Lorenzo Valla: Sobre el verdadero bien y el falso

 


(Anticipamos el proemio del libro I de este importante diálogo de Lorenzo Valla 
que, en la traducción de Luis Frayle Delgado, publicará Cypress Cultura próximamente).



Al proponerme hablar sobre la causa del verdadero y el falso bien, de la que se trata en estos tres libros, me ha parecido seguir esta división: que hay sólo dos bienes, uno en esta vida, el otro en la futura. De uno y otro necesariamente hemos de disertar, pero de manera que se vea que damos un paso del primero al siguiente, pues todo nuestro discurso mira a este segundo, porque, como se ha dicho desde antiguo, así avanzamos en dos direcciones: en la religión y en la virtud. Pero de la religión no tengo intención de hablar, porque de ella suficiente y abundantemente han tratado ya otros, sobre todo Lactancio y Agustín, de los que el primero refutó las falsas religiones y el segundo confirmó de modo excelente la verdadera. Así pues, me ha entrado el deseo de tratar de las virtudes por las que llegamos al verdadero bien por la parte que toca a los hombres. ¿Qué pasa? ¿Acaso aquellos que he mencionado antes no han explicado suficientemente este tema? Al contrario, según lo que yo pienso, profusamente. Pero ¿qué vamos a hacer con los ingenios depravados que han tergiversado esto y lo rechazan con expresas razones y no se dejan convencer por la verdad? Por tanto, ¿qué? ¿Lo asumo yo solo? Lo prometo: a esos transgresores que no quieren aceptar la verdad, yo los cogeré. De ningún modo se saldrán con la suya. Pero me place imitar a los médicos que cuando ven que los enfermos rechazan ciertos medicamentos no los obligan a tomarlos sino que les prescriben otros que creen que han de rechazar menos. Así sucede que muchas veces con el tiempo medicamentos menores lleven más a la salud. Método que en este momento voy a emplear. Pues los que rechazan los remedios de los grandes médicos quizá admitirán los nuestros. Pero, ¿cuáles son estos mis remedios? Pues lo diré, si primero digo quiénes son los enfermos. Son muchísimos, y ellos, que es lo más vergonzoso, son hombres doctos en cuyos conversaciones yo mismo he participado muchas veces, y ellos preguntan y buscan la causa de por qué muchos de los antiguos y también de los modernos que, o bien no han conocido a Dios como nosotros, o no le han dado culto, no sólo no están destinados a la ciudad celestial sino que serán arrojados a la infernal ceguera. ¿Acaso, dicen, ni siquiera su tan grande probidad, justicia, fe, santidad y el coro de todas las demás virtudes pueden ayudarles para que no sean arrojados a la compañía de los impíos, criminales y malhechores, y precipitados a los suplicios eternos? ¡Los que –¡oh palabra impía!– por sus virtudes y su sabiduría no han sido inferiores a muchos que llamamos santos y beatos! Es lamentable enumerar a aquellos a los que los anteponen. Son traídos aquí muchos filósofos y muchos de los que han hablado los filósofos y escritores a cuya vida íntegra apenas han podido acceder los que quieren hacerlo ¿Para qué más? Imitan a aquellos a quienes alaban y a la vez, lo que es mínimamente soportable, exhortan con sumo interés a otros a su opinión, no diré a sus desvaríos. Lo cual, pregunto, ¿qué otra cosa es que confesar que Cristo vino inútilmente a la tierra, más aún, que no vino? Yo mismo, que no soporto que se haga esta afrenta y esta injuria al nombre cristiano, he aceptado a estos hombres para contenerlos o corregirlos. Y como los testimonios de nuestros mayores, que ciertamente son de mucho peso, no sean aceptados claramente, he iniciado un nuevo método, y cuando aquellos que dije antes tanto atribuyen a la antigüedad, de los gentiles, digo, que pretendan que ellos sean afectos a todas las virtudes, yo por el contrario, dejaré claro, no con nuestras razones, sino con las de los mismos filósofos, que la gentilidad no hizo nada con virtud, nada rectamente. Sin duda un gran trabajo y arduo y no sé si más audaz que el de cualquiera de los anteriores. Pues no veo que alguno de los escritores haya prometido esto, no solo los atenienses, los romanos y los demás que han sido ensalzados con grandes alabanzas, sino también los maestros de las virtudes han estado no sólo muy lejos de ponerlo en práctica, sino aun de su comprensión. Confieso que no me he de olvidar de mi debilidad y, arrebatado por el ardor de defender nuestra república (es decir, la cristiana), no tendré en cuenta el peso que tomo sobre mis hombros; y finalmente, he de pensar que aquello en que nos empeñamos no nos lo damos a nosotros sino a Dios. Pues ¿qué menos hay que esperar que el soldado todavía bisoño supere al soldado veterano ejercitado en las guerras desde el comienzo de la juventud y al más fiero entre doscientos mil? Y fue aquel David que venció al palestino Goliat. ¿Qué más admirable que otro en la misma edad derrotase a los mismos palestinos contra los que ni todo Israel reunido se atreviera a luchar? Pues este fue Jonatán. Por consiguiente, dejemos de admirarnos y de considerarlo difícil. Aqueos adolescentes luchaban con el escudo de la fe y con la espada, que es la palabra de Dios, y los defendidos con tales armas siempre se retiran victoriosos. Por tanto, si a mí, que he de bajar a este campo de batalla y he de luchar por el honor de Cristo, el mismo Jesús me diera el escudo de la fe y me armara con aquella espada, ¿qué hemos de pensar sino que hemos de conseguir la victoria? Y como en aquellos que he mencionado hace poco, tomando la otra espada del enemigo la usan para darle muerte, el otro impulsó a los enemigos a esgrimir el hierro entre ellos, así nosotros esperemos que suceda que a los “alofilos”, es decir, a los filósofos, a unos les cortemos la yugular con su propia espada, a otros los convoquemos para una guerra doméstica entre ellos y un mutuo desastre, todo esto con nuestra fe, si es que alguna fe nos queda, y con la palabra eficiente de Dios. Pero, para volver al asunto, como los estoicos afirman insistentemente la “honestidad” de todos, a nosotros nos parece suficiente que estos adversarios se sitúen contra nosotros, asumiendo por nuestra parte la defensa de los epicúreos. Y luego diré por qué lo hago, y aunque para rebatir y atacar a la nación de los estoicos valgan los tres libros de esta obra, sin embargo el primero demuestra que sólo el placer es el bien, el segundo que la “honestidad” de los filósofos ni siquiera es un bien, mientras que el tercero da explicación del verdadero y el falso bien. En este último libro no estará de más entonar un panegírico del paraíso lo más lucido posible, para llamar al ánimo de los oyentes, en cuanto pueda, a la esperanza del verdadero bien. Y en verdad este libro tiene por su mismo tema cierta dignidad. En los primeros y sobre todo en el inical se han introducido ciertos pasajes bastante hilarantes, graciosos y hasta licenciosos, algo que nadie me reprochará tanto si atiende a la condición del asunto como si escucha el razonamiento de mi reflexión. Pues, por lo que a la condición del asunto se refiere, ¿qué hay más ajeno para tratar de la causa del placer que un discurso triste y severo, y que mientras hablo por los epicúreos me haga el estoico? Y entretanto, mientras ese estilo ácido, duro, vehemente y excitado que empleo en muchos lugares, ha sido conveniente que fuera cambiado por otro género de hablar más modulado y alegre. Y la verdad es que se esfuerza mucho el orador para deleitar. Porque también se ha tenido cuidado en disponer las palabras para hablar del plan según el cual reprobaremos más a los antiguos que tienen otra religión cualquiera distinta de la nuestra. Y es que no sólo anteponemos los epicúreos, hombres abyectos y despreciados, a los guardianes de lo honesto, sino también diremos que estos mismos seguidores de la sabiduría lo han sido no de la virtud sino de la sombra de la virtud, no de la “honestidad” sino de la vanidad, no del deber sino del vicio, no de la sabiduría sino de la demencia, y que obrarían mejor si se entregaran al placer, caso de que no lo hicieron ya antes. Pero hacemos hablar de este asunto a hombres muy elocuentes y a la vez muy familiares nuestros, a cada uno de los cuales hemos asignado su discurso de acuerdo a su persona y a su dignidad, y semejante al que han tenido en los días anteriores.