pasión destructiva (esas Fedras, esas Hécubas, esas Medeas…); el error de la unilateralidad (ni Antígona ni Creonte, por ejemplo, tienen toda la razón, porque sólo ven una parte del asunto) y los perjuicios del empecinamiento, como el que muestra Edipo al llevar adelante, a pesar de todos las advertencias en contra, la inquisición que acarreará su ruina. Pero también, en último término, la noble y digna aceptación del destino, que el propio Edipo representa.
Todas estas lecciones fueron oportunamente recogidas por el estoicismo, reflexión filosófica que privilegiaba el dominio de la razón contra los impulsos pasionales, pues las pasiones, como había mostrado la tragedia, llevaban al desastre. El estoicismo tendría una importancia crucial dentro de la tradición del humanismo y apareció en la época helenística cuando se aflojaron los vínculos del hombre griego con la polis y el ideal filosófico de la vida y de la virtud ya no se contemplan en relación a la comunidad ˗como en la ética aristotélica˗ sino ateniéndose al propio individuo, haciéndose con ello paradójicamente también universales, válidos tanto para los griegos como para los bárbaros, y tanto para los libres como para los esclavos (anticipando, por cierto, la universalización que San Pablo plantearía después: “no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer”, Gálatas 3, 28). La autoconciencia, el autodominio, la dignidad ante el sufrimiento, la libertad frente a la dependencia y las contingencias exteriores pasarán a ser, por tanto, exigencias éticas de la doctrina estoica que integrará a partir de ese instante la sabiduría humanística.
Y llegamos al mundo latino, con cuatro nombres fundamentales, tres de los cuales (Virgilio, Horacio y Séneca) nacieron en el siglo I a.C. y un cuarto, Cicerón, el fundamental, nacido a finales del siglo anterior. Virgilio fue el hombre de la sensibilidad artística, el que lo convertía todo en fina literatura, desde los mitos y tópicos antiguos ˗como el pastoril o el de la Edad de Oro˗ hasta las labores del campo, manifestando una extensa visión cultural de casi mil años y exhibiendo con orgullo y sin rebozo sus fuentes e influencias helenas. Pero es también el poeta que canta a la eterna gloria de Roma, auspiciando un nuevo mundo con una inequívoca y universal proyección civilizadora. La visión de Virgilio todo lo humaniza (incluidos plantas y animales) e introduce la emoción y la calidez en la poesía épica, inaugurando así para el mundo clásico ese pathos que estaba tan presente en los relatos bíblicos y del que carecía la literatura grecolatina. Por eso Virgilio constituyó muy pronto un nexo estratégico entre el mundo pagano y el mundo cristiano, como se vio con la lectura mesiánica de su Bucólica IV, y Dante desde luego no se equivocó al tomarlo siglos después como guía para su epopeya escatológica cristiana.
Horacio es, entre los grandes poetas de su tiempo, el que introduce con mayor entidad la modernidad lírica en Roma y escribe un tipo de amplia y profunda poesía existencial, tan alejada de la languidez de Tibulo como del apasionamiento de Propercio, dotándola además de un componente ético (lo cual le alejaba del imaginativo y ligero virtuosismo de Ovidio) que adquiría a veces visajes epicúreos, otras estoicos y otras escépticos. Horacio es, por otro lado, el autor reflexivo y consciente que se complace en hablar de literatura y escribe un Arte poética (su Epistola a los Pisones) que es un texto insustituible para la crítica literaria de Occidente, lleno de sensatez, buen gusto e ironía. La poderosa capacidad expresiva de Horacio le hace ser, por otro lado, el mejor formalizador de tópicos de la literatura universal, algunos de ellos de carácter vital o existencial (carpe diem, beatus ille, aurea mediocritas…), pero otros con una evidente proyección literaria: el docere et delectare, el ut pictura poesis, el non omnis moriar (que postula la inmortalidad póstuma por la fama literaria) o el odi profanum vulgus, que es una defensa de la jerarquía estética e intelectual (sin asomo alguno de elitismo social, ya que el propio Horacio era el orgulloso descendiente de un esclavo).
Un autor nacido cuatro años después de la muerte de Horacio afianzaría desde otra perspectiva esa distancia imponderable entre el aspirante a sabio y la masa del vulgo, subrayando la singularidad del primero, cuya voluntad se resume en “la tarea de hacerse mejor cada día”. Nos referimos al hispanoromano Séneca, el “filósofo moral” por antonomasia dentro de la doctrina del estoicismo, que acabó siendo probablemente la corriente ética fundamental en la tradición humanista. Séneca, magnífico literato (no hay más que leer su Medea para atestiguarlo) es tal vez el autor inaugural del género del “ensayo” ˗tan definitorio de esa tradición˗ y podemos entenderlo, en último término, como un esteta de la Virtud que nos sugiere la idea de la “belleza moral” y la consideración de “la vida como obra de arte”. Sus espléndidas Epístolas a Lucilio se abren con una frase suficientemente explicativa, Vindica te tibi, que admite múltiples sentidos: reivindícate, sé tú mismo, sé digno, sé independiente; y el eco de la idea se proyecta en todos los aspectos de la conducta moral: autodominio, autoconocimiento, responsabilidad y dignidad personales, entereza, capacidad de sacrificio. No es extraño que, igual que con Virgilio, la naciente religión cristiana quisiera hacerlo uno de los suyos, fantaseando una supuesta correspondencia epistolar entre él y su contemporáneo San Pablo.
Pero, como decíamos, existió otro autor nacido un siglo antes de Séneca que marcó la pauta de lo que vino después y a quien podemos considerar sin exageración alguna como el verdadero “padre” del humanismo antiguo: Marco Tulio Cicerón. Cicerón obviamente había viajado a Atenas, sabía perfectamente griego y se consideraba “más filoheleno que nadie”, pero no dejaba de ser la máxima expresión de un romano y el defensor más convencido de la grandeza y valores de su patria, con lo que su desafío ˗perfectamente consciente˗ fue armonizar el saber helénico y la virtus latina o, dicho de otro modo, la cultura griega con la civilización romana.
Ese programa de decantación y armonización lo llevó a cabo Cicerón durante sus años maduros en sus grandes obras, como las Tusculanas, De finibus, De natura deorum, o De officiis (es decir, “Sobre los deberes”, privilegiando, por cierto, desde el propio título el concepto sobre el que bascularía la tradición del humanismo, a despecho de lo que hoy se interpreta a menudo, considerando que la importancia recae sobre la noción recíproca de los “derechos”). Destaca en todas esas obras su eclecticismo filosófico y Cicerón exhibe una capacidad extraordinaria para limar las fricciones y asperezas entre los distintos elementos que va recogiendo con el fin de erigir su proyecto de formación integral. Cicerón no pretende la originalidad ˗porque la sabiduría nunca es original˗, pero manifiesta una gran clarividencia para advertir y rechazar todos aquellos elementos que pueden resultar letales o debilitadores para los principios en los que se asienta su paideia humanística: la defensa del libre albedrío, la negación de que el azar rija la vida, la consideración de que el bien es más poderoso que el mal, la vinculación entre virtus y dicha, o la aceptación de un marco metafísico que preserve el sentido de la vida (a este propósito Cicerón apuesta por el marco metafísico platónico como el más beneficioso para el desarrollo espiritual del ser humano). Nada de esto son obviamente verdades demostrables y objetivas, sino principios que es preciso defender para procurar una existencia más digna.
Pero son sus obras breves las que han provocado secularmente la empatía de Cicerón con los futuros humanistas: el De amicitia, donde el antiguo sentido cívico de la philía griega se tiñe de matices que apelan a un lazo más libre y personal, al margen de realidades políticas o institucionales; el De senectute, opúsculo que Erasmo declaraba besar cada vez que lo abría para releerlo y que es el primer tratado de la historia en que se valora positivamente la vejez; el Pro Archia, discurso en favor del poeta antioqueño Arquias para que se le concediera la ciudadanía romana, pero que servirá de pretexto para la primera laudatio de los estudios humanísticos y literarios, donde Cicerón revelará una concepción muy clara de los saberes que han de componerlos: historia, retórica, filosofía, poesía… Y también convendría mencionar aquí sus interesantísimas Cartas, en cuya escritura se muestra Cicerón con un tono cercano y confidencial, trasluciendo su vida interior y sus debilidades humanas…
Cicerón, por si fuera poco, es el creador del término humanitas para designar la cualidad esencial que vincula a los hombres entre sí y los diferencia de los animales, merced al empleo de la razón y su principal instrumento: el lenguaje. No por azar escribió Cicerón varios tratados de Retórica, pues era muy consciente de que el ser humano, cuanto más dominaba su lengua, más humanidad era capaz de desarrollar. Porque para Cicerón –y lo dice varias veces de diversas formas– no bastaba con nacer humano para merecer moralmente esa condición y, a partir del “deber” como idea nuclear, compartía la exigencia pindárica del “llega a ser el que eres” para alcanzar de pleno derecho la verdadera humanitas. Ello daba asimismo la medida de su dignitas, un concepto de gran importancia en la obra ciceroniana y también, como ya hemos dicho, en la antropología humanística. Finalmente, Cicerón es el responsable, a partir de la metáfora platónicosocrática de la semilla del conocimiento (Fedro, 276b277a), de la aplicación del término agrícola “cultura” a la formación intelectual del ser humano, considerando a la mente y al espíritu como campos de labranza que hay que cultivar adecuadamente para que dén sus frutos.
La labor de Cicerón es impresionante y emociona ver cómo su figura fue reconocida y estimada por los protorenacimientos y prerenacimientos medievales (desde el carolingio hasta el de la Escuela de Chartres en el siglo XII) y ese respeto no menguó ni un ápice, sino que se incrementó con su mejor conocimiento entre las generaciones de humanistas plenos del quattrocento italiano. Y habría que insistir en el insustituible valor que tuvo su obra en la formación originaria de la tradición humanista, pues no solamente sirvió de nexo entre el mundo griego y el romano sino también entre el pagano y el inminente aporte del cristianismo. Es bien sabido que entre los apologetas cristianos, como Minucio Félix o Lactancio, fue Cicerón muy apreciado y constituyó un referente de gran importancia en la Patrística latina, singularmente en sus dos grandes autores: San Jerónimo y San Agustín. Ambos eran hombres cultivados, educados en el respeto y la fruición de las letras clásicas, pero también cristianos inflamados que se veían forzados a contemplar esa herencia con bastante cautela. Una anécdota célebre que narra San Jerónimo en una de sus cartas (a Eustoquia, hija de Paula, una de sus discípulas) puede hablarnos de esa lucha.
Se trata de un pasaje confesional donde San Jerónimo recuerda que él conservaba ciertos hábitos “mundanos” como el amor inextinguible a su biblioteca de clásicos. Un día enferma y en medio de la fiebre oye una voz divina que le pregunta de pronto si se considera cristiano; él responde que sí, pero la voz le replica: “ciceroniano eres, no cristiano”, y en ese instante bajan unos ángeles del cielo y empiezan a flagelarle con dolorosos zurriagazos hasta hacerle prometer que ya no recurrirá más a libros profanos. Diez años después, en una polémica doctrinal con Rufino de Aquilea, éste sacó a relucir dicha confesión y le acusó de incumplir su promesa, porque seguía citando en sus sermones a autores paganos a los que mencionaba con posesivos llenos de afecto (“nuestro Tulio, nuestro Flaco, nuestro Marón”, o sea: Cicerón, Horacio y Virgilio). San Jerónimo se defendió arguyendo que esa promesa la hizo en el curso de un sueño… En cuanto a San Agustín, él mismo declaró abiertamente en sus Confesiones que el desaparecido Hortensio de Cicerón fue el libro que le introdujo a los 18 años en el camino de la filosofía, convulsionando por entero sus emociones y el sentido de su búsqueda intelectual: “cambió mis afectos y mudó hacia ti, Señor, mis súplicas e hizo que mis votos y deseos fueran otros” (III, 4, 7).
Ciertamente, San Jerónimo y San Agustín son dos jalones importantes en el largo camino del humanismo cristiano y fueron siempre muy reconocidos por los autores posteriores de esa tradición. Aunque no era el Jerónimo de las obras exegéticas, apologéticas o hagiográficas el que les interesaba, sino el de sus magníficas Epístolas, donde se mezclaban elementos cálidos y existenciales con la fina erudición; y no era el Agustín de los tratados doctrinales (ni siquiera el de las cumbres teológicas de Civitas dei o De trinitate) sino el de las existenciales y descarnadas Confesiones el que cautivaría a los humanistas del futuro y se convertiría en referente insoslayable de un Petrarca o de un Montaigne. Por lo demás, para la tradición del humanismo San Jerónimo es el traductor bíblico de la Vulgata y representa al saber filológico que pone en contacto lenguas y culturas (además de ser –y no es cosa baladí– la encarnación icónica del hombre que se entrega a la soledad del estudio, tal como en el Renacimiento lo representó Durero en su célebre grabado). Y San Agustín, por su parte, es el pensador que asimila el pensamiento platónico desde la teología cristiana y representa al buscador angustiado de la vida espiritual, el que descubre el terrible y maravilloso abismo interior del hombre y lleva hasta el extremo el autoconocimiento délfico y la interlocución introspectiva a la que había apuntado la tradición grecolatina con el daimon socrático y el numen de Séneca.
Si esas dos cumbres del humanismo cristiano cierran el mundo antiguo, otro genio, casi diez siglos más tarde, clausurará el mundo medieval con un poderoso monumento literario absolutamente cristiano, la Divina Comedia, en el que recibirán su homenaje los representantes más ilustres de la cultura clásica, paganos para los que el autor inventa en el Canto IV de su Infierno un amable Limbo escatológico, disponiendo para ellos un “noble castillo” y un fresco y verde prado donde pueden reunirse para conversar sobre los altos temas literarios y filosóficos que han sido la pasión de sus vidas mortales. Como epítome y colofón de todos ellos, Dante elige en su obra a Virgilio para que le guíe en su viaje ultramundano hasta las puertas mismas del Paraíso por los reinos del Infierno y del Purgatorio. La intención humanística y conciliadora de Dante se hace evidente en toda la obra, pero si hubiera que elegir un solo pasaje para demostrarlo, tal vez lo hallaríamos en ese Canto XXI del Purgatorio –el cual, según el fino y agudo sentir del poeta florentino, es el reino de los artistas y los literatos– en el que Dante y Virgilio encuentran al latino Estacio, quien abraza emocionado a Virgilio confesándole que él fue quien le encaminó no sólo a la poesía, sino también hacia la fe de Cristo… Dante avala con ello, conjuntamente, la dudosa “conversión” del autor de la Tebaida con la imaginada índole mesiánica y protocristiana de la obra de Virgilio.
Dante puede, pues, considerarse en cierto sentido como la antesala del inminente espíritu humanista del Renacimiento, que vendría de la mano de otro autor nacido en la misma Toscana cuarenta años más tarde y en quien cuajaría finalmente la perfecta conjunción entre el legado clásico y el espíritu cristiano. Hablamos, obviamente, de Francesco Petrarca, a quien se ha calificado con toda la razón como el primer hombre moderno, dándose, sin embargo, la paradoja de que luchó contra los moderni de su época y se consideraba a sí mismo, melancólicamente, como un hombre perdido en la degradación de los tiempos. Pero lo cierto es que con él se abre, como es bien sabido, un nuevo mundo espiritual en la cultura de Occidente.
Debemos advertir en este punto que el Petrarca que aquí nos interesa no es el joven poeta en lengua toscana que introducirá el neoplatonismo amoroso y el antiguo marco pastoril en las literatura renacentistas de lenguas vernáculas, convirtiéndose así durante tres siglos en el poeta de referencia en toda Europa, sino el pensador y estudioso de su edad madura que escribirá en latín sobre los hombres ilustres y los hechos memorables de la antigüedad, sobre las ventajas de la vida retirada, sobre la vana pedantería erudita, sobre la vida ética y los remedios contra la adversa fortuna… Aunque, si hubiera que elegir una sola obra sugestiva y crucial para el futuro humanismo, esa obra sería el extraordinario testimonio de un hombre de espíritu –y de un hombre de letras– que es el Secretum. Ahí utiliza Petrarca el esquema del diálogo platónico para hablar sobre la noble búsqueda espiritual y sobre la miseria de las debilidades humanas (dos de ellas, principalmente: las tentaciones carnales y la gloria literaria) con un hombre como San Agustín, que había tenido conocimiento sobrado de todo ello, sublimado ya aquí por la santidad cristiana, pero que se nos presenta como un modélico humanista que siembra sus intervenciones con citas de Platón, de Horacio, de Ovidio, de Virgilio, de Cicerón, de Séneca...
En este diálogo y en su organizado Epistolario, que consta de casi 500 cartas y que toma como modelo los de Cicerón y Séneca (y acaso también el de San Jerónimo), es donde nos encontramos al Petrarca más próximo y personal, aunque se advierte asimismo la voluntad de hacer de su vida un trayecto paidético, el ejemplo humanístico de un hombre de letras. Porque Petrarca va históricamente mucho más allá del rescate y edición de textos antiguos que empezaba a practicarse en su época (aunque él también participara, protagonizando, por cierto, el magnífico descubrimiento de las Epístolas ciceronianas), sino que debe ser considerado como el primer humanista que logra incorporarse de modo vivencial a los autores antiguos en una operación de asimilación espiritual que él comparaba a un proceso digestivo. Aunque la infinita admiración y el respeto no le impidieron mantener con ellos una relación de complicidad absoluta y como una suerte de coetaneidad extratemporal, hasta el punto de llegar a escribirles cartas (a Cicerón, a Séneca, a Virgilio…) como si estuvieran vivos.
Como decíamos, Petrarca –que fue un adelantado en la historia de Occidente– se consideraba un desarraigado de su propia época y se mostró extraordinariamente sensible a todo lo que entonces se oponía o malversaba su deseado sueño humanístico. Entre sus Epístolas seniles destaca una desengañada carta a la Posteridad, donde esboza un significativo repaso autobiográfico y afirma haber escrito para los que vinieran después de él, lo que suponía un ataque implícito a una intelectualidad contemporánea que no veía –y, lo que es peor, no dejaba ver– la necesidad de recuperar la belleza y la verdad transmitida por los antiguos. Una de las cosas más admirables en la obra de Petrarca es su perspicacia para identificar la índole de los enemigos (de entonces y de ahora) que suponían una traba para el afianzamiento y el desarrollo de la tradición humanística que él representaba. Dichos enemigos, a la sazón, podrían localizarse en estos tres grupos: los filósofos académicos, los vanos eruditos y los teólogos dogmáticos.6
Los filósofos académicos, seguidores de Aristóteles, eran los neoescolásticos, los dialécticos, los nominalistas de su tiempo, que tenían en la Universidad su centro de poder y que usaban la horrible jerga profesional de los especialistas, escudándose en un saber de escuela. (¿Y cómo no pensar en los representantes de los modernos imperialismos hermenéuticos –marxismo, psicoanálisis estructuralismo– y en los crípticos lenguajes de heideggerianos, lacanianos, derridianos, etc.?). Sobre este tipo de filósofos “universitarios” ironizará Luis Vives dos siglos más tarde en Las disciplinas, evidenciando el secular desajuste entre el humanismo y la Universidad, o lo que es lo mismo: entre una lenta y profunda paideia y la simple y rutinaria expedición de títulos. Este desajuste –que es un asunto de amplio calado– explica que la mayoría de los grandes humanistas (desde el propio Petrarca hasta la generación de Vives: Erasmo, Budé, Moro, etc.) trabajara al margen de la Universidad, ganándose la vida en otros desempeños: preceptores de nobles, diplomáticos, secretarios…, aunque también existió una legión meritoria de humanistas anónimos trabajando en modestos ministerios eclesiásticos o ejerciendo la docencia en escuelas o academias de pequeños pueblos y ciudades.
Por otro lado, los vanos eruditos, que trataban cuestiones totalmente alejadas de las preocupaciones éticas y existenciales de la vida humana y que privilegiaban cualquier conocimiento por encima de la auténtica sabiduría. En el capítulo II de su tratado Sobre la ignorancia, Petrarca se pregunta para qué sirve el estudio de la naturaleza si se ignora o menosprecia nuestra propia condición y si pasamos la vida “sin preguntarnos para qué hemos nacido ni de dónde venimos ni adónde vamos”. Ello plantea el asunto de lo que Petrarca denominaba la “vana erudición” y, en último término, de la relación entre el humanismo y la ciencia y sus reproches mutuos. Petrarca lo recrea con mordaz ironía en el capítulo III de sus Invectivas contra el médico, donde hace una defensa de la poesía frente a los ataques de un médico escolástico que la desprecia tachándola de inútil. En realidad, la crítica de los humanistas sobre la insuficiencia o incluso la impertinencia de la visión científica venía de lejos. Ya Sócrates confesaba en el Fedón (96a y ss.), a propósito de la física de Anaxágoras, su tremendo desengaño juvenil ante esa visión empírica del mundo al comprobar que el sentido, la finalidad y los impulsos íntimos del ser humano quedaban siempre fuera de la investigación y que se corría el peligro de quedar “ciego de alma”. Esta decepción (o ese escepticismo) será permanente y explícita en la tradición humanista, desde Séneca hasta Petrarca y desde Montaigne hasta George Simmel.
Y en tercer lugar, los teólogos dogmáticos, a los que Petrarca se enfrentó en su tiempo haciendo valer su libertad de juicio frente a cualquier imposición externa. Ya en la primera de sus Cartas familiares censura a aquellos eruditos de escuela, aherrojados en corsés mentales, que “nunca juzgan algo desde su propio punto de vista”. Este dogmatismo era todavía más enconado entre los teólogos, porque sus criterios se escudaban en la voluntad divina. Hay que decir que Petrarca atacó con resolución a la herejía y a la irreligiosidad, pero sus argumentos eran muy distintos a los empleados por la “oficialidad” de la Iglesia e iban mucho más en la línea de lo ético, lo intelectual o lo espiritual que en la de la sentimentalidad devocional o la arcanidad teológica. Por lo demás, y como es bien sabido, el frontal desacuerdo de perspectivas entre el humanismo de Petrarca y los teólogos de su tiempo continuó, por las mismas razones, en los siglos siguientes (no hay más que recordar en la segunda mitad del siglo XVI las censuras contrarreformistas sobre la obra de Erasmo o los acosos inquisitoriales en España sobre humanistas insignes como Sánchez de las Brozas o Fray Luis de León). Hoy sustituyen a los teólogos antiguos nuevos inquisidores antihumanistas que esgrimen la doxa de lo “políticamente correcto” y persiguen con saña los pecados laicos de la sociedad civil, dictaminando lo que debe y no debe ser dicho (o siquiera pensado) y amenazando con la “cancelación” de quienes se atreven a juzgar las cosas “desde su propio punto de vista”.
Después de Petrarca, con su fina perspicacia en lo que se refiere a temas, tonos, actitudes y alertas estratégicas, la tradición del humanismo cristiano quedaba establecida en sus puntos esenciales y habría que decir que su inestimable labor humanística obtuvo el reconocimiento de las sucesivas generaciones –las de Boccaccio y Salutati– dentro de su mismo siglo, eclosionando con fuerza y brillantez en la Italia renacentista del siglo siguiente, donde se materializó con diferentes matices y perspectivas, desde el humanismo “filológico” de Leonardo Bruni o Lorenzo Valla en la primera mitad del siglo hasta el humanismo más “filosófico” que cerraba la centuria con Marsilio Ficino y Pico della Mirandola. El quattrocento italiano se ocupó también de afianzar conceptos que eran piedras angulares de esa tradición hasta el punto de hacer girar tratados y diálogos en torno a ellos: la “dignidad humana” y el “libre albedrío” fundamentalmente. La Oratio de hominis dignitate (1485) de Pico della Mirandola tuvo el acierto de vincular inextricablemente ambos conceptos y abundar en la idea de responsabilidad personal al definir la condición antropológica de la humanitas como un estado intermedio (y privilegiado) entre la divinitas y la feritas y estimular a ennoblecerse acercándose a la primera y no degradarse asimilándose a la última. Este despliegue de humanismo italiano se hace plenamente europeo y afianza su perspectiva ética, cristiana y pedagógica en las primeras décadas del siglo siguiente, en las que florece una generación extraordinaria (con Erasmo, Moro y Vives a la cabeza) que supondrá el asiento y la proyección definitiva de ese valiosísimo legado en la cultura de Occidente.
Quién puede dudar de que esa tradición (y el propio Occidente en el que ha florecido) está hoy en horas bajas, y en serio peligro de ser sustituida por esos post, trans o ciberhumanismos (cuando no por los animalismos de turno), herederos, en último término, del humanitarismo ilustrado del siglo XVIII, donde el humanismo sufrió una quiebra decisiva.7
Pero, a despecho de pesimismos, escepticismos o agnosticismos personales, hay que recordar que la tradición humanista ha tenido plena vigencia y operatividad cultural en el pensamiento de Occidente hasta el advenimiento recentísimo, con el nuevo milenio, de la era digital. Pero veamos, sin ir más lejos, el siglo pasado. Y no nos referimos a los especialistas en la materia (un Jaeger, un Curtius, un Auerbach…) ni a ensayistas culturales de referencia, desde un George Simmel a un George Steiner, ni a emblemáticos creadores y hombres de letras, como T.S. Eliot, Stefan Zweig, Albert Camus y un larguísimo etcétera. Tomemos a los filósofos puros. Fijémonos, por ejemplo, en la filosofía alemana, no evidentemente en Heiddeger y sus secuelas de deconstrucción filosófica, pero sí en figuras como Husserl, Jaspers, Scheler, Cassirer, Gadamer, Hannah Arendt… Verdaderos humanistas culturales desde el primero hasta la última, que ondearon con orgullo e inteligencia la bandera de esa tradición.
La raíz de la tradición humanista es mucho más profunda de lo que parece. Pensamos que el árbol aún tiene vida. Y sus frutos carecen de comparación.
NOTAS
(1) Sobre el viejo humanismo. Exposición y defensa de una tradición. Marcial Pons, Madrid, 2010, p. 11.
(2) Habría, sin embargo, que hacer en este punto necesarias precisiones. No hay que subestimar la importancia de la exégesis judía (o de las lecturas bíblicas de la Patrística) para el desarrollo de la crítica y la hermenéutica literaria; ni, por añadidura, la calidad y emoción de muchos relatos bíblicos, con ese peculiar estilo que, como advertía San Agustín, aunaba el sermo humilis de la elocución con la res sublime del contenido. La fuerza de tantas historias narradas en el Génesis, la sublimidad trágica y poética de las historias de Job o de Saúl (en el libro de Samuel) ˗que tratan del verdadero asunto trágico en el ámbito bíblico: el silencio de Dios˗, los tres libros con nombre femenino (Rut, Ester, Judit) que presentan tres soberbios arquetipos de mujer, son sólo algunos ejemplos de la potencia literaria del Antiguo Testamento, por no hablar de algunas muestras del Salterio o el extraordinario lirismo del Cantar de los Cantares. Y en cuanto a la literatura novotestamentaria (y sin contar la potencia conceptual y elocutiva del expresionismo paulino), qué duda cabe de la importancia literaria –desvirtuada inevitablemente por la rutinización del uso– y de la capacidad de enganche y transmisión de los relatos evangélicos que, cada uno de ellos con un sesgo distinto, supieron recrear la trayectoria singularísima del “héroe” Cristo de una manera tan sugestiva que influyó sin duda en el desarrollo de la nueva fe cristiana.
(3) Pablo, de acuerdo con la concepción bíblica judía, concebía al ser humano como totalidad y se distanciaba de los dualismos teológicos y filosóficos de su tiempo, ya fuera el de los gnósticos, ya el de la tradición filosófica griega. Y aún lo diferenciaba más de esas tradiciones su reivindicación teológica del “cuerpo”, que se convierte en instrumento divino y aliado potencial del espíritu. En San Pablo, cuyas elaboraciones son intuitivas más que filosóficas, ya no es el alma la que debe liberarse del cuerpo –que constituye su cárcel, como afirmaba el platonismo– sino que es el cuerpo el que debe liberarse de la “carne” para acceder al espíritu. El problema, en definitiva, no es la limitación física del cuerpo, sino la restricción espiritual de la carne. Ahora bien, esta dignificación paulina del cuerpo ˗sobre cuya resurrección monta el apóstol toda su fe (I Corintios, 15) y que le llevará a concebir al cuerpo como “templo del Espíritu Santo” (I Corintios 6,19) y a concebir en varios lugares la conocida alegoría de la comunidad de fieles como “cuerpo místico de Cristo”˗ no perduró demasiado tiempo y la difusión del mensaje cristiano acabó acomodándose al dualismo helenístico, sustituyendo paulatinamente la noción de pneuma por la de psyché. Para todo esto, remito a mi libro Con Sagradas Escrituras. Diez ensayos sobre literatura bíblica. Antonio Machado Libros, Madrid, 2002, pp. 297 y ss.
(4) El radicalismo ético cristiano (amar al enemigo, poner la otra mejilla, exigir la entrega y desprendimiento absolutos, etc.) se vio sin duda estimulado por la exaltación que en aquel momento provocaba entre los fieles la creencia escatológica en la inminente parusía, es decir, la convicción de que estaba muy próxima la segunda venida de Cristo y con ello la terminación de los tiempos (véase Mateo XXIV, 34, Lucas XXI, 32, etc.). El ethos cristiano surgió con la marca de esa impaciencia y por tanto, de algún modo, no dejó de ser fruto de un malentendido, pero asimismo abrió caminos insospechados para una reflexión más acrisolada de la conducta ética.
(5) Y a pesar de los excesos y peligros que puedan reconocérsele, la adhesión ha sido incondicional, desde el padre del humanismo antiguo, Cicerón, que afirmaba en las Tusculanas (I, 3940) que prefería equivocarse con Platón a conocer la verdad de la mano de sus oponentes, hasta Hannah Arendt, uno de los nombres más importantes del humanismo moderno, que decía que, “aunque todos los críticos de Platón estén en lo cierto, Platón todavía puede ser mejor compañía que sus críticos” (Entre el pasado y el futuro, Barcelona, Península, 2003, p. 345).
(6) Resulta interesante observar que Petrarca localiza los verdaderos enemigos del humanismo dentro de lo que se podría entender como “vulgo letrado”, mucho más perniciosos que el vulgo iletrado (“prefiero el hombre sin letras que las letras sin el hombre”, Cartas familiares, XIX, 17). Habría que decir, por otro lado, que la tradición humanista siempre ha estado abierta a la verdadera “cultura popular” –que no deja de ser, pese a sus carencias eruditas, un pozo de sabiduría–, pero aborrece la pedantería o la irrelevancia de los falsos “cultos”. ¿Y qué decir del semianalfabetismo generalizado de la sociedad de nuestros días, donde se prodiga la peligrosa ignorancia de los que, no sabiendo nada, creen saber mucho?
(7) El humanitarismo dieciochesco no fue, como se piensa a menudo, una modernización legítima del viejo humanismo, sino su disolución; es decir no fue una transición sino una traición a sus fundamentos y a sus principios, aunque la razón ilustrada se presente en apariencia como una actualización “moderna” de la razón humanista. Pero, en realidad, nada tiene que ver la racionalización humanística con el racionalismo filosóficocientífico de la Ilustración (y menos todavía con el sentimentalismo rousseauniano que nacía en la época y que impera con fuerza hoy mismo); como tampoco tenían nada que ver la secularización o el antidogmatismo humanistas con los conceptos de laicismo y tolerancia que tienen su origen en el siglo XVIII. Para deshacer el equívoco habitual entre el viejo humanismo y el humanitarismo ilustrado bastaría con pensar que es en la Ilustración cuando aparecen las ideologías y cuando se instaura el mito del progreso moral como colofón aledaño del progreso técnicocientífico, sucesos que conculcan respectivamente dos instancias básicas en la tradición del humanismo: la defensa a ultranza del libre juicio y la admiración por la grandeza de los logros del pasado. Por lo demás, como sabemos, la tradición humanista se sustentaba en los deberes y no en los derechos y en la discriminación juiciosa y no en la igualación indiscriminada, como postulan los criterios del humanitarismo. Cfr. Sobre el viejo humanismo, op. cit., pp. 311-364.