Javier Recas Bayón.- Hablar de humanismo hoy tiene, aunque a algunos nos pese, una evidente connotación peyorativa. Lleva aparejado cierto regusto antiguo, propio de una sensibilidad añorante de un pasado lejano, o incluso, peor aún, lleva el estigma de quienes no han sabido encajar la apoteósica transformación tecnológica del mundo. Visto así, el humanismo sería una especie de manto impermeable frente al empuje de la ciencia y la técnica, una forma de negación del hombre posindustrial. Obviamente, no queremos un un humanismo así.
El humanismo que hoy necesitamos no puede quedarse tan sólo en ensalzar a los grandes humanistas del pasado, como los maestros de vida que fueron, debemos dar respuesta a la actual crisis de lo humano, entendiendo por ello reparar la fractura de la autoconciencia integral de nuestra propia identidad. Han sido muchos los momentos en los que el humanismo ha “salido en defensa”, valga la expresión, de la humanidad del hombre: el humanismo de la paideia griega, el de la cívitas romana o el de la humanitas renacentista.
Frente a las crisis del mundo actual, el humanismo parece que hubiera desaparecido, desarmado y acomplejado. En los últimos decenios, lamentablemente, el humanismo no ha sido un tema de interés filosófico. Se han apartado del humanismo los grandes movimientos filosóficos contemporáneos como el posmodernismo, la filosofía del lenguaje, el neo-pragmatismo, la filosofía cognitiva o el posestructuralismo, … Por si esto fuera poco, el interés por las condiciones socio-políticas y económicas del ser humano en la actualidad, ni se sustentan en una comprensión global de la condición humana ni derivan hacia ella. Los problemas geopolíticos, energéticos, migratorios, demográficos, el terrorismo, la extrema pobreza, las justas demandas de una efectiva igualdad de género, todo ello, y mucho más, aparecen como cuestiones acuciantes respecto de las cuales el humanismo no se percibe en absoluto como solución, con frecuencia incluso, al contrario, se ve como una desviación, encerrado en su torre de marfil, el humanismo aparece tan sólo como un lujo para espíritus sensibles e instruidos. Necesitamos, sin embargo, que el humanismo se constituya en un elemento imprescindible en la comprensión del hombre y en la toma de decisiones sobre los problemas de subsistencia, identidad y solidaridad, en cada situación histórica.
De la crisis del humanismo, en cuyas múltiples causas no podemos entrar a fondo, también da testimonio el clásico binomio ciencias naturales-ciencias humanas. Este dualismo, que tanto daño ha hecho a la auto-comprensión integral del ser humano, ha oscurecido el humanismo. No sólo por la aceptación de las ciencias empíricas como baluarte de la verdad, también porque las ciencias humanas parecen haber claudicado ante los portentosos resultados del método experimental para acabar uniéndose a aquellas en calidad de ciencias meramente complementarias, cuando no autodisolviéndose en una interpretación apocalíptica de la foucaultiana “muerte del hombre”. Desde cierta perspectiva anti-humanista, las ciencias humanas aparecen como certificación de un gran fracaso, del mayor quizá: el no haber sabido rescatar al hombre de sus propias fauces. Para el antihumanismo (Althusser, Foucault, Derrida,…) el concepto de “hombre” resulta ya superfluo desde el momento en que el humanismo ha evidenciado su incapacidad emancipatoria.
Desde el humanismo debemos reivindicar un concepto diferente de racionalidad, porque en él nos jugamos la posibilidad de su rehabilitación. Debemos defender la razón entendida como logos frente a la preponderante ratio. Aunque suelen traducirse los dos términos como razón, en realidad no son sinónimos. Logos hace referencia al pensar meditativo, es el traer a la luz lo que está oculto para mostrarlo sin violentarlo; la ratio, por el contrario, surge de doblegar y dominar lo razonado, para cuya finalidad se establecen reglas. Mientras el logos presupone, por tanto, una escucha del ser, para decirlo con Heidegger, la ratio modifica las cosas en aras de ciertos fines. La ratio es una razón calculadora, una racionalidad instrumental, en expresión de Horkheimer, siempre referida a la acción exitosa que se obliga a sí misma a optimizar sus resultados. El concepto de ratio ya lo empleaban los latinos en un sentido comercial, como Thomas Hobbes nos recuerda en el Leviatán: “Los latinos daban a las cuentas del dinero el nombre de Rationes y al hecho de contar Ratiocinatio”.
Todo se examina desde la ratio calculadora, también al hombre mismo. La tesis de Protágoras del homo mensura se ha vuelto contra el propio hombre. Pero las consecuencias cosificadoras de una racionalidad puramente calculadora se tienden hoy a ver como un mal menor, o como un impuesto que necesariamente hay que pagar por disfrutar de niveles de bienestar nunca alcanzados hasta ahora. Pero esta cosificación del hombre pone una vez más en el centro del debate al vetusto concepto de naturaleza humana, en tanto pregunta por nuestro propio ser.
La cosificación del hombre y de la naturaleza, resultado de la crisis humanista, hay que decir claramente que no es intrínseca a la ciencia, es su perversión. Nace de un reduccionismo materialista, o en términos más actuales, del naturalismo radical de considerar que los seres humanos podemos ser comprendidos en su totalidad desde los mismos componentes físicos y biológicos que el resto de los animales. La naturaleza humana aparece nuevamente en el centro del debate, bien para convertirla en un absoluto o bien para negarla.
A vueltas con la naturaleza humana
Todo humanismo, y cualquiera que aquí podamos defender también, se sustenta en cierta comprensión de la condición humana. Pero nuestra percepción de la misma no puede ser hoy más decepcionante. Por una parte, rechazamos el viejo concepto sustantivo, metafísico, de naturaleza humana, seguramente inoperante en un mundo fluido y extremadamente complejo; pero, la imagen del hombre obtenida desde la ciencia es parcial y provisional, y no nos basta para la construcción de una autoconciencia integral, que seguimos a pesar de todo demandando. La crítica de Emmanuel Levinas contra el humanismo tradicional señala, acertadamente, la contradicción de ensalzar por un lado al hombre, y por otro vituperarlo, considerándolo responsable del mundo deshumanizado que hemos creado. El hombre sería a la vez, verdugo y víctima. Ello, a su juicio, impide seguir adelante con el mito del hombre como fin en sí mismo.
El concepto de naturaleza es profundamente polisémico. A lo largo de la historia ha sido defendido o criticado desde muy diversas perspectivas. La natura latina, como la physis griega, hacían referencia a lo que un ente es intrínsecamente, pero también al carácter natural del mismo. Ambas cuestiones estaban, obviamente, interrelacionadas. La primera cuestión nos conduce a la pregunta por la esencia humana y la segunda a nuestra pertenencia al ámbito de lo natural. Las teorías tradicionales sobre el hombre en la antigüedad y el medievo dieron prioridad al primer aspecto, al fin y al cabo, de él dependía el segundo: la esencia humana explicaba nuestro lugar en el orden de la naturaleza. Todas ellas han identificado la esencia humana como inmutable: Platón la concibió como alma racional inmortal, procedía de otro mundo pero en este se halla encarcelada en el cuerpo, cuyo nefasto influjo debe vencer; para Aristóteles, el hombre era un animal racional y social, pero su esencia ya no procedía de otro mundo, estaba en este; la Edad Media profundizó en estos planteamientos, (según influencia platónica o aristotélica), siempre a partir de la idea de que Dios creó al hombre a imagen y semejanza suya. Él es, pues, nuestro paradigma y legislador. A partir del Renacimiento se comenzó a acentuar el segundo aspecto (el hombre como ser natural), hasta convertirlo en la Modernidad en el elemento fundamental de nuestra concepción del hombre. El debate ya no era cual es la esencia del hombre, sino si pertenecemos a la naturaleza o no, y de qué modo. Pico della Mirandola afirmaría en el siglo XV, en un texto fundamental, que el hombre se halla por voluntad divina fuera de la naturaleza, pues Dios nos ha dotado de libertad para modelar nuestro ser (naturaleza). El humanismo renacentista se sustentaba en este nuevo concepto de hombre, libre y legislador, situado por Dios en la cúspide de la creación, al margen de los seres naturales. Pone en boca de Dios estas palabras a Adán:
No te he dado ni un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa peculiar con el fin de que poseas el lugar, el aspecto y la prerrogativa que conscientemente elijas y que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves. La naturaleza definida de otros seres está constreñida por las leyes por mí prescritas. Tú, en cambio, no constreñido por estrechez alguna te la determinarás según el arbitrio a cuyo poder te he consignado.
(Pico della Mirandola, Discurso sobre la dignidad del hombre)
Con la progresiva entronización de la ciencia como paradigma de todo saber, sin embargo, se fue afianzando la idea contraria de que el ser humano era sólo un animal más, y tan sólo eso. En esta línea se situaban todos los que se definían como materialistas, en tanto también el hombre es, al fin y al cabo, materia. Hoy en día, suele preferirse el término naturalista para caracterizar a quienes ponen el acento en el componente material del ser humano. Sería este naturalismo actual, pues, un naturalismo post-metafísico.
Hay un naturalismo extremo, sustentado en cierto reduccionismo neodarwinista, en la inteligencia artificial y en la neurociencia, que consideran que somos sólo materia sometida a fuerzas naturales. Pese al innegable predicamento de esta perspectiva en la actualidad, aparecen cada vez más voces que defienden un naturalismo moderado (John Searle, Thomas Nagel, Mary Midgley, Nicholas Rescher, Raymond Tallis…). Para estos autores, reconocer el peso de lo natural en el hombre no es reducirlo a ello. Problemas como el de la consciencia, la libertad, la creatividad, o la moralidad, entre otros, acreditan la inconveniencia de sustituir apresuradamente el humanismo por la explicación científica del hombre.
Lo curioso de los planteamientos extremos sobre la naturaleza humana es que acaban dándose la mano, y desde ambos polos el humanismo se torna innecesario. Para el naturalismo extremo porque la ciencia explicaría suficientemente bien al hombre, para el anti-naturalismo radical el humanismo se desvanece si el hombre no se postula como una esencia universal. Por ello, el humanismo se halla lejos de los extremos hipernaturalistas o antinaturalistas, su sentido reside en una simbiosis entre naturaleza e historia.
La tesis de la ausencia de naturaleza y la de que sólo somos naturaleza, comparten también otro aspecto: la perpetua disponibilidad técnica del hombre.
Las ideas del transhumanismo surgen de esta tentación de un humanismo de soporte científico. Julian Huxley, fundador de esta corriente, está convencido de la posibilidad (y la necesidad) de que “la especie humana puede trascenderse a sí misma”, una mejora de nuestras características físicas y psíquicas con los instrumentos de la ciencia y la tecnología. Obviamente, esta tesis tiene importantes implicaciones éticas, pero no podemos entrar en ellas aquí.
Son mayoría hoy los que defienden que el ser humano no tiene esencia, que es un ser cultural e histórico, pero ello no quiere decir, necesariamente, que estemos fuera de la naturaleza. Son bastante comunes las teorías no naturalistas de la naturaleza humana. La idea de que somos seres sin esencia, que nos vamos forjando con el paso del tiempo, está presente en las más importantes corrientes filosóficas modernas y contemporáneas, por ejemplo, en la concepción empirista del ser humano como un “papel en blanco” (que decía Locke) en el que la experiencia va escribiendo, como también lo está en la idea ilustrada de la maleabilidad del hombre por la educación. El materialismo marxista rechazó también todo esencialismo antropológico para abogar por la naturaleza social del ser humano. Pero ha de entenderse que cuando se afirma que las relaciones de producción determinan nuestra identidad, señala al hombre liberado de sus ataduras como el “hombre natural”. También encontramos en Ortega y Gasset (recordemos aquello de que “el hombre no tiene naturaleza sino historia”) un claro alejamiento del esencialismo antropológico. Todos ellos no hacen sino reubicar la naturaleza humana en otro topos, en el ámbito social y cultural, en ese territorio labrado por las generaciones anteriores del que partimos para renovarnos con cada nueva etapa que iniciamos. El caso de Nietzsche fue especial, porque portaba un argumento hibrido: por un lado, y como consecuencia de que Dios ha muerto, el ser humano carece de esencia, tiene ahora despejado su horizonte, como expresa con su habitual calado metafórico en La gaya ciencia: “El mar, nuestro mar, yace abierto allí de nuevo, tal vez nunca hubo antes un mar tan abierto”. Describe al superhombre, recordemos, como un nuevo comienzo, “una rueda que se mueve por sí misma”. Pero, por otra parte, a la vez, “el superhombre es el sentido de la tierra”, como escribe en su Zaratustra, la defensa de la terrenalidad humana frente a todo tipo de idealizaciones ultramundanas: “¡Yo os conjuro, hermanos míos, permaneced fieles a la tierra, y no os creáis a quienes os hablan de esperanzas sobrenaturales! Son envenenadores, lo sepan o no” (Así habló Zaratustra).
El debate existencialista en torno al humanismo
Tanto en la crisis contemporánea del humanismo como en la cuestión implicada de la naturaleza humana, tiene mucho que aportar el debate mantenido dentro del existencialismo después de la segunda guerra mundial. La disputa entre Jean Paul Sartre y Martin Heidegger supuso el último gran debate sobre el humanismo.
Sartre pronunció una conferencia en el Club Maintenant el 29 de octubre de 1945, nada más acabada la segunda mundial guerra titulada: El existencialismo es un humanismo. Ante un abarrotado auditorio, que sorprendió a los convocantes, Sartre, en pleno auge de su filosofía, quiso responder a las dos críticas fundamentales que recibió su existencialismo: a la acusación formulada por los medios conservadores y católicos franceses de que su existencialismo ateo desembocaba en un anti-humanismo. Y, por otro lado, quería contestar a los marxistas ortodoxos que lo acusaban de traicionar al marxismo cayendo en un subjetivismo liberal. Frente a ambas críticas, Sartre defendió que el existencialismo, entendido como la capacidad del hombre para construirse a sí mismo, sustentada en su libertad y soberanía, es un verdadero humanismo, más aún, la única manera, a su juicio, de que tenga todavía hoy sentido ese término.
La Carta sobre el humanismo de Martin Heidegger, por la otra parte, se publicó un año después de la conferencia de Sartre (1946). Aunque con correcciones y agregados posteriores, la carta tiene su origen en una pregunta formulada a Heidegger por Jean Beaufret sobre su posición respecto del humanismo. Su pregunta concreta era: “¿Cómo otorgar nuevamente un sentido a la palabra humanismo?” La sola pregunta implicaba ya dos observaciones relevantes, como el propio Heidegger advierte. En primer lugar, que el humanismo ha perdido su sentido. Recordemos que la cuestión se plantea inmediatamente después de la traumática catástrofe de la segunda guerra mundial y los totalitarismos que la fraguaron. Pero además presuponía la necesidad de otorgar un nuevo sentido al humanismo.
El texto de Heidegger fue una respuesta a estas cuestiones confrontando su idea del humanismo (y del existencialismo) con el punto de vista de Sartre.
El debate partió de la idea nuclear del existencialismo sartriano de que “la existencia precede a la esencia”, lo que en sus palabras “significa que el hombre empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo, y después se define. En el debate interviene el concepto de esencia, el viejo protagonista que ha dominado la antropología filosófica desde la antigüedad. El hombre -continúa-, tal como lo concibe el existencialista, si no es definible, es porque empieza por no ser nada (…) no hay naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla”, sólo después, se define a través de sus actos: “el hombre no es otra cosa que lo que él se hace”.
Aparece aquí la idea de que el ser humano es un proyecto que se vive subjetivamente. Con cada decisión, con cada acción, elegimos algo externo, pero también nos elegimos a nosotros mismos porque creamos al hombre que queremos ser. En este proyecto estamos solos, la elección en último término es nuestra: “Es lo que expresaré -afirma Sartre- diciendo que el hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y, sin embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace”. Esta indeterminación existencial, inevitablemente, nos genera una angustia (término cargado de resonancias existencialistas), tanto por la carga de toda decisión, como porque toda elección presupone la inevitable renuncia a las otras opciones, que nunca más volverán a presentarse igual. Las propias elecciones, sin embargo, no se circunscriben tan sólo a nuestra individualidad porque cuando nos elegimos, elegimos a todos los hombres. “En efecto, -escribe Sartre- no hay ninguno de nuestros actos que, al crear al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre tal como consideramos que debe ser.” Esta última consideración es fundamental desde la perspectiva del humanismo, y quiero subrayarla, porque reconoce que siempre ponemos en juego necesariamente una imagen del hombre a la vez que forjamos nuestra vida. Esa imagen contiene (lo diré en términos hermenéuticos) nuestra pre-comprensión humanista, la que cada uno de nosotros y en cada época proyectamos a la vez que la forjamos. Considero muy relevante para el humanismo hoy esta consideración sartriana de un humanismo sin necesidad de una definición del hombre. Valga esta apresurada caracterización del existencialismo sartriano.
Como ya hemos dicho, no hay humanismo sin universalidad, sin un sentido general de lo humano, pero esto se puede plantear defendiendo la existencia de una “naturaleza humana”, ya sea en términos esencialistas o no, y también es posible abordarlo desde lo que Sartre, entre otros (André Malraux, Hannah Arendt, Heidegger, Ortega…), denomina “condición humana”. Se entiende por ello, escribe Sartre, “el conjunto de los límites a priori que bosquejan su situación fundamental [del hombre] en el universo”. Aunque las situaciones históricas varían, “lo que no varía -dice- es la necesidad para él hombre de estar en el mundo, de estar allí en el trabajo, de estar allí en medio de los otros y de ser allí mortal. Construyo lo universal eligiendo; lo construyo al comprender el proyecto de cualquier otro hombre, sea de la época que sea”. Es decir, un marco básico de la existencia humana que incluye tres elementos fundamentales: estar arrojado al mundo, desarrollarnos en el trabajo, junto a los demás hombres y ser mortal. Lévinas, aunque con planteamientos distintos, reivindicó la humanidad del hombre alejándose radicalmente de la cuestión de la identidad del Yo para entenderla como apertura a la alteridad.
El concepto de condición humana tiene ventajas sobre el de naturaleza humana, y es uno de los elementos fundamentales en la nueva rehabilitación del humanismo, tal y como yo la veo. Incluye tanto elementos a priori como variables, dependientes de la situación en que cada uno debe actuar. Lo cual encaja mejor con nuestra forma de estar en el mundo como seres abiertos a posibilidades. Nuestros atributos nos condicionan, pero no determinan nuestro modo de actuar. La autoconsciencia es, como capacidad de reflexionar sobre nosotros mismos, la pieza fundamental de la condición humana frente al puro instinto. Hannah Arendt, defensora de este concepto alternativo frente al de naturaleza, señala que el ser humano vive siempre en unas determinadas condiciones de existencia, y es en nuestra constante relación reciproca con lo “producido por las actividades humanas” como ha de entenderse el concepto de condición humana. La defensa de una naturaleza fija e invariable parece obviar que el ser humano solo puede estar en el mundo actuando, por lo que sus actividades no son accesorias a su modo humano de ser.
El concepto de naturaleza humana no sólo emana de la metafísica platónica y su eidos inteligible, también arraigó con fuerza en el cientificismo positivista para el que las ciencias naturales eran el paradigma del saber. Desde él se ha cimentado la actual naturalización del hombre, pero su caracterización tan sólo roza su identidad porque deja fuera lo más propiamente humano, que son aspectos que no pueden ser empíricamente determinados. Este es uno de los puntos fundamentales para una rehabilitación actual del humanismo, y fue, asimismo, uno de los ejes del debate entre Sartre y Heidegger.
Miremos al otro polo del debate. En la Carta sobre el humanismo, Heidegger plantea una de las tesis fundamentales de su filosofía: la metafísica ha pensado siempre al hombre como ente, olvidando que tras el lenguaje que describe lo óntico se esconde el ser, el auténtico sentido ontológico. El humanismo también ha caído en esa trampa de confundir el ser con el ente, y con ello, ha alejado el desvelamiento del auténtico ser del hombre. “Todo humanismo sigue siendo metafísico. A la hora de determinar la humanidad del ser humano, el humanismo no sólo no pregunta por la relación del ser con el ser humano, sino que hasta impide esa pregunta”. Dicho de otra manera, el auténtico ser del hombre no puede descubrirse acudiendo a descripciones objetivadoras que cosifican al hombre como si fuera un ente más.
Heidegger no sigue el camino sartriano de dinamitar la esencia humana, simplemente demanda una más profunda comprensión de la misma. Para él, dicha esencia no ha de concebirse como una realidad entitativa: “como animal racional, persona o ser dotado de espíritu, alma y cuerpo”, etc, sino como un acontecimiento existencial. Concibe la existencia como esencia, “lo que en el lenguaje tradicional de la metafísica se llama la esencia del hombre, reside en su ex-sistencia”, entendida como como Dasein, literalmente, ser-ahí, como el modo de ser del “único ente que vive fuera de sí, abierto constantemente al Ser y a sufrir una revelación de Él”. La existencia humana es ex-sistencia porque estamos “expuestos como esencia arrojada” (con evidente acento pascaliano), abierto siempre al “claro del ser”. Por eso no se trata de optar por qué precede a qué, si esencia a existencia o viceversa, porque ambas están indisolublemente unidas: la esencia de este ser-en-el-mundo, que es el hombre, consiste en su existencia. Esta particularidad del hombre sustenta el rotundo alejamiento heideggeriano del naturalismo antropológico. El hombre no es un animal, es el único ente que se ve arrojado fuera de sí, que se trasciende. Este es otro de los ejes a tener en cuenta para una rehabilitación del humanismo.
En opinión de Heidegger, la tesis sartriana de que “la existencia precede a la esencia” no alcanza el objetivo buscado. Aunque invierte la tradicional concepción del hombre desde Platón de que “la esencia precede a la existencia”, cae nuevamente en la misma celada que quiere evitar, porque “la inversión de una frase metafísica -escribe- sigue siendo una frase metafísica. Con esta frase se queda detenido, junto con la metafísica, en el olvido de la verdad del ser”. Sartre, dice Heidegger, quiere superar el humanismo de corte esencialista, pero al seguir preso del dualismo esencia-existencia no alcanza a proponer un auténtico humanismo, superador de un hombre entendido como ente.
La identificación del hombre como animal racional ha desembocado en una dominación técnica (óntica) del mundo, una racionalidad calculadora que es paralela al ocultamiento de la verdad del ser. “Por muy diferentes que puedan ser estos distintos tipos de humanismo en función de su meta y fundamento, del modo y los medios empleados para su realización y de la forma de su doctrina, en cualquier caso, siempre coinciden en el hecho de que la humanitas del homo humanus se determina desde la perspectiva previamente establecida de una interpretación de la naturaleza, la historia, el mundo y el fundamento del mundo, esto es, de lo ente en su totalidad”. Esta ruptura con la definición del hombre como animal racional es otro de los aspectos fundamentales a tener en cuenta para un renovado rescate del humanismo en la actualidad.
Heidegger, sin embargo, es reacio a rehabilitar el término humanismo, a mi juicio desacertadamente. Ante la pregunta que le plantean sobre el futuro del humanismo, escribe: “Esta pregunta nace de la intención de seguir manteniendo la palabra humanismo. Pero yo me pregunto si es necesario. ¿O acaso no es evidente el daño que provocan todos estos títulos?”. Para él la suerte del humanismo está inevitablemente unida a la de la metafísica occidental, como hemos comentado anteriormente. Por ello, concluye propugnando el abandono del término “humanismo”, lastrado por sus presupuestos ónticos, en favor de una nueva comprensión del hombre desde la perspectiva del mismo como Da-sein, aunque esta vía, queda tan sólo apuntada, no desarrollada. Hemos de apuntar, en todo caso, que no se trata en Heidegger, obviamente, de negar la elevada condición humana, tan sólo cambia la perspectiva: en vez de comprender al hombre como sujeto que conoce las cosas, es el mundo el que aparece como condición de posibilidad del conocer humano. Heidegger rechaza la idea de comprender al hombre a partir de sí mismo, el hombre está arrojado al ser, está en el mundo. No falta quien, como Peter Sloterdijk, considera que este rechazo del humanismo no llega lo suficientemente lejos, ya que el concepto no sólo alberga residuos metafísicos, sino el más radical prejuicio antropológico de pensar que los hombres deben ser rescatados de la barbarie, el humanismo sería la etiqueta de una necesaria domesticación frente a las amenazas de la barbarie.
Para Sartre, el humanismo puede todavía tener sentido, a condición de que vaya unido a la defensa existencialista de la libertad radical del hombre y la interminable forja de nuestro proyecto vital. Esta es la única manera todavía posible de rehabilitarlo. Es este otro de los pilares de la rehabilitación actual del humanismo, necesario frente al enajenamiento del hombre por el mundo social, político y económico.
La defensa sartriana del humanismo implica, en todo caso, huir de la concepción tradicional del mismo (que criticó en La náusea) en el que se considera al “hombre como fin y como valor superior”. Porque ¿quién define el telos del hombre?, ¿quién fija su valor superior? La naturaleza humana y su valor serían siempre definidos “de acuerdo con los actos más elevados de ciertos hombres”. El culto a la humanidad, a la manera de Augusto Comte, al final. En su opinión, esta es una trampa que, al final, conduce al fascismo. El humanismo existencialista “no tomará jamás al hombre como fin, porque siempre está por realizarse”, está continuamente rebasándose a sí mismo, proyectándose para forjarse como hombre. Esta idea sartriana de la existencia humana como ex-sistere, hunde sus raíces en Heidegger, según él mismo declara, (aunque este rechaza todo paralelismo de sus consecuencias). Sartre afirma que este rebasamiento del hombre es fundamental en el humanismo existencialista y hace referencia a dos aspectos de la condición humana: el proyectarse fuera de sí y su trascendencia, entendida esta como consecución de fines trascendentales junto a los otros seres humanos con los que interactúa. Este constante rebasamiento, ex-sistere del hombre, aleja al humanismo existencialista del mero humanismo naturalista contemplativo. Un humanismo que percibe al hombre como legislador de sí mismo, siempre buscando fuera de sí su autorrealización como ser humano, junto a los otros seres humanos. Los tres pilares del humanismo sartriano serían: acción, libertad y compromiso. Tres pilares que se deben integrar si queremos rehabilitar el humanismo en la actualidad. Un compromiso que Heidegger y Sartre perciben como imprescindible, pero de manera distinta: mientras que en este se trata de una elección individual sobre la responsabilidad social y política de nuestros actos, en Heidegger tiene el sentido de la necesidad del desvelamiento humano de la verdad.