Explica Jean Plattard, en su libro Guillaume Budé y los orígenes del humanismo francés, que "los años 1527-1531 suponen los más fértiles para Budé. A medida que envejecía, los estudios de filosofía y de teología fueron acaparando su interés. En 1534 ultimó un libro cuyo título, El tránsito del helenismo al cristianismo, plasma perfectamente esta evolución de su espíritu, descuidando las ciencias profanas en beneficio de las religiosas, a las cuales considera como la culminación de la filología ya que franquean el acceso a las verdades eternas, las cuales estás todas ellas contenidas en la doctrina de Cristo.
Budé nunca había dejado de ser católico. Ni la solidaridad que unía a todos los humanistas contra la Sorbona ni sus relaciones con los promotores de la Reforma en Francia, así como tampoco el escándalo que provocaba la vida disipada de algunos prelados ni el disgusto que le provocaba la ignorancia de los monjes, habían logrado que se alejase de la ortodoxia.
Murió en 1540, tras recibir, según había pedido en su testamento, los sacramentos instituidos por la Iglesia. Quiso que se le enterrara en la iglesia de San Nicolás, de noche, “sin público, iluminado sólo por dos antorchas”, sin campanas. Toda la Francia erudita y letrada se sintió conmovida por la muerte de uno de sus eruditos más ilustres".
A continuación publicamos la traducción, por primera vez en español, del proemio de la obra El tránsito del helenismo al cristianismo, a partir de la edición bilingüe disponible en línea. Ha corrido a cargo de José Luis Trullo y se omite el último párrafo, meramente protocolario y sin contenido ni interés sustantivo alguno.
Francisco, rey muy cristiano, tras abandonar en cierta medida el estudio de las humanidades, de las artes liberales y del derecho, hace un tiempo decidí aplicarme en cuerpo y alma a las Sagradas Escrituras, al estimarlas más liberales que las otras. Ahora bien, este género de filosofía no es solamente, como lo era antes, una vana reflexión sobre la muerte, sino sobre todo una meditación acerca de la obra admirable y variada de Dios, meditación que promete en buena lid una inmortalidad segura a los mortales y una felicidad eterna a los desgraciados, erogada de manera maravillosa y harto abundante. De hecho, aunque hasta ahora yo había sentido amor por la filología y la consideraba mi ocupación principal, pues le consagré los años de mi edad floreciente y vigorosa (no desde el final de la adolescencia, sino tan solo a partir del inicio de mi edad viril)[1], en estos momentos lo que deseo ardientemente es invertir el mismo ímpetu en este nuevo estudio, sin duda más tarde de lo debido, y dedicarle todos los recursos y capacidades de mi inteligencia, sean los que sean.
Únicamente he querido poner como condición y adoptar con cuidado la siguiente precaución: no estoy en absoluto obligado a renunciar al uso y al amor a la filología antigua, en la cual me he comprometido y afianzado durante mucho tiempo, ni de relegarla al último lugar y despedirme de ella para siempre. En efecto (aunque es la opinión más extendida), yo me inclino a creer que el estudio de una se diferencia tan poco del de la otra, que ambas filologías no pueden evitar verse asociadas por la camaradería y unidas por la amistad.
Lo que es más, de este modo he creído plantear la cuestión y, en concreto, organizar el asunto con el consentimiento y la aquiescencia de ambas filologías, de manera que sin dificultad la filología inferior, la profana, ceda el puesto a la superior, la sagrada, rebajando la primera los galones de su rango y de su dignidad, puesto que es evidente que la filología superior por la preeminencia de su poder se extiende por las alturas. Y es que la filología profana no podría aspirar a la superioridad, ni siquiera a la igualdad, sin mostrarse desafiante e injusta, pues ella nunca ha dejado de admitir, al menos entre nosotros, que ofrece a sus discípulos delicias únicamente temporales y ornamentos para la vida mediante la seducción de los sentidos, mientras que la filología sagrada promete bienes eternos y la más grande abundancia, ofreciéndolos siempre de nuevo con la confianza más segura y las garantías más dignas de crédito.
A esto se añade el hecho de que la filología profana, más suntuosa y ornada –a la cual yo amé en primer término, y que he cultivado y honrado durante los mejores años de mi vida–, tiene la costumbre, para ser honesto, de confundir no solo a sus amantes, sino también a sus novios, y entre ellos, por una parte, a los más amorosos, y por otra, a los más nobles y fieles, y aún más, a aquellos a los dio a luz no solo una o dos veces, sino más a menudo, y esto después de un parto de lo más afortunado; en efecto, esta filología ha desengañado a numerosas personas benevolentes, confiadas y liberales en exceso, y un poco demasiado inocentes y simples.
En revancha, la filología sagrada, a la cual no hemos amado menos perdidamente tan pronto la conocimos (bien es verdad que hemos tenido menos tiempo para acostumbrarnos a ella), no es en absoluto una traficante de palabras en días de mercado, sino una expendedora legítima de las mismas. En verdad, en su almacén, en lo más recóndito de su tienda, presenta materias mucho más numerosas, importantes y espléndidas, y que por ese motivo se despachan más fácilmente, al menos a los clientes habituales, quienes saben apreciar sus productos con la mayor competencia y lucidez. Ahora bien, en un primer momento su palabra y su rostro se nos antojan surcados de arrugas y marchitos: por un lado, se muestra poco alegre; por otro no ha aprendido a utilizar brillantes falsos y atractivos exteriores poco naturales con que atraer a los hombres distinguidos por el talento y el trabajo, y aún menos a quienes han entablado estrechos vínculos de amistad con esa vanidosa que exhibe sus bellezas y sus encantos. De hecho, a semejanza de una vendedora un poco más severa y reservada, no ofrece a todo el mundo sus mercancías excelentes y siempre listas; de manera que acepta con esfuerzo que los sabios accedan a los conocimientos ocultos y curiosos que ella guarda, a menos que se haya dejado doblegar por la asiduidad de sus demandas y tras asegurarse que su deseo no era fruto de la simple curiosidad.
A mí, en cambio, se me antoja una cierta cadena de oro del verbo divino y celeste, pues por el encadenamiento especialmente cuidado, ligado y asociados a los actos de la Providencia, que los antiguos llamaban la economía y la obra de Dios, parece elevar y atraer hacia el cielo, como cierta famosa soga de la Ilíada,[2] la tierra y el mar, es decir, los propios mortales que habitan el continentes y las islas; también parece alzarles, contra su voluntad y en cierto modo a pesar de su resistencia, porque ellos están apegados a la tierra, de la cual fueron dados forma al principio. ¡Tan grande es la fuerza del verbo de Dios, tan grandes sus recursos, tal es la fuerza oculta de su talento oratorio y de su elocuencia en la palabra de la sabiduría, al menos para esos oídos y esos espíritus que el designio eterno de la Providencia ha tocado y abierto! Pues todo lo que Homero pensó en cuanto a la naturaleza y la significación de la famosa cadena de Júpiter, para nosotros, como lo creemos, es una sucesión de instrucciones divinas transmitidas a través de numerosos generaciones para ayudar y salvar a los hombres, y para llevarlos y elevarlos hacia una vida sin final.
Más aún, esta doctrina de inspiración divina ha sido compuesta en el Antiguo y el Nuevo Testamento con una admirable variedad, aunque en ningún momento entra en contradicción consigo misma, dado que fue revelada para todas las generaciones del mundo pues forma un conjunto encadenado y reúne en su abrazo las más altas sabiduría y verdad. En consecuencia, el amor o el estudio de esta filología es la verdadera y la auténtica filosofía, la única digna de ese nombre, de manera que no debe ser incluida entre las llamadas disciplinas liberales, como si estas fueran dignas de la nobleza de alma de sus alumnos, sino que ha de permanecer al margen de ellas, dada su eminencia y su excelencia. De hecho, más que liberal hay que estimarla liberadora de los hombres, y (lo cual es el fin de la filosofía) ella sale en defensa de los espíritus cultivados contra la tiranía insoportable del miedo, la expectativa,[3] la euforia y la tristeza desmedida, así como la ambición y la lujuria, pasiones despóticas que se adueñan del espíritu y provocan en los hombres tribulaciones y actitudes indignas.
Por este proceder, por un lado, los hombres pueden ascender al cielo, como por la noble escala del Patriarca, es decir, llegar a la cima de la sabiduría por grados más santos y más augustos que la filosofía, y por otro lado, contemplar y admirar a Dios que decae de su majestad y que, como en la cumbre del auténtico Olimpo, desciende al plano del mundo y se abaja a la humildad de la condición humana. En correspondencia, también el hombre puede admirar y adorar a Cristo quien, tras examinar el estado de las cosas humanas y cumplir su misión de salvar a los hombres, ascendió hacia el Cielo por sus propias fuerzas, llevándose consigo, en concierto con su divinidad, su naturaleza humana, abriendo y construyendo para una masa de hombres elegidos el camino que conduce al Paraíso.
Más o menos, esta es la esencia de la filosofía que persigue el estudio del cristianismo; es la exposición de lo que se denomina el plan salvífico de Cristo Salvador, descendido del Cielo por el bien de la raza humana a través de las escaleras que se extienden de abajo hacia arriba, para que los discípulos de esta filosofía puedan ascender sin dudar al cielo, evitando apegarse en demasía a los bienes terrestres. Y es que Cristo mismo dijo que Él es el camino, la verdad y la vida de la inmortalidad absoluta para todos los hombres. Más aún, la disciplina que se deriva de esta filosofía o de esta filología –siendo la intérprete, manifestación y revelación de la verdad que los griegos, que se calificaban a sí mismos como filósofos, buscaron en vano– enseña también, aparte de la doctrina de las materias divinas y supremas, esta otra ciencia importante y sumamente útil que los antiguos denominaron el conocimiento de uno mismo; tanto es así que, a causa de su excelencia, los griegos pensaban que debían ir en busca de su origen al cielo.
Sin embargo, en verdad esta misma filología, que no se apoya como la antigua filosofía en la confianza en el espíritu humano, no estima al hombre como perfecto y completo, porque se compone únicamente de la carne viva y de un espíritu provisto de inteligencia y penetrado por una razón perfecta, es decir, impecable y excelente desde un punto de vista filosófico. En efecto, esta misma filología que es la nuestra fue la primera y la última que enseñó y mostró que, para que la razón formal del hombre alcanzase la perfección (al menos, de esa parte suya que está destinada a vivir en el reino de Dios y a dirigirse hacia el Cielo en último término), es preciso añadir el soplo de la Minerva celeste y divina a la creación y a los mandamientos de Prometeo, por así decir. Si realmente es necesario que aquellos que obtienen por el destino un horóscopo de inmortalidad y de beatitud sean mojados y empapados por el soplo de esta divinidad en su nacimiento a la vida nueva y al Espíritu Santo,[4] no es por un astro que preside su nacimiento sino por un don divino y más eficaz.
Por otro lado, para quienes no hayan sido beneficiados por ese don, ni la penetración de la inteligencia ni la razón humana podrán lograr –ni siquiera si está versada en la enseñanza de la filología de Mercurio y de las musas o está dotada de un talento excepcional, de naturaleza y de aplicación– conducirse como si tuvieran su alma en sus manos y la poseyeran como un derecho de propiedad. La razón es que ni el alma ni esos emisarios y servidores que llamamos sentidos son propiedad nuestra en un sentido absoluto, hasta el punto de que pudieran ser retenidos por el vínculo de la razón y de la sabiduría, sobre todo si se apoya sobre los recursos humanos y se fía únicamente de los que le son propios.
Pero, como he dicho, desde el momento en que al fin decidí aplicarme al culto y al amor de la filología más importante, y consagrarme a su estudio, en un momento en el que mis hábitos estaban adaptados y reglados por la edad y por la vida, empecé recientemente a iniciar mi aprendizaje, o más bien mis primeras pruebas. Pensé entonces que había que publicar la obra, dividida en tres libros, acerca del paso o la transición de la filología menos importante a la más importante. Más aún, al tratar este tema, he intentado conciliar la una con la otra sometiendo aquella a esta, para que la menor respete como corresponde la majestad de la mayor, sin por ello parecer sobre el terreno tan indigna como una sirvienta[5] o por así decir una esclava servil. Y es que, por mi parte, yo no le exigiría tal cosa a quien, ayer y antes de ayer, fue para mí una de las ocupaciones más deleitosas, ni podría sin pena obtener de ella algo así, como si nuestro amor se hubiese apagado y debiera repudiarse.
En fin, también yo temería que los eruditos, que conocen lo correcto y están versados en el derecho divino, lamentasen con demasiada viveza tanto mi deferencia y mi veneración por la filología sagrada como mi respeto por la filología profana y el modo en que la honro. Y es que una y otra filología, al menos en mi opinión, esclarecen la vida oscurecida por la ignorancia de las materias humanas y divinas, si bien la menos importante e inferior ilumina el espíritu únicamente hacia abajo, mientras que la sagrada, remontándolas, ofrece a las almas, magnífica y espléndida, la antorcha celeste. Por consiguiente, me ha parecido pertinente, y más en relación con mis estudios, mantener la filología profana en la sociedad y la compañía de la filología sagrada del modo siguiente: la primera reconocerá que su servicio y equipamiento son, sin duda, bastante ricos y espléndidos, pero en cualquier caso sometidos a la obediencia y a la deferencia. La filología sagrada, por su parte, no sufrirá por la compañía de la filología profana –al igual que a una persona le está permitido vestirse de un modo más aparatoso de lo necesario– ni por verse rodeada de atavíos profanos y artificiales que contrastan con su atuendo sencillo. Por lo demás, la filología sagrada quizás esté más dispuesta por sus hábitos que por su naturaleza a sentir horror por el lujo y la magnificencia de la vida, hasta el punto de que ni siquiera parece hoy en día que le repela y odie la elegancia natural, al menos si se muestra reservada y respetable. Y eso que durante mucho tiempo se mostró revestida por una indumentaria sombría y un poco descuidada, enfundada como lo estuvo en su momento en toga romana y no en peplo griego.
Pero en verdad yo no sabría decir sin dudar si he escrito estos libros acerca del paso del helenismo al cristianismo por placer y de manera apresurada, o bien a propósito y de manera más apropiada para dedicároslos a vos, monarca muy cristiano. Pues de las cuestiones que se abordan en estos libros, nosotros hemos hablado en alguna ocasión con conocimiento y elocuencia, y asimismo habéis departido acerca de ellas con muchas otras personas, mientras yo os escuchaba con atención y admiración. Esta es la razón de que, a menos que me equivoque, la lectura de estos libros no solo penetrará en vuestras orejas muy cristianas, es decir, reales, sino que también lo hará en las de Francisco, si es que llegan a serles leídos como de costumbre por vuestro ayuda de cámara durante la comida. Ahora bien, yo espero que esta lectura se produzca, no a causa de la erudición de su autor, o de la aplicación y del placer que ha invertido en su trabajo, todo lo más mediocre, sino por el aspecto y la conformidad de la obra que, en mi opinión, tendrá para vos gracia y encanto.
NOTAS
[1] En efecto, Budé pasó unos años de su primera juventud dedicado al ocio propio de los cortesanos, sin mostrar especial interés por los estudios. Vid. J. Plattard, Guillaume Budé y los orígenes del humanismo francés. Trad. de José Luis Trullo. Sevilla, Cypress Cultura, 2023, pág. 12.
[2] Ilíada, VIII, 17-22: “Ea, haced la prueba, dioses, y os enteraréis todos: / colgad del cielo una áurea soga / y agarraos a ella todos los dioses y todas las diosas. / Ni así lograríais sacar del cielo y arrastrar hasta el suelo / a Zeus, el supremo maestro, por mucho que os fatigarais”. Trad. de Emilio Crespo. Gredos, Madrid, 1996, pp. 246-247.
[3] “Espérance”, mientras que la esperanza como virtud teologal en francés se dice “espoir”.
[4] Es decir, bautizados.
[5] Alusión a la relación de la filosofía respecto a la teología en el pensamiento medieval como sierva: “Philosophia ancilla theologiae”.