Jesús Cotta.- Mucho se distanciaban el hombre antiguo de Grecia y Roma y el cristiano en el ideal terreno de perfección, en la concepción de lo ultraterreno y de lo divino, en lo moral, etc. Pero tales diferencias están sobrevaloradas, unas veces con el afán académico de establecer contrastes para comprender mejor el encuentro entre ambas y otras con afán de presentar el cristianismo como un elemento foráneo en la cultura griega. Pero, por encima de tales diferencias o, mejor dicho, debajo de ellas, había entre el hombre cristiano y el hombre griego semejanzas esenciales que hicieron posible el nacimiento de la Cristiandad y que permitían, por ejemplo, que un filósofo griego pudiera sentirse tocado por una parábola de Cristo y que un cristiano percibiera como prefiguración cristiana a Héctor y Antígona, que tanto tiene de heroína bíblica. Adoptada la religión cristiana por la cultura griega, La Iíada seguirá siendo la obra cumbre de la Cristiandad.
Como afirma la biblista Carmen Bernabé, el cristianismo se propagó no tanto por sus creencias como por la impresión que en los paganos causaba su estilo de vida, con su práctica del amor fraterno. En mi opinión esa impresión no habría sido tanta si tales creencias no hubieran sido percibidas en el corazón de muchos gentiles como una plenitud que su mundo cultural ya estaba necesitando. No es posible saber si habrían causado más impresión en China o en India, pero sí que es posible señalar qué semejanzas antropológicas entre Homero y Cristo posibilitaron en el mundo grecorromano la comprensión y el atractivo de lo cristiano.
Muchas son tales semejanzas (la común creencia en un origen áureo de la especie humana, en nuestro carácter intermedio entre lo animal y lo espiritual, en nuestra ascendencia divina, de la que san Pablo se hace eco en su discurso en el Areópago, etc), pero aquí solo me centraré en dos de ellas: la tétrada antropológica y el antropocentrismo. En ambos casos veremos que lo cristiano añade un plus de radicalidad, lógica o intuición que contribuía que a los ojos griegos fuese percibido como más hondo y completo y cómo gracias a esa conexión la cultura griega no se vio interrumpida ni anulada por la fe cristiana, sino continuada y enriquecida con savia nueva y cómo esa fusión no fue una amalgama de añadidos históricos sino un matrimonio indisoluble que, tras algunos desencuentros en el noviazgo, engendró a un vástago legítimo, la Cristiandad, cultura fecunda y civilizadora, donde lo griego y lo cristiano son lo mismo.
Así pues, veamos dos de esas semejanzas entre el hombre que Homero cantaba en sus hexámetros y el que Cristo contaba en sus parábolas.
Una de las semejanzas más cruciales entre lo homérico y lo cristiano, la que permitió a los gentiles comprender el mensaje cristiano y a los cristianos explicar su fe mediante los conceptos que la filosofía griega llevaba siglos utilizando, es la tétrada de lo divino, lo espiritual, lo libre y lo moral: Dios, alma, libertad y bien. Esa tétrada explicaba lo humano tanto en la cultura griega como en el cristianismo. En Homero ya está su germen: solo el hombre está realmente conectado con lo divino y, al morir, no muere, sino que su alma sobrevive en otro ámbito superior; y solo él, en el margen permitido por la Moira, es, como los dioses, dueño de su acción y merecedor, pues, de alabanza o de reproche. Luego, los filósofos fueron desarrollando la tétrada: lo espiritual es divino en nosotros y nos dota de libertad y moral. ¿Qué es el daimon que Sócrates decía tener sino el santuario de la conciencia, un ámbito divino y libre que lo conectaba con los dioses, que para él representaban el bien, y le ayudaba a actuar aquí como ellos?
El cristianismo llevó esta tétrada a su cumbre al explicar con ella el drama de la salvación personal: un Dios que es espíritu ha creado unas criaturas dotadas también de un principio espiritual que escapa a la concatenación inevitable de los entes naturales, y ese principio espiritual hace posible la libertad, porque la voluntad humana es, por así decir, un motor inmóvil: en ella se origina una cadena de causas, pero ella no es una causa más en la cadena, sino el origen; y debido a esa libertad, el hombre puede elegir entre el bien y el mal, lo que hace posible la moral, y de esa elección depende en última instancia nuestra salvación o condenación eterna. La vida es, gracias a esa tétrada, un drama, una prueba definitiva en la que nos lo jugamos todo: no somos solo un animal con chispa divina, sino lo más parecido a Dios, personas por cuya salvación o condena se pelean ángeles y demonios. En esos cuatro pilares descansa, además, el concepto de dignidad humana: nuestro valor único y especial se debe precisamente al hecho de que somos divinos y por tanto, frente a la causalidad del mundo físico, libres y, por tanto, los únicos merecedores de alabanza o reproche, salvación o condenación.
Por otro lado, en Grecia el hombre no está sometido a poderes naturales como el volcán o las crecidas de un río, ni rinde tributos humanos a animales o dioses sangrientos; asimismo, en el cristianismo el hombre solo está sometido a Dios y lo demás está a su merced. Ni en la religión griega ni en la cristiana hay animales sagrados: los sagrados somos nosotros, que estamos emparentados con lo divino. Para Homero y Cristo el hombre es lo relevante. Por eso san Jorge mata al dragón, Teseo al Minotauro, el torero al toro. Lejos queda esa noche de los tiempos en que lo divino era animal y antropófago. Hércules, matando a las yeguas antropófagas de Diomedes, nos estaba llevando de la mano a esa “plenitud de los tiempos”, por usar la expresión de san Pablo, en que Cristo pasearía por la tierra liberándonos de las bestias más peligrosas del cosmos: los demonios. Si Hércules y Teseo proclaman que la víctima no puede ser el hombre sino la bestia, Cristo proclama con esos exorcismos que el hombre es el rey de la creación y no puede ser esclavizado por la criatura que más la odia. Ese título de rey, heredado del Génesis, habría sido tan solo honorífico si no fuera porque, según la perspectiva cristiana, Dios mismo se hizo hombre y pasó por la tierra precisamente liberándonos de esas bestias que tenían al rey aherrojado y con cada exorcismo ampliaba y reforzaba esa majestad cósmica sobre lo creado que el hombre había recibido del Creador, el único con capacidad para otorgar tamaño título.
Ese título de rey no es la única diferencia entre el antropocentrismo griego y el cristiano.
En efecto, en Grecia los dioses son más humanos que divinos los hombres; solo un poco más altos que nosotros, pertenecen al mismo mundo inmanente que nosotros y son, por usar un anacronismo, una especie superior de homo: la distancia genética entre Aquiles y Apolo es mínima comparada con la que hay entre Aquiles y el mono y por eso la confusión entre hombre y mortal es posible: Odiseo, náufrago y desnudo, cuando ve a la joven Nausícaa, la requiebra preguntándole si es una diosa o una mortal y, por su parte, Safo, afirma en un célebre poema que el hombre que le va a arrebatar como esposo a la amada le parece “igual a un dios”; se trata, en fin, de un antropocentrismo que va de nosotros a ellos, es decir, que hace a los dioses semejantes a nosotros. Sin embargo, en el cristianismo el antropocentrismo va más bien de Dios a nosotros: es, por así decir, un antropocentrismo que nace del teocentrismo, pues de Dios procede nuestra grandeza; si los dioses griegos son antropomorfos, es decir, se nos parecen, el hombre cristiano es teomorfo, es decir, se parece a Dios; si en el antropocentrismo griego salimos ganando porque la distancia entre nosotros y los dioses es poca, en el cristiano salimos ganando porque la semejanza con un ser infinito nos eleva infinitamente; y si en la religión griega el hombre es un intermedio entre dios y animal, el pensamiento cristiano, dando un paso más allá, considera al hombre un inabarcable intermedio entre la nada y el absoluto: el absoluto, porque el hombre se pone casi a la altura de Dios, al ser, como Dios, la única criatura consciente y libre, y la nada porque la distancia entre el creador y lo creado es infinita; mientras que en la Edad Media del románico y del Pantocrátor se ponía el acento en la nada y en la miseria del hombre frente a Dios, lo que dio lugar al teocentrismo medieval, en el Renacimiento se pone el acento en la grandeza del hombre por ser imagen del Absoluto, lo que dio lugar a lo que podríamos llamar teomorfismo renacentista, que conectaba muy bien con el antropocentrismo griego, es más, surgió en contacto con él. Por eso la Europa cristiana del Renacimiento abrazó con tanta naturalidad a Grecia y generó el humanismo, cuyo germen estaba ya en Homero: si el autor de todo hizo el cosmos para el hombre y lo nombró rey, es lógico considerarlo centro del universo, medida de todas las cosas, aquel que, como el Creador, también es creador, aquel cuyo pensamiento es un pequeño universo, aquel único capaz de encontrar y generar verdad, bondad y belleza.
Bastó que en el Renacimiento Grecia volviera con todo su encanto para que genios como Miguel Ángel plasmasen de modo paradigmático esa concepción del hombre compartida por Homero y Cristo y de la que él era deudor. Su obra convirtió en ámbar la resina destilada siglos atrás por el árbol de Europa. La desnudez del maravilloso Cristo sopra Minerva es griega, pero no se puede expresar con ella de modo más sublime la idea cristiana de resurrección y cuerpo glorioso. ¿Y qué decir de la Capilla Sixtina? En ella Dios es tan antropomorfo como el hombre es teomorfo, pues la distancia entre Creador y creatura está reducida al mínimo, no a costa de reducir a Dios, sino para cantarlo a través de la grandeza del hombre; allí la desnudez es fuente de belleza, como en el Discóbolo. Miguel Ángel humaniza tanto a Dios Padre como Homero a Apolo, y el Cristo del Juicio Final es representado en todo su esplendor humano, como un atleta griego iluminado por la gracia que irradia. En todos ellos se dan cita teocentrismo cristiano, que expresa nuestra realeza, y antropocentrismo griego, que expresa nuestra cósmica relevancia. Miguel Ángel, al aunar de modo magistral en su arte las confluencias entre la antropología griega y la cristiana, ha logrado representar el concepto de dignidad humana de modo perenne y representativo de lo que culturalmente somos los europeos de la Cristiandad. Homero y Cristo se dan cita en esas obras donde lo divino, lo genuinamente humano, lo libre, la belleza y el bien fundamentan nuestra dignidad sobre todo el cosmos.
Contemplando esa obra, es fácil pensar que homo sapiens es cualquier criatura del cosmos que busque más allá del cosmos lo que la explique, porque el cosmos que la ha producido no basta para explicarla. Allí donde esté una criatura con tal capacidad, tenga el aspecto que tenga y exista o no más allá del cosmos lo que la explique, está el centro del cosmos, lo más excelente en la escala del ser. El refutado geocentrismo tenía, en cierto modo, razón.