Conocimiento y dignidad humana en el siglo XXI

 

José Luis Trullo.- Desde el momento mismo de su creación (para unos), o desde que descendió de los árboles (para los demás), el hombre y el conocimiento han caminado de la mano: así, mientras los primeros sostienen que el hecho de comer el fruto del árbol de la ciencia conllevó su expulsión del paraíso –de la inocente inconsciencia–, los segundos afirman que, como sapiens sapiens, lo propiamente humano es el afán por saber: "Todos los hombres por naturaleza desean saber", escribió Aristóteles al principio de su Metafísica, hace dos milenios y medio.

Que una y otra perspectiva no solo no son son excluyentes, sino que funcionan de manera complementaria, se verifica al encontrar en las páginas de la Biblia un encendido encomio de la sabiduría: "Desgraciados los que desprecian la sabiduría y la instrucción; vana es su esperanza, sin provecho sus fatigas, inútiles sus obras" (Sb 3:11) o "Dios no ama sino a quien vive con sabiduría" (SB 7:28) son afirmaciones inequívocas al respecto, a lo cual hay que añadir su altísimo valor existencial pues, en la medida en que es "un hálito del poder de Dios" (Sb 7:22), gracias a ella se obtiene "satisfacción y alegría" (SB 8:16) y, en última instancia, la inmortalidad (Sb 8:13). “Feliz el hombre que se ejercita en la sabiduría” (Sb, 14:20), concluye el biblista.

En la Grecia clásica la opinión no es muy distinta, si bien cabe discernir una visión según la cual el sabio es el epítome del hombre perfecto, consumado, aquel –y esto es importante– que "conoce lo útil, no el que conoce muchas cosas" (Esquilo, fragmento 390), y otra sobrevenida, que mantendría respecto al conocimiento una reserva estratégica. Es la actitud de Sócrates quien, al declararse ignorante en términos absolutos, levanta un muro frente a la pretensión de los sofistas de acceder a la verdad última de las cosas mediante recursos espurios (el peor de todos: la charlatanería). Con Aristóteles se aúnan una y otra cara de la moneda, de manera que la sabiduría se yergue como máxima aspiración del hombre para ser feliz, esto es, para estar a la altura de su vocación última; partiendo de la base de que "nadie es sabio por naturaleza" (Ética a Nicómaco, 1143b), es preciso esforzarse en la adquisición, no solo de la mayor cantidad posible de conocimientos fiables, sino de un modo de ser adecuado consiguiente al acceso a la verdad; el nombre que recibe esa condición excelente de lo humano plenamente realizado es, para Aristóteles –y, desde entonces, para el humanismo occidental–, es el de virtud. Quien bien conoce bien obra, será la divisa en adelante.

Saber y hacer se dan la mano desde el momento en que obedecen a una perspectiva adecuada de lo posible, lo lícito y lo pertinente. Por esa senda discurrirán tanto el estoicismo de un Séneca (para quien "nadie puede ser feliz si está fuera de la verdad") como el escepticismo moderado –neoacadémico, para ser precisos– de un Cicerón, defensores ambos de un concepto modesto de la sabiduría en cuanto ajuste entre nuestras expectativas vitales y el orden del mundo, tanto natural como social. También los humanistas del Renacimiento, quienes suscriben la tesis de que "sólo es vida la que se vive por la sabiduría, pues la de los necios no es vida", como afirmó Juan Luis Vives en su Introducción a la sabiduría (25).

Con la explosión de optimismo que supuso el advenimiento de las Luces, la confianza de la humanidad –o, para ser honestos, de esos aristócratas del conocimiento que fueron o creyeron ser los ilustrados– en los beneficios del saber alcanzó cotas inusitadas: "¡Atrévete a saber!", azuzaba Kant a sus coetáneos, dando por descontado y supuesto que el conocimiento es la llave para la plenitud. El afán enciclopédico responde a la convicción, tan entusiasta como ingenua, de que el mundo es un pañuelo, y para descifrar sus arcanos basta con elaborar el mapa más detallado posible de sus elementos constitutivos. Se produce entonces una ruptura entre saber y hacer (y, consecuentemente, en el ser mismo del hombre), motivada por una especialización creciente de la investigación en todos los órdenes y su imparable traducción en términos técnicos: el conocimiento pierde rápidamente su irrebasable dimensión vital para centrarse en la resolución de problemas prácticos, abandonando al individuo concreto a su suerte y desabasteciéndole de pautas para alcanzar su plenitud existencial. Ese vacío es el que cubrirán las ideologías, caricatura del auténtico saber en la medida en que reducen el conocimiento (por definición, libre) a unas cláusulas predeterminadas, cuando no a un catálogo de consignas vacías de contenido ético real. Se empapa de este modo el conocimiento de ignorancia (una ignorancia letrada, eso sí), por cuanto quien no mira el mundo ni su propia vida con ojos desprejuiciados está condenado a convertirse en el títere de otros: la sabiduría, llamada a emancipar a la humanidad  ("la verdad os hará libres"), degenera así en una combinación letal de demagogia y tecnocracia.

Ya solo un puñado de individuos excepcionales –no por su naturaleza, sino por su número– mantienen viva la alta llama del afán de saber como forma eminente de ser humanos. Es el caso de Étienne Gilson, el erudito francés que, en su librito El amor a la sabiduría (en realidad, el texto de dos conferencias pronunciadas en 1927 y 1947), afirma: "Filosofar es buscar la sabiduría a través de un esfuerzo estable de reflexión, que en sí mismo implica requisitos éticos definidos; porque nadie puede [sic], al mismo tiempo, filosofar y llevar un modo de vida incompatible con el pensar filosófico"; así, define la sabiduría como "el deseo de alcanzar una posesión activa y personal de la verdad". También los poetas, los artistas en general (los mejores pintores, los músicos excelentes), tratan de mantener ese compromiso sagrado entre palabras y obras, vida y verdad, sin el cual la propia existencia humana se degrada en mera organicidad biológica, abriendo así las puertas a ideologías mostrencas como el animalismo y el antiespecismo, por desgracia –aunque no sin motivo– tan en boga en nuestros días.

Nos corresponde a nosotros, en cuanto humanistas, mantener alto el pabellón del conocimiento (entendido como verdad encarnada, no como acumulación de informaciones carentes de relevancia existencial), pues constituye la vía de acceso a nuestra plena dignidad. Si bien es cierto, como alertó Petrarca en una de sus Familiares (XIX, 17), que es preferible “el hombre sin las letras a las letras sin el hombre”, y Erasmo en el Enquiridion que “vale más saber menos y amar más que saber más y no amar” (VIII, 4) ya que, en cualquier caso, el conocimiento es un medio y no un fin en sí mismo, sin él renunciamos a hacer uso de esa escalera ontológica que, sea Dios o el azar evolutivo, nos brindaron para atisbar esas “cosas más altas” a las que aludía Cicerón en el De finibus (113). Sin ellas a la vista, nos rebajamos –esta vez, sin remisión– al nivel de las orugas y los helechos... lo cual, al parecer, es la ambición de muchos en este siglo cuyas dos primeras décadas no parecen apuntar en la dirección de un rehumanización del mundo (y de la propia especie), sino más bien todo lo contrario.