(Publicamos a continuación un extracto del prólogo de Humanismo del otro hombre, el importante libro de Emmanuel Lévinas donde reivindica, en la línea de sus investigaciones anteriores, un giro radical de la cultura en la dirección de la recuperación de la dimensión ética del pensamiento, ahondando en la dimensión metafísica del mismo y superando la visión reduccionista que le condena a la elucubración categorial, al metapensamiento. Le precede una semblanza de dicha propuesta publicada por Agustín Domingo Moratalla en el libro Un humanismo del siglo XXI: el personalismo. Madrid, Cincel, 1985, pp. 162-166).
Los siglos XIX y XX habían supuesto para la filosofía la muerte del hombre. El positivismo y la razón teórica son las culpables del fin del humanismo, del fin de la filosofía, de la consideración del ser humano como objeto, como estructura. En 1970, Lévinas escribe:
Fin de la filosofía de la metafísica, muerte del hombre, muerte de Dios (¡o muerte de Dios!), ideas apocalípticas, eslóganes de la alta sociedad intelectual. Como todas las manifestaciones del gusto –y de los hastíos– parisinos, estas frases se imponen con la tiranía del último grupo y, al alcance de todos los bolsillos se degradan.
La nueva teoría del conocimiento no concede ninguna función trascendental a la subjetividad humana. La verdadera razón no tendría ningún interés. El estructuralismo sería el primado de la razón teórica y el fin de la subjetividad, de la ética, de la razón práctica.
El humanismo del otro hombre es una reacción contra el fin de la metafísica, contra la identidad. Es necesario recuperar otro tipo de racionalidad, de inteligibilidad, otra forma de pensar en la que hay algo mejor que el ser: el bien. Este bien aparece al preguntarnos por los otros, por el otro, y que confirma la anterioridad de la pregunta sobre la respuesta. Es una nueva racionalidad fundada en la búsqueda, el deseo, la pregunta.
La meta de Lévinas es ofrecer una antropología no egológica fundada en el logos del yo, sino heterológica, fundada en el logos del otro; su punto de partido no será el yo nominativo, sino el pronombre. Se tratará de una antropología de la creación interpretada no con categorías ontológicas o de causalidad, sino con las categorías de la paternidad, fecundidad, sacrificio, con categorías referidas a la idea de bien,
[...]
El antihumanismo, la primacía del ser sobre el ente, la primacía de la razón teórica sobre la razón práctica es fruto de haber razonado en nombre de la libertad del yo como si el yo hubiese asistido a la creación del mundo y como si el yo no pudiera responder más que de un mundo salido de la libertad de cada uno. Esta pretensión es la propia del filósofo, del idealista presuntuoso.
El humanismo del otro hombre nos exige ser responsables más allá de la propia libertad; en cierto sentido, nos exige soportar un universo y un mundo que es carga aplastante pero también inquietud divina. Esta antropología es arriesgada; el hombre se lanza a la aventura de los demás hombres en una opción más allá de la individual libertad.
Esta concepción tan elevada, digna y meritoria del ser humano viene a devolver una confianza perdida en el hombre que urge recuperar más que nunca para nuestro momento histórico, Es una antropología que considera al hombre como ser creado, como ser que remite —por su absoluta dignidad— a Dios, quien en su tiempo anárquico y preoriginario ha pasado dejan do una huella, a modo de herida, en el sujeto: la de la responsabilidad por los demás, anterior a la libertad, que es lo que constituye la subjetividad.
¿La inteligibilidad no se remonta, más acá de la presencia, a la proximidad del otro? Allí la alteridad que obliga infinitamente quiebra el tiempo de un entretiempo infranqueable: “el uno” es para el otro de un ser que se desprende, sin hacerse el contemporáneo de “el otro”, sin poder colocarse a su lado en una síntesis que se expone como tema; el-uno-para-el-otro en tanto que el uno-guardián-de-su-hermano, en tanto que el-uno-responsable-del-otro. Entre el uno que soy yo y el otro del cual respondo, se abre una diferencia sin fondo, que es también la no-in-diferencia de la responsabilidad, significancia de la significación, irreductible a cualquier sistema. No-in-diferencia que es la proximidad misma del prójimo, por la cual sólo se perfila un fondo de comunidad entre el uno y el otro, la unidad del género humano, debida a la fraternidad de los hombres.
No se trata, en la proximidad, de una nueva “experiencia” opuesta a la experiencia de la presencia objetiva, de una experiencia del “tú” que se produce después, o aun antes, de la experiencia del ser de una “experiencia ética” además de la percepción. Se trata más bien del cuestionamiento de la experiencia como fuente de sentido, del límite de la apercepción trascendental, del fin de la sincronía y de sus términos reversibles; se trata de la no-prioridad del Mismo y, a través de todas sus limitaciones, del fin de la actualidad, como si lo intempestivo viniera a desarreglar las concordancias de la representación. Como si una extraña debilidad sacudiera con escalofríos y estremeciera la presencia o el ser en acto. Pasividad más pasiva que la pasividad unida al acto, la cual aspira aún al acto de todas sus potencias. Inversión de la síntesis en paciencia y del discurso en voz de “sutil silencio” haciendo señas a los Otros— al prójimo, es decir, a lo inenglobable. Debilidad sin cobardía como el ardor de una compasión. Descarga del ser que se desprende. Las lágrimas son, tal vez, eso". Desfallecimiento del ser cayendo en humanidad, que no ha sido juzgada digna de retener la atención de los filósofos. Pero la violencia que no sería el sollozo reprimido o que lo habría ahogado para siempre, no es ni siquiera de la raza de Caín; es hija de Hitler o su hija adoptiva.
La puesta en duda de la prioridad del Acto y de su privilegio de inteligibilidad y de significancia, el desgarrón en la unidad de la “apercepción trascendental” significan un orden —o un desorden— más allá del ser, anterior al lugar, anterior a la cultura. Se reconoce la ética, En ese contacto anterior al saber —en esa obsesión por el otro hombre— se puede, de hecho, distinguir la motivación de muchas de nuestras tareas cotidianas y de nuestras altas obras científicas y políticas, pero mi humanidad no está embarcada en la historia de esta cultura que aparece como proponiéndose a mi asunción y que vuelve posible la libertad misma de esta asunción. El otro hombre manda desde su rostro que no está encerrado en la forma del aparecer, desnudo, despojado de su forma, desnudado de su presencia ínisma que lo enmascararía también como su propio retrato; piel arrugada, huella de sí misma, presencia que, en todos sus instantes, es un retiro en el hueco de la muerte con una eventualidad de no-retorno. La alteridad del prójimo es ese hueco de no-lugar en el que, rostro, se ausenta ya sin promesa de retorno y resurrección.
Espera del retorno en la angustia del no-retorno posible, espera imposible de engañar, paciencia que obliga a la inmortalidad. Es así como se dice “tú”: hablar a la segunda persona —preguntarse o inquietarse por su salud. Obligación a la inmortalidad a pesar de la certeza de que todos los hombres son mortales. Exigencia de inmortalidad. Consistiría ya en mi relación privilegiada conmigo mismo y que me excluye de todo género, mostrando que la humanidad no es un género como la animalidad. Exclusión del género humano que se repite por la muerte de otros, siendo cada nueva muerte un nuevo “primer escándalo”. Esas profundas notas de Vladimir Jankélevitch en su inquietante libro sobre la Muerte remiten sin embargo también —más allá de los motivos ciertos de la excepción humana: dignidad de la persona, empeño y preocupación de ser en un ser consciente de su muerte— a la imposibilidad de anular la responsabilidad por el otro, a la imposibilidad más imposible que la de dejar la propia piel —al deber imprescriptible que sobrepasa las fuerzas del ser. Deber que no ha demandado consentimiento, venido a mí traumáticamente, desde más acá de todo presente rememorable, an-árquicamente, sin comenzar. Venido sin dejar opción, venido como elección en la que mi humanidad contingente se hace identidad y unicidad, por la imposibilidad de sustraerse a la elección. Deber que se impone más allá de los límites del ser y de su aniquilamiento, más allá de la muerte, como una puesta en déficit del ser y de sus recursos. Identidad sin nombre. Dice yo el cual no se identifica a nada que se presente, sino al propio sonido de su voz. El “hablo” está sobrentendido en todo “hago” y aun en el “pienso” y “soy”.
Identidad injustificable, puro signo hecho a otros; signo hecho de esta donación misma del signo, siendo el mensajero mensaje, el significado signo sin figura, sin presencia, fuera de lo adquirido, fuera de la civilización. Identidad planteada bruscamente en el acusativo del “heme aquí”, como un sonido que sólo sería audible en su propio eco, lanzado al oído sin complacerse en la energía de su resonancia.