[Reproducimos el primer capítulo del libro Fray Luis de León, poeta de La Flecha, publicado por Cypress Cultura en 2023)]
Luis Frayle Delgado.- Dice el Maestro Fray Luis de León, refiriéndose al nombre Pastor en su
obra cumbre Los nombres de Cristo, que
“puede ser que en las ciudades se sepa mejor hablar, pero la fuerza del sentir
es del campo y de la soledad”. El fraile agustino se refiere a la solitudo clásica, que loaron ya poetas
bucólicos como el griego Teócrito, o los latinos Horacio y Virgilio; la que
puede gozarse, también en buena compañía, en el silencio, cuando se apagan
todos los ruidos de la algarabía humana y se puede escuchar el murmurio de la
fontecilla y el cantar suave no aprendido de las aves. Lo dice poco después de haber
loado la vida pastoril, no tanto por ser la propia de los pastores, sino por
ser la vida “sosegada”; y da así la razón de su alabanza: “porque lo primero,
la vida pastoril es vida sosegada y apartada de los ruidos de las ciudades, y
de los vicios y deleites de ellas”.[1]
Era del gusto y placer de Marcelo (que
es el mismo Maestro León) retirarse a esos lugares de sosiego, que con maestría
él mismo nos describe en frase burilada, limpia y medida, de acuerdo al
equilibrio clásico de su mundo renacentista. En el mismo lugar habla así de la
vida apartada de las ciudades: “Tiene sus deleites, y tanto mayores cuanto
nacen de cosas más sencillas y más puras y más naturales: de la vista del cielo
libre, de la pureza del aire, de la figura del campo, del verdor de las yerbas
y de la belleza de las rosas y de las flores. Las aves con su canto y las aguas
con su frescura le deleitan y sirven. Y así, por esta razón, es vivienda muy
natural y muy antigua entre los hombres, que luego en los primeros de ellos
hubo pastores”.[2]
En Fray Luis esos lugares y ambientes
campestres de paz y reposo tienen nombre propio. Son los sitios en que él
ambienta y escribe, al menos en parte, la obra donde encontramos los textos
aducidos; y otros, bien en prosa, bien en verso, siempre de alta poesía, que
nos dejan reconocer fácilmente el lugar exacto donde su espíritu se elevaba
descubriendo y describiendo la belleza natural que le envolvía, haciéndola
objeto de hondos pensamientos y de los altos sentimientos que nacían en su alma
al contacto y contemplación de aquella naturaleza creada. Esos lugares de
inspiración de nuestro máximo poeta renacentista son los que
denominamos con el nombre de La Flecha.
Ese lugar es el mismo que él nos
señala con el dedo mientras lo está contemplando desde la falda de la colina,
cuando nos explica, ahora a propósito del nombre Camino, por qué Cristo recibe
también ese nombre. “Porque –dice– cuanto a la propiedad del vocablo camino,
así como aquel camino –y señaló Marcelo con el dedo, porque se parecía de allí–
es el de la corte porque lleva a la corte y a la morada del rey a todos los que
enderezan sus pasos por él, así Cristo es el camino del cielo”.[3]
Ese camino de la corte era el de Aldealengua, que Miguel de Unamuno, siglos más
tarde, recorrió más de una vez, para contemplar los sitios luisianos que le
inspiraban bellas composiciones, como al Maestro León, solazándose en aquellas
amenas laderas. Ahora, el progreso ha hecho que lo denominemos carretera de
Aldealengua, pero ahí sigue como testigo de que por él transitaron los que iban
buscando la paz del campo y el sosiego del espíritu.
La Flecha está situada en una fractura
o quebrada que desde Cabrerizos llega hasta Aldealengua y aun se prolonga más
allá. De ahí dicen que le viene el nombre al lugar donde los frailes agustinos
del Convento de San Agustín de Salamanca tenían una granja con su huerta, a
donde en tiempos de asueto se retiraban a descansar y a gozar de la vida
campestre. De fracta, el participio
de frango (romper o quebrar), por
evolución natural tenemos frecha, que
así se llamó el sitio, y por un fenómeno de etimología popular llegó, quizá por
más verosimilitud, en el habla del pueblo a Flecha. Quizá también el nombre
tenía así más resonancias literarias, incluso referido a las flechas de Cupido,
que podía andar suelto por aquellas arboledas. Tenemos el lugar de La Flecha,
entre las colinas que se extienden varios kilómetros, como el graderío de un
enorme teatro natural, desde donde se puede contemplar la vega de las dos
orillas del Tormes, que se extiende, con la prolongación de la llanura hasta
donde pueden alcanzar los ojos hacia el sur fundiéndose con el horizonte. Las
laderas pedregosas, a trechos cubiertas de vegetación, llegan hasta la ribera
plantada de hortalizas, que es ancha y fértil al principio, frente al lugar
donde hoy se levanta el convento de las Carmelitas Descalzas, en la finca
llamada el Arenal del Ángel. Seguramente así llamada por la tierra arenosa y,
según me han contado las monjas por una ermita que en dicha finca había, donde
por los años cincuenta del siglo pasado se construyó el convento. En la ermita
o capilla había un ángel, que ahora está en la iglesia de Cabrerizos. La vega
poco a poco se va estrechando a medida que nos acercamos al Huerto de Fray
Luis. Aquí el monte y la ladera se identifican con la ribera del río, que baña
el soto que se hace en la isla. En primavera estos montículos se cubren de
colores; verdean intensamente los salteados pinares, florecen los almendros que
han brotado, silvestres, acá y allá; y por donde en invierno corrió un pequeño
torrente o en torno a un manantial que fecunda la tierra, aparece una alameda,
cuyos troncos han crecido y sus ramas se extienden entre la tupida enramada
para ofrecer sombra y frescor. Uno de esos lugares frondosos nos dice donde
está el Huerto de Fray Luis, en el paraje que fue la granja de los frailes. Y
en las orillas del río, en torno a lo que fue la aceña hasta hace algunos años, y
en el soto de la isla, estalla la vegetación de álamos, sauces y mimbreros que,
mientras se miran en las aguas, refrescan sus raíces. En otoño la tierra
agostada durante el estío va tomando un color ocre, y la arboleda un verde
pálido hasta conseguir en el otoño un amarillo ardiente, rojizo; y pronto las
hojas comienzan a caer y en su vuelo hacia la tierra saturan el aire de nostalgia.
Pero ¿cómo puedo yo atreverme a
describir esos lugares casi sagrados, que mis ojos han visto, caros a mi
corazón, que se insinúan suavemente en mis sentimientos? Todavía hoy, cuando
paseo entre la arboleda ribereña me evado del mundo ciudadano y sus intrigas y
recuerdo aquel sitio tal como lo conocí de joven, cuando tenía una agreste
pureza. Entonces me engolfaba en la lectura de la poesía de Fray Luis y me
bañaba en las aguas limpias del Tormes, arriba de la pesquera que contenía el
ímpetu del río y hacía un embalse para la molienda, o más abajo de la aceña, en
alguno de los brazos que, agua filtrada por las grietas, rodeaban la isla. Mas
¡ay!, no puedo menos de poner aquí un lamento por las cosas que fueron y ya no
son; hoy queda sólo un recuerdo de la realidad de aquellos lugares que
permanecen eternos en la creación de las obras del Maestro renacentista para
deleite de los que lo leemos.
Recordemos pues lo que él vio allí, las cosas que han quedado eternizadas en su obra, recreadas como ámbito vital de un mundo sublime, añorado por lo más alto y puro del espíritu humano.
Del monte en la ladera
por mi mano plantado tengo un huerto,
que con la primavera,
de bella flor cubierto
ya muestra en esperanza el fruto cierto.
Este es, sin duda el Huerto de Fray Luis, del que hoy sólo
nos queda el “ameno lugar” cercado con un murete de piedra, con una puerta de
forja, siempre cerrada, con el rótulo “Fray Aloisi Hortus”. Los que hemos
recorrido estos parajes, recordando y hasta recitando la oda La vida retirada, no tenemos la menor
duda de que no sólo este es el lugar evocado, sino el mismo que el Maestro
describe y sublima y eleva a paradigma de sitio de belleza y sosiego. Podemos
pensar que aquí escribió esa oda en un momento de espontánea inspiración, o al
menos aquí la concibió. Algunos críticos dicen que la compuso en la madurez “después
de la prisión con el recuerdo de La Flecha”. Y hasta hay quien dice que las
particularidades descriptivas pueden corresponder al lugar de Yuste. Pueden
corresponder genéricamente a cualquier locus
amoenus; pero los altos pensamientos y profundos sentimientos que aquí se
expresan no corresponden a una loa al “recogimiento” del Emperador Carlos, sino
a la propia búsqueda del retiro y la paz del alma del poeta, que viene a
encontrar en este preciso y propicio lugar para la soledad y el retiro del
mundo, el camino de su silencio interior.
Qué poco esfuerzo de imaginación es
necesario hoy para no sólo ver sino recorrer la huerta, subir a la colina,
bajar de nuevo por la ladera y entrar en la casa de la granja, que ya no
existe, y meterse en sus aposentos y estar allí con los frailes; y luego bajar
al río y pasar al soto en el barco, y en la umbría bajo los álamos, junto al
agua, seguir el diálogo profundo y bello que sobre el nombre de Hijo tienen
ahora Sabino, Juliano y Marcelo, en el libro tercero de Los nombres de Cristo.
“El día que sucedió –dice– en que la
Iglesia hace fiesta particular al apóstol San Pablo, levantóse Sabino más
temprano de lo acostumbrado, al romper el alba salió de la huerta, y de allí al
campo que está a la mano derecha de ella, hacia el camino que va a la ciudad,
por donde, habiendo andado un poco rezando, vio a Juliano que descendía para él
de la cumbre de la cuesta, que, como dicho he, sube junto a la casa”.[4]
Cuando se encontraron Sabino y Juliano conversaron acerca de la impresión que
les habían causado las cosas que Marcelo dijo el día anterior sobre el nombre
de Esposo, que “habían sido muchas y fueron tan altas que –decía Sabino– mi
entendimiento, por apoderarse de ellas, apenas ha cerrado los ojos. Así que
verdad es que os he ganado por la mano hoy, porque mucho antes que amaneciese
ando por estas cuestas”. Y habiendo vuelto a la casa allí se enteraron de que
Marcelo no se había levantado y para esperar volvieron a la huerta conversando.
Y de nuevo a la casa. Y como Marcelo se demorase en levantarse, ya que “el sol
iba bien alto”, temieron por su salud y entraron en su aposento. Pero no era
más que estaba un poco cansado, así que le invitaron a seguir el diálogo sobre
otros nombres de Cristo. Y esto sería “caída la siesta, en el soto, como el día
pasado”. “Y así llegada la hora, y habiendo dado su refección al cuerpo con
templanza y al ánimo con alegría moderada, poco después Marcelo se retiró a su
aposento a pasar la siesta; y Juliano se fue a tenerla entre los álamos, que en
la huerta había estanza fresca y apacible. Pero Sabino advirtió que Juliano
pasó dos horas en la alameda sin dormir unas veces arrimado y otras paseándose
y siempre metidos los ojos en el suelo y pensando profundamente”. Sabino fue el
encargado de despertar a los dos, al uno de su pensamiento y al otro de su
reposo. “Y en el barco se pasaron al soto y al mismo lugar del día antes”.[5]
Ahí está ahora la propiedad y vivienda
particular y privada construida en el lugar donde estuvo la casa de la granja
de los frailes agustinos y, en torno, el huerto. Quienes hemos podido recorrer
la ladera entre la arboleda, hemos podido imaginar los cultivos de hortalizas y
frutales, en los que el mismo Maestro pudo colaborar con “su mano”, como tantos
que pretendemos alguna vez volver al refugio del campo a encontrarnos con las
raíces de la tierra nutricia. De la casa de la granja sólo queda una pared en
la actual casa, que, dicen, por su aspecto perteneció a aquella primitiva de
los frailes. Los tiempos también coinciden con los que alude el poeta: “Que con
la primavera de bella flor cubierto”. Podría ser uno de tantos finales de curso
“a las vueltas de la fiesta de San Juan, al tiempo que en Salamanca comienzan a
cesar los estudios”, cuando según nos dice él mismo en la Introducción de Los nombres de Cristo, el poeta con
algunos de sus compañeros “se retiró a puerto sabroso a la soledad de una
granja, que tiene mi monasterio en la ribera del Tormes”.[6]
Por esas fechas de finales de la primavera y comienzo del verano los frutales y
hortalizas de la vega “muestran en esperanza el fruto cierto”.
¿Qué busca el sabio Maestro en el “puerto sabroso” de ese sitio solitario? Sin duda, escribió esta oda en su madurez, y en ella se perciben claramente los ecos de los años terribles que pasó en la cárcel de la Inquisición, de 1572 a 1576. Aquella persecución que le hiere en lo más profundo de su sensible y cultivado espíritu le impele a la huida “del mundanal ruido”. El sufrimiento se ha ido suavizando o quizá solo ahondando con el paso del tiempo y en el alma se ha ido acendrando la serenidad y el sosiego. De todos es conocida aquella décima, Al salir de la cárcel, que escribió, con el fuego de la justa indignación, como algunos afirman en las mismas paredes carcelarias, cuando iba a ser puesto en libertad. Pueden servirnos esos versos para comparar el terrible dolor de la injusticia sufrida en su propia carne y la serenidad a que pudo llegar un hombre, por otra parte, tan clarividente y agudo.
Aquí la envidia y mentira me tuvieron encerrado.
Dichoso el humilde estado
del sabio que se retira
de aqueste mundo malvado
y con pobre casa y mesa,
en el campo deleitoso,
con sólo Dios se compasa,
y a solas su vida pasa
ni envidiado ni envidioso.
Después de la expresión indignada del sufrimiento, ahí está
ya en lo últimos versos el ideal de “la vida retirada”, a la que aspira y busca
con ahínco, la que sin duda puso en práctica y aquí canta con sentimiento
sereno y exaltación medida, que él había aprendido especialmente en la odas del
latino Horacio: “Qué descansada vida / la del que huye del mundanal ruido...”
El mundanal ruido es, en otra metáfora también clásica, “el mar tempestuoso”. El barco es embestido por las olas. Ha estado a punto de zozobrar y quebrarse. Roto casi el navío, por los envites de la terrible tempestad, de la soberbia del poder, la envidia de la fama, o la corrupción del dinero. Y el sabio huye para acogerse a puerto seguro, al “almo reposo”, como a seno maternal de ese lugar de paz, de soledad y sosiego, secreto seguro deleitoso, tal como nos describe en esta estrofa:
¡Oh campo! ¡Oh monte! ¡Oh río!
¡Oh secreto seguro deleitoso!
Roto casi el navío,
a vuestro almo reposo
huyo de aqueste mar tempestuoso.
Huye a la soledad y sosiego de La Flecha. Pero nos deja
traslucir el poeta, como confesará expresamente en otras muchas composiciones,
que esa paz que aquí encuentra es el trasunto, anticipo y prenda de otra
felicidad más alta a la que aspira, y que entrevé cuando contempla, en aquel
delicioso lugar, el cielo azul en las noches estrelladas del verano salmantino,
sentado a la puerta de la casa, o entre la fronda, tomando, como es costumbre
en estos lugares, el fresco que trae la brisa que sube del río y refrigera el
cuerpo y dulcifica el espíritu.
El sufrimiento debe de haber sido muy intenso, profundo y prolongado durante años, y en lo más íntimo de su alma han quedado las huellas indelebles. Su espíritu delicado y religioso, amante de la Virgen María, a la que dirige bellas odas, acude a la que es “luz del cielo”, suplicando su piedad:
Virgen que el sol más pura
gloria de los mortales, luz del cielo,
en quien la pïedad es cual alteza;
los ojos vuelve al suelo
y mira un miserable en cárcel dura,
cercado de tinieblas y tristeza.
Con frecuencia levantaría su mirada al limpio cielo
castellano y lo vería como promesa de lo que vislumbraba detrás de las
estrellas: “el amor y la pena / despiertan en mi pecho un ansia ardiente”. Y
anhela llegar allí desde el destierro en que se debate, porque “aquí vive el
contento, / aquí reina la paz; aquí asentado en rico y alto asiento, / está el
Amor sagrado / de glorias y deleites rodeado”, nos dice en aquella otra
admirable oda a la Noche serena. Pero si ahora se eleva a esa lírica sublime,
que le inspira admiración, “cuando contempla el cielo”, no menos alta poesía le
inspiran estos lugares terrenos, donde adentrarse en la riqueza de su mundo
interior para encontrase consigo mismo y expresar con palabra humana el deleite
que le producen la contemplación de la hermosura de la naturaleza, que llena su
espíritu de paz. Ese lugar a donde ha huido nuestro poeta, ese “secreto seguro,
deleitoso” es el campo, el monte, el río de La Flecha, como singular marco y
entorno del huerto plantado en la ladera.
Después, a la vez que nos dice cómo su sensibilidad humanista no se queda en la simple contemplación de la naturaleza y en el goce sensual que hace aflorar su sentimiento, en estrofas que se refieren al sosiego y la paz que para su alma anhela encontrar en aquellos lugares, sigue con la expresión poética de otro de los elementos más destacados de aquel conjunto delicioso. Ahora es la fuente, que bajando de la cumbre de la colina, recorre y fecunda el huerto y sus aguas límpidas siguen deslizándose hasta confundirse con las del río.
Y como codiciosa
de ver y acrecentar su hermosura,
desde la cumbre airosa
una fontana pura
hasta llegar corriendo se apresura.
Y luego, sosegada,
el paso entre los árboles torciendo,
el suelo, de pasada,
de verdura vistiendo,
y con diversas flores va esparciendo.
Maravilla de descripción de una realidad tan sencilla y
natural como es un manantial que nace en lo alto del monte y se desliza por su
falda, con palabra limpia, transparente, bien dispuesta y combinada con sus
compañeras de frase en un conjunto armónico, como formando una preciosa joya
donde cada piedra brilla con sus propios destellos contribuyendo a la
luminosidad del conjunto, sin que el fulgor de una eclipse el suave brillo de
la otra, sin que el azul del zafiro desentone del violeta de la amatista o el
verde de la esmeralda. Es la misma fuente que yo todavía pude ver hace algunos
años bajando entre los árboles del borde de la senda que subía la cuesta hasta
la puerta del mismo huerto. Cumbre y fontana, donde los epítetos “airosa” y “pura”
dan esbeltez al monte y hacen transparente la corriente de agua que refresca el
ambiente y tonifica el espíritu cansado de quien allí busca la soledad y el
sosiego.
Todo contribuye a la paz en ese refugio de silencio y acrecienta las delicias y el disfrute de la virginal naturaleza. Sin duda supera, en la descripción luisiana, a toda expectativa de un sitio de recreo, porque el fino espíritu del Maestro León, con agudo sentido de la belleza creada, lo eleva y exalta no sólo a paradigma de goce de los sentidos sino también de satisfacción del ansia de paz y felicidad del espíritu. Como si de la hermosura de la naturaleza él también se elevara mucho más alto para crear un mundo sobrenatural capaz de satisfacer toda apetencia de los espíritus que renuncian a los placeres engañosos y efímeros que el mundo ofrece, sustentados en el poder y el dinero, para poder disfrutar de otros bienes nunca perecederos.
El aire el huerto orea,
y ofrece mil olores al sentido,
los árboles menea
con un manso ruido,
que del cetro y el oro pone olvido.
El alma toda está atenta a ese disfrute que sobrepasa el
gozar de los sentidos corporales. Se agudiza la fina percepción de los sentidos
interiores a los que llega el oreo del aire que insinuándose entre la fronda
consigue poner ese toque suave y armónico que entra por todo el cuerpo, porque
puede verse en el tamizado verdor del huerto, y sentirse en un tenue fluido que
se para sobre la piel y es absorbido por el olfato al que regala con mil
olores, y se mete en el oído que percibe el manso ruido que produce en el
ramaje al menear los árboles. Pero va mucho más allá, porque de ese aire que
circula por la arboleda rozando suavemente las cuerdas de las cosas surge como
por ensalmo una armonía espiritual que se adentra en lo más interior del alma
del poeta, que llega a conocer por esa vía cordial, abierta a todas las
excelencias, un mundo más alto, que “del cetro y el oro pone olvido” para poder
saciar las apetencias más profundas de su ser humano.
Hay que decir, no obstante, que la
descripción de los sitios que inspiran La
vida retirada es una mínima parte y nada más el ambiente externo y natural
de un poema a la vida interior, que, como una historia maravillosa de
transformación, se está produciendo en el alma del poeta, quien, al modo del
místico que describe la unión amorosa con el Esposo, trata de darnos a conocer
la fusión e identificación de su espíritu con el mundo de la naturaleza en
estado puro. Por eso mismo, antes de ver el alma del Maestro renacentista engolfada
ya en altos a la vez que simples y sencillos placeres espirituales, después de
haber huido del mundanal ruido, hemos de completar, como él lo hizo cual si de
un cuadro se tratara, la pintura de estos sitios a donde él ha llegado buscando la
soledad y el silencio que son el camino y la casa de toda poesía.
Abajo, una vez cruzado el camino real,
a los pies del monte, está el Tormes con sus riberas. Y el soto en la
isla. Y puesto que la incuria y la maldad de los hombres tiene hoy esos lugares
en el abandono y ultrajados a causa de la codicia, volvamos de nuevo nuestros
ojos a mirarlos cual los viera el Maestro no sólo con los ojos corporales sino
desde el amor de su corazón. Tal como nos los describe: “Y yo sería –dice– del
parecer que se acabase este sermón en aquel soto e isleta pequeña que el río
hace en medio de sí y que de aquí se parece. Porque yo miro hoy al sol con ojos
que si no es aquel, no nos dejará lugar que de provecho sea”.[7]
Así hablaba Sabino, que “tenía pronunciación agradable”, al final del nombre Padre del siglo futuro, y alzando un
poco los ojos al cielo y lleno el rostro del espíritu recitó con templada voz
el salmo 103, en la traducción que aquí hace Fray Luis, regalándonos una de las
páginas más excelsas de la su obra. Marcelo había propuesto al mediodía, ya que
el sol arreciaba, interrumpir la plática para continuarla después de la siesta,
y prolongarla lo que necesario fuere, “sin que la noche, aunque sobrevenga, la
estorbe”. Y así hicieron, tal como se nos dice en la Introducción del Libro
segundo.
“Porque fue así –comienza diciendo–
que los tres después de haber comido y habiendo tomado algún pequeño reposo, ya
que la fuerza del calor comenzaba a caer, saliendo de la granja, y llegados al
río que cerca de ella corría, en un barco, conformándose con el parecer de
Sabino, se pasaron al soto que se hacía en medio de él, en una como isleta
pequeña, que apegada a la presa de unas aceñas se descubría”.[8]
El barco sería uno de aquellos barcos de varal que surcaron las aguas del
Tormes hasta hace pocos años. Hoy a causa de los restos de una piscifactoría
que en los años ochenta del pasado siglo destrozó el cauce primigenio y las
riberas, y el soto, difícil resulta reconocer la isleta que fue el lugar donde
se cobijaron de los potentes rayos solares en el estío salmantino los tres
personajes del diálogo luisiano. Pero podemos dejarnos guiar por las palabras
del narrador que nos lo describe al detalle: “Era el soto, aunque pequeño
espeso y muy apacible, y en aquella sazón estaba muy lleno de hojas; y entre
las ramas que la tierra de suyo criaba tenía también algunos árboles puestos
por industria, y dividíale como en dos partes un no pequeño arroyo que hacía el
agua que por entre las piedras de la presa se hurtaba del río, y corría casi
toda junta”.[9]
Y nos da más detalles contándonos cómo los tres se metieron en la espesura para
guardarse de los rayos del sol, junto a un álamo alto que estaba casi en medio,
y que les quedaba a las espaldas, puestos ellos a la sombra sobre la yerba
verde, con los pies casi metidos en el agua, gozando del frescor de aquel
lugar.
Ahí está el ameno sitio, si bien en alguna
de sus partes ya irreconocible. Queda la pesquera que retenía el agua para la
molienda en “las aceñas”, de las que sólo quedan los cimientos de una y la
parte anterior, que enfrentaba la corriente y cortaba el agua, que entraba a
las turbinas, en forma de quilla de piedra, con un balconcillo que vuela encima
de las aguas. Sobre esos cimientos se ha hecho una construcción de casa o
chalet moderno, una obra que ha quedado interrumpida y es un baldón para el
lugar y para quien lo ha hecho o ha permitido estos desmanes. A unos
metros queda el llamado Oratorio de Fray Luis de León, donde estuvieron los
restos del marques de Cerralbo, y otras construcciones derruidas que dan un
aspecto penoso a aquel sacro recinto, ultrajado por mano de los hombres. Allí queda
también, entre la maleza, el monumento, cuatro columnas de granito
conmemorativas del encuentro de poetas que tuvo lugar en Salamanca, por los
años cincuenta, con la lápida conmemorativa por los suelos, esperando ser
colocado en un lugar más digno y más visible.
Recordando aquellos tiempos de la vida
de nuestro poeta, y leyendo el diálogo que sigue, en Los nombres de Cristo, entre Sabino y Marcelo, podemos ver la
elevada intención del retiro al sitio de La Flecha, que no es otra que
encontrar la paz y el sosiego, y el descanso y resarcimiento de las fatigas no
sólo del trabajo y monotonía de la vida diaria en el Estudio de Salamanca, sino
también el reponerse el Maestro de su salud corporal quebrantada y, sobre todo,
el sobreponerse a los envites de la injusticia y la persecución a que le habían
sometido sus enemigos. Su precaria salud se debía, como aquí se nos dice, no
sólo a tener que “leer en medio de los caniculares, tres lecciones en las
escuelas muchos días arreo”, sino también a haber dado con sus huesos en la
cárcel de la Inquisición. Pero, le dice Sabino, que quien está acostumbrado a
todo eso “bien podría platicar entre estas ramas la mañana y la tarde de un
día, o, por mejor decir, no habrá género de maldad que no haga”. Acepta la
ironía Marcelo y mirando hacia el joven Juliano, que aún no ha intervenido,
dice: “Razón tiene Sabino que es género de maldad ocuparse uno tanto y en tal
tiempo en la escuela. Y de aquí veréis cuán malvada es la vida que así nos
obliga”.[10]
Sin embargo, Fray Luis encuentra compensación a sus trabajos y dolores en estas
obras que compone al margen de su vida académica y aridez de las clases, y de
las polémicas teológicas y escriturísticas, como la encuentra también en
aquellas “obrecillas” que se le cayeron como de entre las manos. Así lo
confiesa ahora en lo que sigue, no solo por lo tratado sino por lo delicioso
del sitio donde se trata: “Así que bien podéis proseguir, Sabino, sin miedo;
que además de que este lugar es mejor que la cátedra, lo que aquí tratamos ahora
es sin comparación muy más dulce que lo que leemos allí; y así con ello mesmo
se alivia el trabajo”.[11]
Pero no es el trabajo diario, a veces
duro y difícil, sino la dureza de la vida, añadida a la diaria, que al Maestro
León le tocó, la que le inspira la bella oda Vida retirada, donde podemos ver más allá de la alabanza del campo
y del sosiego y paz que proporciona a los que a él acuden, el rechazo a todo
aquello corrompido de los hombres, que le ha hecho huir del mundo y acogerse a
puerto seguro buscando la paz de su espíritu. Aunque el sentimiento de la
naturaleza podemos encontrarlo en toda su poesía, nos fijaremos especialmente
en la elevación mística que le produce la contemplación de estos lugares, que
aquí tan expresamente se ven descritos. Mucho aprendió, sin duda, el fraile
agustino, en sus estudios y lecturas juveniles de los clásicos, y muy en
particular el sentimiento pagano de la naturaleza, que Horacio localiza en su
finca de recreo de Tibur. Pero el poeta y humanista cristiano no se queda en la
cáscara de la verdad de las cosas sino que su religiosidad le hace dar un salto
trascendente a una visión de la hermosura del campo, como obra natural del
Creador, que llama a su fino y profundo espíritu a una comunión mística con
ella, que traspasa el mundo natural con una mirada interior que, desde el goce
de los sentidos, le transporta a un mundo en el que, olvidándose aun de las cosas
que le han servido de vehículo, arriba al gozo más profundo del alma.
En primer lugar es el anhelo de un
vivir tranquilo y sosegado en este retiro campestre, que es el huir del mundo,
motivado por la mirada complacida a esos lugares de paz y serenidad. Anhela esa
vida que han elegido “los pocos sabios que en el mundo han sido”. Sin duda la
Sabiduría para un místico en comunión con la naturaleza, y a través de ella con
su Creador, no es la ciencia y sabiduría humana de tantos sabios como ha habido
en el mundo, a muchos de los cuales está acostumbrado, a veces a su pesar, a
tratar; es la Sabiduría que ha aprendido en la lectura asidua y la explicación
constante de las Sagradas Escrituras en su Cátedra universitaria de Salamanca.
La Sabiduría a la que aspira nuestro
poeta es la del hombre que ha llegado a comprender el valor efímero del poder y
de la gloria, de la fama y de los bienes de fortuna; es aquel hombre “que no le
enturbia el pecho de los soberbios grandes el estado, que no cura si la fama”...
engañosa va pregonando su nombre. Todo eso no produce sino desasosiego y él
quiere refugiarse en el retiro y silencio que le ofrece aquel lugar
privilegiado, porque sabe, desde su humanismo, que la paz del espíritu esta
soportada por la serenidad del cuerpo, y es aquí donde, olvidándose de tantas
zozobras y tanto “ceño severo” que con frecuencia encontraba su mirada dirigida
hacia su entorno, desea gozar durante el día de la pureza del aire, del perfume
de las flores, y dormir tranquilo por la noche dejándose despertar por el trino
de las aves, y no por los “cuidados graves” del que está sometido, aunque sea
por propia libertad, al arbitrio ajeno. Nada nos debe extrañar que el fraile
agustino deseara cambiar, al menos por algunos días, la campana de obediencia
del convento salmantino por el canto no aprendido de los pájaros, que le
entraría al amanecer por la ventana abierta hacia la enramada.
Pero la verdadera soledad está en nuestro interior, aunque un lugar silencioso y apacible sea un buen camino para entrar en ella. El poeta quiere recogerse en su mundo interior, ese lugar que otro gran poeta contemporáneo, que había escrito ya poemas sublimes, Juan de Yepes, llamaba el centro, el profundo centro, o la sustancia del alma, donde se encuentra Dios. Por eso nuestro poeta canta:
Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanza, de recelo.
¿Qué mayor despojo? ¿Quién podrá negar que estamos ante un
poeta místico que busca la comunión con la naturaleza y en ella con su Creador?
El desasimiento, el despojarse de todo es el camino propio de todo místico, el
mismo camino que emprendió Juan de la Cruz, que cantó maravillosamente en Noche oscura y Subida al monte Carmelo. También el Maestro León, refugiado en su
mundo interior, fuera del mundo, “a solas, sin testigo”, “libre ...”, despojado
de todo, no solo del odio, del celo, y del recelo, sino hasta del amor y la
esperanza, del engañoso amor y de la vana esperanza de este mundo. Desatado de
todo lazo del más débil hilo o fuerte cadena humana para llegar al gozo y
contemplación que ya le debe al cielo, porque ya lo tiene a través del velo de
la noche que le permite vislumbrar una claridad que llegará con la luz del
nuevo día.
Pero la mística no es más que un camino, que es lo mismo que decir un anhelo de llegar a la contemplación de lo más alto y sublime, de lo misterioso, a lo que siempre aspiramos más y más, y a donde nunca se llega completamente en esta vida. Nunca se rompe el enigma, nunca se desvela el misterio. Ese anhelo, ansias vivas de un mundo aún desconocido, es el que expresa nuestro poeta en esas estrofas que va sabiamente combinando con la descripción y la loa al ameno sitio. En ellas expresa el desdén y hasta el desprecio de los valores del mundo, del que pretende alejarse para estar entre los pocos sabios verdaderos. Nos deja entender que él es también un asceta que ha emprendido un camino duro de renuncia para romper ataduras y vencer las llamadas seductoras de las sirenas de la vida engañosa. No quiere dejarse “enturbiar el pecho” por la soberbia que impera en este mundo. No quiere prestar oídos a la fama, que, lisonjera, a toque de trompeta, pregona su nombre, que traspasa ya los muros del estudio salmantino.
No cuida si la famacanta con voz su nombre pregonera;ni cura si encaramala lengua lisonjeralo que condena la verdad sincera.
La fama para el agustino es ser “del vano dedo señalado” y “engendra desaliento y mortal cuidado”. Prefiere gozar en ese lugar agreste y delicioso al que se ha retirado buscando la paz y el sosiego.
Un no rompido sueño,
un día puro, alegre, libre, quiero;
no quiero ver el ceño
vanamente severo
del que la sangre sube o el dinero.
El comedor de la granja de La Flecha podría ser la misma
cocina, con rústica y amplia mesa ante la chimenea, o de todos modos una sala
de campesina casa, la que describe con limpia y potente pincelada el Maestro: “A
mí una pobrecilla / mesa, de amable paz bien abastada, me baste”; y se deja
llevar por la imaginación, o recuerda quizá alguna invitación y cena en casa
noble: “y la vajilla de fino oro labrada, / sea de quien la mar no teme airada”.
Aquella austeridad en un ambiente saturado de paz interior, de sosiego, le
traen a la memoria otros momentos por el vividos y otras situaciones, anhelos y
empresas peligrosas de las gentes del mundo. La figura del navegante en busca
de tesoros, tan del siglo XVI, la tempestad que sale al paso del avariento y
amenaza con el naufragio al aventurero codicioso, está plasmada en estrofas
excelsas que, ya al final de la oda, contrastan por su expresividad y contenido
ético con el sosiego y apacibilidad del huerto.
Termina el Maestro con relajamiento horaciano saboreando visiblemente los dones reales que en su retiro ha encontrado y hemos visto descritos tanto en la armonía de sus versos como en la tersura, profundidad y reciedumbre de su prosa: “Y mientras miserable / mente se están los otros abrasando / ... tendido yo a la sombra esté cantando”. Y, como si quisiera quedarse para siempre en estos parajes, a pesar de los vislumbres del cielo contemplado en las noches serenas, pone el colofón con la estrofa que considero la más renacentista de la oda, con la que eleva a modelo mítico el lugar que ha cantado, símbolo perenne del gozar del sentimiento de la naturaleza, trayéndonos la presencia del mismo Orfeo tocando la lira entre la enramada, y él mismo, el Poeta, transportado a ese otro mundo de la poesía eterna, coronado de la misma yedra y el laurel del Huerto.
A la sombra tendido,
de yedra y lauro eterno coronado,
puesto el atento oído
al son dulce, acordado,
del plectro sabiamente meneado.
[1] Obras completas
castellanas, I, BAC, Madrid, 1991, pp. 466-467.
[2] Ibíd., p.
466.
[3] Ibíd., p.
475.
[4] Ibíd., p.
690.
[5] Ibíd., p.
693.
[6] Obras, I, p.
410.
[7] Los nombres de
Cristo, op. cit., p. 535.
[8] Ibid., p.
543.
[9] Ibid., p.
543.
[10] Ibid., p.
544.
[11] Ibid.