(Texto de la ponencia pronunciada por el autor en el II Congreso Nacional de Humanistas, "Razones humanas", celebrado en la Universidad Complutense de Madrid en marzo de 2024).
Javier García Gibert.- Para despejar ambigüedades y dejar claras las cosas desde el principio comenzaré con la definición con la que se abría mi libro Sobre el viejo humanismo: “Entendemos por humanismo la tradición de una larga sabiduría, vertida por escrito, que tiene sus orígenes en la cultura greco-latina y en el posterior elemento catalizador cristiano y cuyo propósito no es otro que el ennoblecimiento armónico del ser humano en sus facetas ética y estética, existencial y espiritual”.[1]
Esta aclaración inicial me parece oportuna, porque “humanista” y “humanismo” no han sido nunca conceptos unívocos. El término umanista ya se aplicaba en la Italia de la 1ª mitad del siglo XVI para referirse a profesores o especialistas de studia humanitatis, aunque no fue demasiado utilizado por los propios humanistas y solía abrigar incluso algún sentido peyorativo que lo asimilaba a modestos pedagogos o maestros de primeras letras. En la propia España, a la altura de 1600, Baltasar de Céspedes al comienzo de su Discurso de las Letras humanas, llamado ‘El Humanista’ nos dice que hay pocos que nos sepan decir “qué es lo que profesa aquel a quien llamamos humanista” y, ciertamente, en la opinión pública el concepto era difuso: el que sabía escribir buen latín, el que además sabía griego, el que enseñaba estas disciplinas, el aficionado a la literatura clásica, el que tenía erudición, etc.
Hoy el término es igual de confuso, y también lo es –más grave aún- el término humanismo[2], hasta el punto de que quienes hoy se refieren a él entienden a menudo cosas distintas e incluso contradictorias. De hecho, como trataremos de ver, el humanismo de la vieja tradición ha sido incautado en la Edad Moderna por falsos amigos que le han hecho decir lo que nunca dijo y lo han proyectado a contextos e interpretaciones que lo malforman y malbaratan de múltiples maneras. Estos nuevos y mostrencos humanismos derivan todos del humanitarismo ilustrado del siglo XVIII, que pretendió ser la prolongación sublimada y mejorada de las antiguas ideas humanistas, aunque, en realidad, no fue una continuación, como veremos, sino una quiebra. De esta quiebra procede también el post-humanismo actual, en sus variantes trans o ciber-humanistas.
Muchas personas de “cultura” han tomado esta deriva y han dado en pensar que el humanismo antiguo y renacentista había evolucionado de modo natural en el pensamiento ilustrado, abriéndose con ello a los tiempos modernos. Pero lo que se abría, en realidad, era otra cosa. Todos ellos han caído en la confusión “vulgar” que ya anticipó con reveladoras palabras en el siglo II d. de C. Aulo Gelio en sus magníficas y misceláneas Noches Áticas (Libro XIII, cap. 16): “Los fundadores de la lengua latina y los que la hablaron bien no quisieron, como el vulgo, que la palabra humanitas fuese sinónima de la griega philanthropía y significase complacencia, dulzura, benevolencia; sino que dieron a este vocablo, sobre poco más o menos, el mismo sentido que los griegos a paideia, esto es, lo que nosotros llamamos educación, iniciación en las bellas artes (…) Este estudio, al que solamente el hombre entre todos los seres puede dedicarse, se llamó por esta razón humanitas. En tal sentido emplearon siempre los antiguos esta palabra, y principalmente Varrón y Cicerón, como demuestran casi todas sus obras”.
Estas palabras de Aulo Gelio resultan iluminadoras para aclarar el desorden conceptual de nuestros días, al discernir claramente entre la concepción humanista, que es la tradición de un programa formativo para los individuos -es decir, una paideia-, y la actitud humanitaria, que se refiere a un interés específico hacia el colectivo de la humanidad, muy de acuerdo con la definición que da la R.A.E.: humanitario, “que mira o se refiere al bien del género humano”. Esta distinción siempre estuvo clara para los verdaderos humanistas, pero el hecho inevitable de que la cultura humanística llevara integrada el aporte sustancial del cristianismo y con él muchos valores supuestamente pregonados por la filantropía, contribuyó y contribuye a mantener el equívoco, que a menudo queda evidenciado en autores y en contextos donde uno menos se lo espera.[3]
Esta confusión no presentó, sin embargo, graves consecuencias ideológicas hasta el período de la Revolución Francesa, y la polémica surgida en la Alemania ilustrada a comienzos del XIX es una buena prueba de ello. En 1808, el Ministro de Educación de Baviera, F. J. Niethammer, incidió en el debate desatado a la sazón sobre política pedagógica con un libro, de título bien explícito, El conflicto del Filantropismo y del Humanismo en la teoría de la instrucción educativa de nuestro tiempo. Niethammer abogaba por una reforma educativa, cimentada en el estudio de la cultura clásica y en una sólida e integral formación ética y estética del espíritu, frente a los que defendían una enseñanza de carácter pragmático, que privilegiara los contenidos “útiles” y basada, por añadidura, en las condiciones innatas del alumno más que en la sabia autoridad del maestro. Es decir, una pedagogía rousseauniana (recuérdese que el primer recurso pedagógico en el Emilio del autor ginebrino es cerrar todos los libros).
Niethammer acertaba al plantear como un “conflicto” esta alternativa entre el viejo y genuino humanismo y el filantropismo del humanismo ilustrado, que no fue un desarrollo natural del primero ni una asunción legítima de los principios humanísticos, sino una alteración que iba a provocar en la historia cultural un quid pro quo hermenéutico y conceptual extraordinario. Versarán sobre ello las páginas que siguen, pero anticipemos aquí un modo rápido y sencillo, no de establecer de modo profundo sus diferencias, pero sí de distinguirlos, de determinar (con una suerte de prueba del algodón) si un autor que nos habla desde el humanismo lo hace en realidad desde la vieja tradición humanista o bien desde el humanitarismo ilustrado. Esa prueba son las fuentes a las que se acude para sustentar esa atribución pretendidamente humanística.
Bastarán dos ejemplos de autores conocidos: uno, Tzvetan Todorov, dentro de la órbita cultural francesa (a pesar de su origen búlgaro), que militó en el vanguardismo formalista pero que desembocó en reflexiones culturales acerca del humanismo en los últimos años del siglo pasado en libros como Nosotros y los otros (1989) o El jardín imperfecto (1998); otro, del ámbito anglosajón, el profesor Alan Bullock, autor de La tradición humanista en Occidente (1985). Las reflexiones de Todorov carecen por completo de referentes clásicos y renacentistas (salvo Montaigne[4]) y fundamenta todos los presupuestos supuestamente humanísticos en los autores franceses del siglo ilustrado (Montesquieu, Rousseau, Constant, Condorcet, Tocqueville…) con lo que los principios propiamente humanistas se desvirtúan inevitablemente. Más académico y tradicional, pero quizá por eso aún más significativo, Alan Bullock también considera a la Ilustración y sus secuelas como una etapa fundamental del humanismo, olvidando por completo el sustrato antiguo y dando una relevancia bastante limitada al humanismo del Renacimiento en relación al pensamiento del siglo XVIII. No extraña por eso que atribuya al humanismo algunas debilidades o deficiencias que no le corresponden y que le llevan a lidiar dramáticamente con el delicado asunto de cómo, después de los horrores del siglo XX, “puede creerse en el hombre o hablar de una tradición humanista”.[5]
Porque, en último término, la confusión o sobrepujamiento conceptual entre humanismo tradicional y humanismo ilustrado (o humanitarismo) no sólo tiene graves consecuencias intelectuales, sino que también produce una torcida asignación histórica de responsabilidad, pues atribuye a la tradición humanista culpas que corresponden al humanitarismo ilustrado. La cuestión ha sido planteada, incluso, entre las propias filas del humanismo y por autores tan prestigiosos como George Steiner. En su ensayo En el castillo de Barbazul, Steiner se preguntaba hasta qué punto la cultura humanística era responsable de las atrocidades del siglo XX (esos nazis que se deleitaban con Wagner o con Mozart, o esos comunistas que se pretendían herederos de la vieja cultura) y dejaba entrever una cierta perplejidad culpable. Mucho mejor y con más acierto lidió con el asunto Hannah Arendt (en Hombres en tiempo de oscuridad y en otras obras), viendo muy claro que la humanidad del siglo XX no era el sueño de los humanistas, sino el sueño de una Ilustración, basado en el desarrollo técnico y en la expulsión de las referencias metafísicas y trascendentes.
Podría decirse de otra manera: culpar al humanismo de los males del siglo XX supone no advertir la torsión decisiva que operó el siglo XVIII con el viejo humanismo, ignorando que las virtudes máximas del pensamiento ilustrado venían de atrás y que sus defectos eran el resultado de importantes deserciones y alteraciones de los principios y planteamientos humanísticos: reconducir, por ejemplo, la ética a la ideología o vincular progreso material con progreso espiritual. Ello ha generado en los tres últimos siglos extrañas concepciones de humanismo donde se confunden fines y medios, principios y deseos, pensamiento e ideología política. Un caso altamente representativo fue el libro póstumo del profesor norteamericano Edward W. Said, que es a la vez su testamento intelectual y una de las banderas flameantes de ese nuevo humanismo que resulta al cabo el principal enemigo del antiguo. Su título lo dice todo: Humanismo y crítica democrática (2004; traducción española en Ed. Debate, 2006). Desde el punto de vista del viejo humanismo, el enfoque de Said es equivocado desde múltiples frentes, empezando por su comprensión del humanismo como un movimiento eminentemente universitario –que nunca lo fue- y acabando por su consideración de la formación humanística no como paideia para el mejoramiento del individuo, sino como un medio de intervención política e ideológica en el mundo. Sus ataques al elitismo intelectual (frente al principio de jerarquía y discriminación de méritos), su falta de perspectiva histórica (lamentando, sin ir más lejos, que Petrarca no se rebelara contra el comercio de esclavos), su forzado voluntarismo multicultural (considerando, por ejemplo, que la atención filológica al lenguaje comienza en el Corán, o que las universidades musulmanas del siglo XII se adelantaron en más de 200 años a las prácticas humanísticas de la Italia renacentista) son suficientemente explicativos. Nos preguntamos por qué Said le confiere a todo lo que dice el nombre de “humanismo” o por qué no invita a militar en algún partido político en vez de hacerlo en una supuesta tradición cultural.
Said se convierte con ello en otro oficiante de la generalizada ceremonia de la confusión contemporánea en lo relativo a ideas, tradiciones y conceptos.[6] Con tantos malentendidos y tergiversaciones no es extraño que algunos consideren al viejo humanismo como una tradición (y una palabra) ya inservible o periclitada. En una reciente entrevista en el diario El Mundo (19 octubre 2022) el conocido filósofo italiano Massimo Cacciari respondía así a la pegunta sobre el lugar que hoy debiera ocupar el ‘humanismo’: “Como todos los ismos, habría que expulsarlo de la conversación. Lo que importa es la política de defensa de los derechos humanos. Es decir: el derecho a la educación, a la sanidad, a la movilidad, a la información, a la emigración”. El clamoroso desahogo intelectual de la respuesta oculta cuando menos un acierto indudable: el humanismo se ocupa de los deberes, no de los derechos (como veremos más abajo). Pero es el momento de centrarnos ya, como promete el título del presente artículo, en las diferencias de fondo y perspectiva entre la tradición humanista y el discurso humanitario.
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Afirmar que el humanismo remite a un pensamiento de tradición cultural aplicable al individuo y que el humanitarismo es un sentimiento basado en la estructura social y sustentado políticamente por la ideología[7] es sólo un principio de diferenciación, que trataremos de matizar más adelante. Pero lo primero que habría que hacer es localizar históricamente la cuestión. No cabe duda de que la crisis epistemológica del siglo XVII propiciada por la nueva ciencia (Bacon) y la nueva filosofía (Descartes) fue un golpe muy fuerte a los principios y las certezas del pensamiento humanista tradicional, pero fue el siglo XVIII el que armó sustancialmente a ese pensamiento en crisis con nuevos principios y nuevas certezas, que pretendían en algunos casos acomodar los viejos ideales a los tiempos modernos. Algunos podían engañarse con las semejanzas, pero la diferencia era abismal, como veremos. Una de esas engañosas continuidades del siglo XVIII fue su supuesta pasión por la antigüedad, que era una pasión sin alma, desvitalizada. El Neoclasicismo es una pura imitación formal de preceptos sin incorporación de legado ético y existencial alguno. Basta compararla con la actitud con Petrarca, el primer humanista moderno. De hecho, a Petrarca se le ignoró por completo, como a todos los grandes humanistas del pasado. Muy revelador es el Discurso Preliminar de d’Alembert a la Enciclopedia: los humanistas del Renacimiento son ahí concebidos como “vanos eruditos” que no apreciaron el valor real de los antiguos[8] y el interés por la ciencia se revela como muy superior a la sabiduría ética, estética y existencial.
Precisamente, el desprecio por estas facetas hizo que el hombre salido de la revolución fuera un hombre incompleto, falto de armonía, escindido. Las reflexiones filosóficas más importantes de la época lo advirtieron con claridad: Schiller, en sus magníficas Cartas sobre la educación estética del hombre (1795) denunciaba que los ideales teóricos de la ilustración no habían producido la visión unitaria y armónica que caracterizaba al hombre clásico; Hegel, en la Fenomenología del espíritu (1807), hablaba de la “conciencia desdichada” del que vive como contingente y dividido lo que intuye que es permanente e indivisible. Muchas personas de espíritu advirtieron ya en la época que las luces de la Ilustración habían ofuscado y deslumbrado más que iluminado en determinados aspectos de crucial importancia para los seres humanos.
Pero pasemos, sin más dilación, a establecer las diferencias entre el viejo humanismo y ese nuevo humanitarismo ilustrado, tratando de deshacer la confusión entre ambos, porque a veces sus ideas y principios, tan distintos, parecen similares si no se examinan con la debida atención. Señalaremos los principales rasgos diferenciadores, exponiéndolos funcionalmente en tres bloques de contenido.
1 - Racionalidad frente a racionalismo.
El humanismo asume enteramente la condición racional del ser humano y se atiene a la razón y no a la pasión o al sentimiento como rectora de la vida en el orden intelectual y en el proceder moral (algo ya plenamente establecido en los orígenes mismos de su tradición, desde la equilibrada reflexión moral de Aristóteles hasta la ética estoica de Séneca, que entendía la pasión como fuente de error y de desdicha).[9] El humanismo defiende por tanto el juicio racional frente al sentimental, que será, sin embargo, determinante en la pedagogía emocional y en la política ideológica de la corriente humanitaria (nos referiremos a ello más adelante). Pero, por otro lado, la razón humanista nunca deviene en ese racionalismo que nacería con la nueva filosofía y la nueva ciencia en el siglo XVII y alcanzaría la deificación revolucionaria en la centuria siguiente. Y ello sucede por diversas razones.
Veamos. La razón humanista es, en primer lugar, una razón adecuada a la constitución antropológica del ser humano, que está en la base de la tradición occidental. Esta constitución lo define como criatura formada por una parte espiritual y otra parte material (alma y cuerpo, en Platón; carne y espíritu, en San Pablo) y por cuya naturaleza se configura como un ser compuesto inextricablemente de excelencia y de miseria, dos constituyentes que han de ser gestionados por su libre albedrío, con la noble aspiración de que las facultades espirituales prevalezcan sobre cualesquiera otras. De acuerdo con ello, la tradición humanista define al ser humano como un homo spiritualis y considera que el sentido trascendente es connatural a su condición, aunque se decanta por el carácter íntimo e independiente de las posibles soluciones religiosas.[10] El humanista, en otras palabras, no es necesariamente un homo religiosus, pero en su tradición la búsqueda trascendente no es desde luego ese prescindible y alienador señuelo de “la infancia del hombre”, como pensaba Marx, sino una de sus intrínsecas tendencias naturales (y en realidad lo único que otorga sentido y fin a la existencia, como reconocía el propio Freud en El malestar en la cultura[11]).
Porque ese es otro de los rasgos esenciales de la razón humanista: su perpetua búsqueda de orden y sentido; y ese rasgo forzosamente la sitúa en las inmediaciones del misterio trascendente. Si hay que elegir, como decía Jean Guitton, entre el misterio y el absurdo, el humanismo es una permanente lucha contra el absurdo. La razón humanista no es, desde luego, una razón teológica, pero sí teleológica, y no es utilitarista, aunque sí pragmática, encaminada a ennoblecer al ser humano en la medida de lo posible. Los “principios” y “premisas” humanísticos no serán, por tanto, dogmas ideológicos, pero tampoco verdades demostrables y objetivas, sino más bien premisas para dotar de sentido y de dignidad a la vida humana.[12] Me parece oportuno y esclarecedor traer aquí las reflexiones de William James en un artículo de 1904 titulado “Humanismo y verdad”, donde el filósofo norteamericano explicaba que el concepto humanístico de verdad consiste no tanto en su objetividad literal cuanto en sus cualidades subjetivas y sus virtualidades pragmáticas, que lo hagan útil, elegante y congruente con nuestras necesidades vitales y nuestras aspiraciones espirituales.[13] Así, por ejemplo, podría decirse que son verdades de la razón humanística que el bien es más fuerte que el mal, que la virtud favorece la dicha, que gozamos de libre albedrío y que somos artífices de nuestro destino… Como vemos, se trata más bien de peticiones de principio, de presupuestos de orden y entendimiento moral, pero son absolutamente indemostrables desde la pura perspectiva del racionalismo científico.
Todo ello conduce, efectivamente, a establecer la necesaria diferenciación entre la razón humanista y el racionalismo científico. La razón humanista no es contraria a la ciencia, pero sabe que la vía científica no es la meta ni la solución de nada. Uno de los primeros discernimientos intelectuales del humanismo es la distinción entre sabiduría y conocimiento.[14] La ciencia es conocimiento, pero no necesariamente sabiduría, y el humanista reclama para sí la condición de filó-sofo en el sentido socrático y etimológico: amante de la sabiduría. Esta discriminación fue bien temprana en la vida de Sócrates, tal como él la cuenta en el Fedón platónico (96a y ss.), y parece representar con fidelidad una experiencia personal suya. En su diálogo con Cebes nos refiere su interés juvenil por la ciencia y cómo acabó “cegado” y desengañado por esa investigación al ver que el sentido, la finalidad y los impulsos propios del ser humano quedaban fuera de toda investigación en el análisis científico de la realidad. Sócrates compara ese método con la observación del sol durante un eclipse. “Se apoderó de mí el temor de encontrarme completamente ciego de alma si miraba a las cosas con los ojos y pretendía alcanzarlas con cada uno de los sentidos. Así pues, me pareció que era menester refugiarme en los conceptos y contemplar en aquellos la verdad de las cosas”. En esta crucial declaración no solo está Platón, sino también Kant, y todo aquel saber que busca desmarcarse del desintegrador análisis empírico de la realidad que caracteriza a la ciencia. Porque solo los conceptos (logoi) permiten al ser racional, mediante sus capacidades intelectuales y espirituales, percibir el orden y el sentido de las cosas y la armonía esencial del mundo.
Desde Séneca, que cifraba la dignidad humana en la autodominio y el autoconocimiento,[15] a Petrarca (que tomaba la ciencia como vana erudición[16]) o Montaigne (que la consideraba una “maladive curiosité”, Ensayos II,12) hasta el gran humanismo filosófico del siglo XX la tradición humanista ha recogido esa enseñanza socrática al considerar que una cultura basada en la ciencia puede oscurecer más que iluminar y debilitar más que fortalecer el perfeccionamiento moral y espiritual de los seres humanos. Hannah Arendt decía que “la estatura del hombre” parece disminuir a medida que avanzan los conocimientos técnicos y científicos[17] y Georg Simmel distinguía en diversos ensayos entre “cultura objetiva” (aquella desarrolladísima a la que ha llevado el progreso científico y técnico de nuestra civilización) y “cultura subjetiva” (aquella que puede ser asimilada e incorporada por el sujeto de modo que pueda perfeccionar espiritual y moralmente su vida) y cifraba la tragedia de la cultura moderna en el desequilibrio entre ambas.[18] Esta perspectiva humanista de las cosas es bien diferente a la que había aparecido en el siglo XVII con Bacon y Descartes y se haría hegemónica a partir del siglo XVIII formando parte de la perspectiva humanitaria, que venía a ser una extraña mixtura de sentimentalidad rousseauniana y sacralización racionalista y que trajo consigo la devoción a un mito: el moderno mito del progreso.
2 - Perfeccionamiento personal frente a progreso colectivo: tradición y progresismo.
El culto a la diosa Razón que patrocinó el Estado revolucionario francés y la creación del mito del progreso fueron de la mano, porque el progreso tenía un componente indudable de objetividad racional, fruto del avance científico y técnico de la modernidad (pensemos que Petrarca, el primer humanista moderno, no había presenciado en sus 70 años de vida un solo avance científico y técnico, ni siquiera la imprenta o la pólvora, que son ya del siglo siguiente). Sin embargo, ese evidente progreso, para los humanistas de la modernidad, no dejaba de ser un mito –y también un señuelo[19]- desde el punto de vista moral y espiritual, pero para el racionalismo dieciochesco ilustrado era una verdad inequívoca de consecuencias dichosas, y nadie lo enunció más claramente que Nicolás de Condorcet en su Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano (1795, póstumo). Allí se afirmaba taxativamente que el progreso científico y técnico implicaba y acarreaba por fuerza un progreso moral.
Condorcet y su siglo tuvieron, en efecto, una noción casi soteriológica del progreso, que consideraban lineal e ilimitado y que, metido en la hormigonera ideológica de la siguiente centuria, acabaría bendecido social y humanitariamente, adquiriendo carta de naturaleza política bajo el concepto de “progresismo”, una de esas palabras fetiche de la modernidad (aunque es mucho más ambigua y vacía de contenido de lo que parece). Pero lo cierto es que la alianza entre la adscripción progresista y el talante humanitario pervive intacta –e incluso incrementada- en nuestros propios días. No hay más que fijarse en el transhumanismo (o posthumanismo) reinante,[20] heredero del humanitarismo ilustrado y radicalmente anti-humanista en todas sus variantes (transgenérica, ciberhumanista, genetista, animalista, etc.). El ingenuo e irredento optimismo condorcetiano sigue, en efecto, vigente en los más conspicuos líderes de la era digital. Eric Schmidt, a la sazón director ejecutivo de Google decía en una conferencia de 2012: “Si lo hacemos bien creo que podremos reparar todos los problemas del mundo”. Es ciertamente un optimismo infantil, que llega incluso a prometer la inmortalidad del ser humano, quizá el próximo siglo, como augura Laurent Alexandre –cirujano experto en las nuevas tecnologías y teórico transhumanista- en su libro La muerte de la muerte, del año 2011.
La razón humanista se encuentra muy lejos de esas aspiraciones, que no dudaría en calificar como síntomas y pecados de hybris.[21] La tradición en la que el humanismo se sustenta tiene uno de sus más hondos y antiguos puntales en la sabiduría de la tragedia clásica y, ante esos entusiasmos científico-técnicos del galopante progreso, no puede por menos que venirle a la mente aquel desatendido “No vayas más allá en tu investigación” que el adivino Tiresias le aconseja a Edipo. Con otra imagen lo decía George Steiner en su ensayo El castillo de Barba Azul, cuando se refería a la tragedia del hombre moderno, que se ve impelido a querer abrir cada una de las puertas que encuentra cerradas, aunque con ello abra también asimismo la habitación del horror. Un perpetuo plus ultra parece ser el terrible destino que marca a ese “hombre fáustico” de la modernidad del que hablaba Spengler en La decadencia de Occidente, que lejos ya de la cultura que lo ha constituido va directo a su necesaria extinción civilizatoria. Ese desajuste entre cultura y civilización que resaltaba Ortega unos años después al describir al hombre moderno como un “primitivo” dentro de un mundo hipercivilizado.[22]
Y esa cultura humanística que ha sido la guía del hombre occidental y que ya no parece regir en el mundo puede incluso entender el progreso civilizatorio como franca decadencia, en la medida en que ese huracán[23] se hace incontrolable a la gestión de su albedrío y no se subordina a lo que realmente importa en el ser humano: la dotación de sentido, la dignidad del individuo, el perfeccionamiento ético y espiritual. Las posibles bondades humanitarias que proporciona el idolatrado racionalismo técnico y científico (la multiplicación y universalización de bienes de consumo, la inmediatez y proliferación comunicacional, los incontestables avances médicos y asistenciales, etc.) no cautivan especialmente a la razón humanista porque se alejan, en la práctica, de los fines y principios de su vieja tradición: el autoconocimiento socrático, el autodominio senequista, la aceptación de la muerte como parte de la vida, o la irrenunciable libertad de espíritu (y de juicio) que expresaron y postularon un Petrarca, un Erasmo, un Montaigne…
Por lo demás, la ideología del progreso, nacida en el siglo XVIII, se asienta en dos presupuestos dogmáticos inamovibles, relacionados entre sí, que la razón humanista no puede compartir (al menos de una manera absoluta): la de que los hombres del presente son más sabios y felices que los del pasado y la de que el pasado no interesa para ordenar nuestra vida y nuestra sociedad presente. El humanista, en cambio, tiende a mirar permanentemente hacia el pasado, no sólo porque ahí residen sus raíces, sino también porque sabe que la Historia es la mejor maestra -hay un fragmento célebre de Cicerón que se refiere a eso- y que el tiempo opera en las cosas una decantación de sabiduría, señalando lo que es permanente y lo que es perecedero (y eso ya es mucho). Esta empatía de la razón humanista con el pasado es lo que explica que, si nos fijamos bien, muchos más humanistas se vieron estimulados por el mito retrospectivo de la Edad de Oro (que introdujo Hesíodo y continuó Virgilio y que en el Renacimiento cultivaron Erasmo, Montaigne o Cervantes, pero que llega con idéntica nostalgia, aunque con otras vestiduras, al mejor humanismo postilustrado)[24] que por las ensoñaciones utópicas –con la notable excepción de Luis Vives- y que todos abrigaban la íntima sensación que fue enunciada en frase famosa por Bernardo de Chartres, representando al proto-humanismo del siglo XII: que los que vivimos ahora no somos sino “enanos subidos a hombros de gigantes” y que si vemos más o mejor no es por nuestro mérito sino por el de los grandes autores que nos precedieron.
Y además no siempre vemos más o mejor. Por lo menos en lo que afecta a la sabiduría, a la armonía con el mundo, o la visión equilibrada de las cosas. Todos esos asuntos metafísicos o de sentido existencial que tanto valora la razón humanista pero que quedan fuera de la visión materialista de la ideología del progreso, donde lo mensurable técnica, científica y estadísticamente (globalización comunicativa, renta per cápita, índices de alfabetización, longevidad media, etc.) es lo único que cuenta. Pero como bien percibió la sensibilidad humanística de Leo Strauss en su ensayo ¿Progreso o retorno? “hay problemas perennes” y son importantes y hay autores del pasado que han profundizado en ellos más que nosotros. Su compatriota y contemporáneo Karl Jaspers se refería a un “tiempo eje” de la Historia (entre los siglos VI y V a. de C.: el tiempo de Buda, Confucio, Lao-Tsé, el autor del Libro de Job, Pitágoras, Heráclito, los grandes trágicos, Sócrates…) que había acumulado tal cantidad de espíritu y sabiduría en el mundo que era absurdo imaginar en este plano ninguna línea sostenida de progreso.[25] Lo mismo podría decirse, por supuesto, del arte o de la literatura, donde la excelencia no sigue una línea histórica progresiva. No hace falta argumentar mucho sobre ello.
Por eso el humanista tiene, en el fondo, interiorizada una concepción cíclica de la historia y sabe que existen momentos en los que hay que detenerse y mirar hacia atrás para poder avanzar. ¿Qué otra cosa se hizo en el Renacimiento, que fue además el origen del hombre y del mundo moderno? Y, en último término, desde la perspectiva humanista la noción de progreso se hace irrelevante y está viciada irremediablemente por su carácter ideológico, es decir: colectivista. La ideología, por definición, masifica a los individuos y simplifica las ideas y los acontecimientos. El humanismo, sin embargo, individualiza siempre, y le parece absurdo pensar que los individuos progresan en bloque, a lomos de la Historia, y no mediante el inalienable esfuerzo personal. Por esa razón el progreso histórico resulta, en último término, intrascendente, porque lo relevante es la evolución de cada ser humano a lo largo de su vida. Aunque a eso el humanismo no lo llama progreso, sino perfeccionamiento, formación, paideia.
3 – De las ideas éticas a la ideología política.
Pero la ideología ilustrada y post-ilustrada no sólo se manifiesta en la fetichización de la idea de “progreso” –y la estigmatización inmediata de quienes se opongan a ella en condición de retrógrados y retardatarios en sus diversos calificativos (“conservadores”, “reaccionarios”, “tradicionalistas”, etc.)-, sino en la imposición de significados nuevos a conceptos que habían alojado ideas antiguas, convirtiéndolas en ideología y pervirtiéndolas radicalmente. Es el caso de la tríada clásica de la Revolución francesa: “libertad”, “igualdad” y “fraternidad”, que se hicieron corresponder con los tres colores de su bandera: el blanco, el azul y el rojo. Examinemos algunas cuestiones a partir de estos tres conceptos.
a) Libertad interior y libertad exterior.
El concepto postrevolucionario de “libertad” –tal como se representa alegóricamente en el célebre cuadro de Delacroix, La libertad guiando al pueblo (1830)- es exterior, manifiesto, público; es una libertad que va armada, abanderada, descocada, y que es bien visible a los ojos de todos. Esta libertad no era necesariamente incompatible con la libertad tal como era entendida por la tradición humanista, pero en realidad poco tenía que ver con ella. La idea humanística de libertad tenía un carácter eminentemente interno y se manifestaba en una doble proyección: el libre albedrío y la libertad de juicio.
El libre albedrío –bandera teológica de la religión católica frente al determinismo protestante (y frente al fatalismo islámico)- es la capacidad que tiene el ser humano para actuar en un sentido u otro (y, en términos teológicos, para salvarse o condenarse en función de sus elecciones). Y como evidencia ese texto emblemático de la tradición humanista que es la Oratio de hominis dignitate (1486) de Giovanni Pico della Mirandola, el libre albedrío es precisamente el rasgo distintivo de la especie humana, que lo diferencia de todas las demás criaturas, esclavas de sus instintos, y que lo introduce en la grandeza de la responsabilidad moral, permitiéndole ennoblecer o degradar su condición humana elevándola hacia la divinitas o cayendo a la animalidad de la feritas. El libre albedrío se tiene siempre, aunque no se tenga libertad exterior. Por su parte, la libertad de juicio es la proyección del libre albedrío en la condición racional del ser humano. Es el atributo más estimado por la tradición humanista para la aprehensión y desarrollo personal del conocimiento: la actitud que postulaba Sócrates contra los prejuicios y las perezas mentales, la que defendía Petrarca frente al saber petrificado de las escuelas y academias universitarias de su tiempo y lo que Erasmo representaba frente a los dogmas inquisitoriales. ¿Y cómo no ver la vigencia que cobran esas actitudes frente a la opresiva realidad de hoy mismo?
Pero resulta curioso y revelador constatar que la autonomía que ostenta el ser humano merced al libre albedrío y el libre juicio parece haber menguado y casi desaparecido con la post-ilustrada modernidad humanitaria, que tanto ensalza y ha ensalzado las libertades públicas. La libertad de juicio choca, en efecto, contra el dogmatismo ideológico que generan los “ismos” políticos, culturales y sociales (comunismo, fascismo, deconstruccionismo, feminismo, animalismo, etc.) y hoy se ha llegado en este sentido al desiderátum de la ideología con el pensamiento woke y las políticas de la cancelación. Y el libre albedrío choca, por su parte, contra los desresponsabilizadores determinismos biológicos, psicológicos y sociales que “descubrieron” nuevas disciplinas -motejadas por el positivismo decimonónico como “ciencias del hombre” (sociología, psicoanálisis, antropología, etc.)- y que han desembocado en las actuales teorías liberticidas de la genética última y de la neurociencia. La conclusión paradójica –o tal vez no tanto- es que a medida que crecen las libertades exteriores desciende -o incluso se anula- la consideración de la libertad interior, que es la que realmente ennoblece y distingue al ser humano del resto de las criaturas.[26] Y, a fin de cuentas, podría concluirse que, sin el concurso regulador de la libertad interior –uno de cuyos máximos y sofisticados ejercicios, como repetían los estoicos, es la prerrogativa de dominarse a sí mismo-, la libertad exterior es un regalo venal (y por demás peligroso) que el humanitarismo ilustrado concedió a las masas.
b) Igualdad constitutiva e igualitarismo social
El segundo concepto de la tríada revolucionaria –absolutamente definitorio de la ideología humanitaria- es el de la igualdad. Y, sin embargo, es también un concepto que está en el origen de la tradición humanista, aunque de nuevo los respectivos significados sean bien distintos.
En efecto, las dos fuentes primigenias del humanismo –la clásica y la cristiana- sancionan la igualdad constitutiva del género humano. Séneca postulaba una doctrina ética universal basada en la razón y apta, por tanto, sin distinción alguna, para romanos y bárbaros, libres y esclavos (Epístolas a Lucilio, XLIV), y San Pablo establecía en un célebre versículo la igualdad de todos los seres humanos ante los ojos de Dios, al margen de sexos, razas y estados: “No hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer; porque todos sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas, 3,28). El humanismo cristiano estableció, por tanto, como uno de sus puntales la paridad constitutiva de los seres humanos; pero a partir de ahí, cuando las almas actúan, todo contribuye a mantener en esa tradición una actitud discriminatoria en función de la capacidad, la competencia y el esfuerzo que cada individuo imprima a sus acciones.[27] Por lo demás, la desigualación es un hecho crecientemente irrefutable: a medida que el desarrollo social generaliza en el mundo la necesaria igualdad de las oportunidades, destaca con más evidencia la inevitable desigualdad de las almas.[28]
Pero el demagógico discurso igualitario confunde igualdad con igualación y su arbitrariedad queda resumida en una frase que aparece en el irónico examen que Platón, en el Libro VIII de La República, lleva a cabo sobre el sistema democrático, que queda descrito en estos términos: “un régimen (…) que concederá indistintamente una especie de igualdad tanto para los que son iguales como para los que no lo son” (558c). La igualdad democrática supone, en efecto, que cada individuo, sin atender a su mérito ni a su calidad, es exactamente igual a su vecino y equivale a un voto. Eso es plausible, como mal menor, en el terreno político, pero el pensamiento humanista siempre ha postulado que en cualquier otro ámbito -moral, estético, intelectual, espiritual- debe imperar el principio de jerarquía.[29] No hay en ello ningún elitismo social, sino todo lo contrario. Horacio, el más ilustre impugnador del vulgo en la antigüedad y formalizador de un célebre tópico en este sentido,[30] fue hijo de un esclavo liberto y se declaraba orgulloso de esa ascendencia. Porque habría que puntualizar que para Horacio –y para la tradición humanista- el denostado vulgo (vulgus) no es el pueblo (populus), que es digno de respeto, sino esa mayoría -que incluye, en no pocos casos, a la minoría letrada- incapaz de reconocer y de valorar, por su desidia o cortedad de espíritu, la excelencia de la virtud, de la sabiduría, del arte verdadero...
Pero el humanitarismo no participaba de ese jerárquico y discriminador punto de vista y desde sus inicios estableció unas bases filosófico-jurídicas que perseguían un consenso universal y que afianzaban con vocación proliferante la perspectiva igualatoria. Esta intervención, que es toda una bandera de la Modernidad, se formalizó en 1789 mediante la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, y fue ampliada dos siglos más tarde en las Naciones Unidas por la Declaración universal de los derechos humanos de 1948, aunque siempre está abierta, como bien sabemos, a incorporar nuevos ítems. El proyecto –necesario y legítimo en muchos sentidos- adolece, sin embargo, de una evidente unilateralidad: en su afán de afianzar la idea de igualación democrática despliega, al margen del mérito y la singularidad, una extraordinaria panoplia de derechos que el ser humano adquiere por el hecho de nacer, sin mención alguna al contrapeso necesario de deberes correspondientes.
Y aquí nos encontramos con otra diferencia -sustancial y significativa- entre el humanismo y el humanitarismo: éste se preocupa por los derechos, aquel por los deberes.[31] Así, en perfecta coherencia con sus principios y con sus fines y, frente a la creencia sostenida por la modernidad humanitaria, la razón humanista recuerda que los derechos no anidan naturalmente en el ser humano, sino que son atribuciones jurídicas venidas desde fuera, mientras que son los deberes los que salen de dentro, y en el propio deseo de materializarlos está nuestra singularización y nuestro perfeccionamiento. Ahí se cifra, en último término, la verdadera apuesta del ser humano, la conocida exhortación pindárica de “llega a ser el que eres”. A nadie le ennoblece ostentar un derecho, lo que ennoblece verdaderamente es consumar un deber. Por eso Simone Weil, cuya defensa de los desamparados y de la justicia social era incuestionable, lamentaba que se hubiera puesto en boca de los desfavorecidos el concepto político de “derecho”, un regalo dañino “que aplasta a las almas” y que carece de todo sentido ético.[32] La tradición humanista no perdió nunca de vista esta consideración y tuvo el máximo cuidado en no hurtar a los desfavorecidos esa vía de ennoblecimiento.[33]
Esta atrofia de deberes e hipertrofia de derechos es sin duda un sesgo enfermizo de nuestra época, e impide una visión sensata y adecuada de las cosas. Muchos asuntos se esclarecerían intelectualmente si se abandonara la perspectiva humanitaria y se acogiera la visión humanista. Pensemos, sin ir más lejos, en el problema de la inmigración. Desde la mentalidad humanitaria la cuestión se percibe como colisión de derechos iguales entre los emigrantes y los naturales del país, cuando en realidad debería plantearse como un concurso de obligaciones diversas (aunque complementarias): el deber de acogida, por una parte, y el deber de respeto a los principios y normas de la sociedad acogedora, por otra. O, por decirlo en términos antiguos: el “deber de la hospitalidad” y el “deber de la suplicación”, que eran sagradas instituciones sociales de cuyo buen funcionamiento hay ejemplos fehacientes tanto en la épica homérica como en la tragedia clásica.
c) Juicio racional y juicio sentimental – la quimera de la fraternidad
Esta hipertrofia de los derechos, propiciada por la ideología humanitaria fue sin duda bienintencionada, pero acudió para difundir su mensaje a un emocionalismo que resulta a la postre terreno abonado para manipular las conciencias y obtener rápidos y cómodos réditos políticos. Ese es otro de los signos de la época, que enfrenta de nuevo la modernidad humanitaria con el viejo humanismo: la sustitución del juicio racional por el sentimental. Y surge aquí otra vez el equívoco desvelado por la tradición humanista: contra lo pueda parecer, es la razón lo que une a los seres humanos (al margen de su sexo, raza, condición, origen social, etc.), mientras que el sentimiento es lo que nos aproxima a algunos, pero nos distancia y separa del resto.
Sin embargo, eso no es lo que parece entender la mentalidad humanitaria. Y surge aquí como referencia inevitable la figura de Jean-Jacques Rousseau, el padre común del juicio sentimental y de la ideología igualitaria. A despecho de su cacareado racionalismo, la Europa de la Ilustración contempla el auge de la comedia lacrimógena y de la novela sentimental, en las que se educa a los ciudadanos en las nuevas ideas mediante la apelación directa a las emociones y a los sentimientos. Todo un paradigma fue el éxito enorme de La nueva Eloísa del autor ginebrino.[34] Pero Rousseau da cobertura a este designio en toda su obra. En Del contrato social parte de la “igualdad de derechos de los ciudadanos” para establecer un pacto merced al cual el Estado-tutor debe educar y corregir y, si es necesario reprimir, las voluntades particulares y las inadecuadas opiniones del pueblo para ajustarlas a una opinión correcta, que se supone válida y útil para la mayoría (he ahí el antecedente moderno de la ideología de la corrección política y de las medidas de “cancelación”). Y todo ello para proteger a los débiles y a los desfavorecidos, que pueblan el planeta de “víctimas sociales”[35] merecedoras de nuestra “compasión”, un sentimiento que Rousseau, en su Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres considerará una virtud moral de la máxima importancia, sin la cual el hombre y las sociedades se hubieran hundido en la depravación absoluta.[36]
Este terreno de la actividad equilibradora y de la asistencia social es el campo propio y propicio del filantropismo humanitario, que empezó por desterrar por sus connotaciones religiosas los términos “caridad” (=amor) o “beneficencia” (bene facere) de la tradición cristiana para sustituirlos por otros como “ayuda” o “solidaridad”[37] que, a su juicio, representan mejor la objetividad pragmática de la acción compasiva. Y obviamente entramos aquí de lleno en el tercer elemento de la tríada revolucionaria: la fraternidad. Si los otros dos conceptos –la libertad y la igualdad- acumulaban, como hemos visto, no pocas ambigüedades y contradicciones y habían supuesto en la nueva perspectiva humanitaria una torsión política e ideológica de las ideas humanistas, aquí nos hallamos con una adulteración conceptual de signo distinto, pues la fraternidad fue una mera declaración de intenciones -un flatus vocis del sarampión revolucionario- y tampoco había sido propiamente un concepto de la tradición humanística, que lo utilizó sólo sub specie religionis, en el sentido de “hermanos en Cristo”, de acuerdo con la expresa “voluntad del Padre” (San Pablo, Colosenses, 1,2; Mateo, 12,50). Pero eso era una quimera de la santidad que no podía exigirse al hombre común, y la razón humanista no se hacía ilusiones sobre dicha idea[38], prefiriendo, en efecto, la noción selectiva de la “amistad” o la comunión íntima entre las almas nobles, antes que el universal e indiscriminado sentimiento fraterno.
El filantropismo post-ilustrado, en cambio, sí acogió, provisionalmente, el mantra ideológico de la “fraternidad universal”, aunque, dada la índole laicista de su pensamiento y el contexto político en el que se desarrolló el concepto, éste comenzó como una aporía y terminó siendo una falacia. Pues la fraternidad sólo tenía sentido en relación a un Padre común y universal que diera significado a ese vínculo entre “hermanos”.[39] La ignorancia revolucionaria pareció no advertir la obviedad de este hecho y utilizó el concepto en el sentido político y sindical de las “hermandades” profesionales que se aliaban contra el patrono, con lo que esa fraternidad supuso más bien la actualización del mito que desarrollaría Freud en su libro Tótem y tabú: las primitivas hordas de hermanos que se unían para devorar al padre castrador y establecer así el consiguiente período de “alianza fraterna”. Aunque, como bien se sabe, los hermanos en la Revolución, después de asesinar al Padre, acabaron comiéndose unos a otros...
Así terminó en la Francia revolucionaria el Siglo de las Luces, que vio nacer las ilusiones humanitarias del mundo moderno: el culto a la Razón, las ideologías liberadoras, el sentimentalismo compasivo. Hoy en día esas ilusiones –con renovados modos- tienen máxima vigencia, alentadas y fiscalizadas por el ordenancismo global del pensamiento woke.[40] Pero conviene no olvidar de qué modo acabaron los bellos conceptos que coloreaban su bandera. La libertad acabó en terror, la igualdad –que superó la fea discriminación de decapitación para nobles y ahorcamiento para plebeyos- en guillotina para todos; y la fraternidad –ya lo hemos visto- en el florecimiento de los odios mutuos. Alumbrados por otras luces –que no son las de Francia en el siglo XVIII, sino las que habían empezado a alumbrar muchos siglos antes en Grecia, Roma y Jerusalén-, los valedores de otra tradición, hoy casi olvidada, aunque propiciadora, ni más ni menos, de la cultura de Occidente, reclamamos un regreso a los postulados de una razón humanista que nos proteja y salve de la ideología en curso, tan bienintencionada posiblemente, pero tan errada y tan dañina para el desarrollo profundo y armónico del ser humano.
NOTAS
[1] Sobre el viejo humanismo. Exposición y defensa de una tradición, Marcial Pons, 2010. Reedición en Cypress Cultura, 2024, pág. 11.
[2] El término, en su moderna acepción cultural, suele remitirse al filósofo y pedagogo germano Friedrich Immanuel Niethammer en un libro de 1808 al que nos referiremos después.
[3] Veamos, a título de ejemplo, este fragmento de un conocido texto de Thomas Mann, titulado Advertencia a Europa, escrito en 1935: “Todo humanismo conlleva un elemento de debilidad que tiene que ver con su desprecio por el fanatismo, con su tolerancia y su inclinación por la duda; en suma, con su bondad natural, que puede, en ciertos casos, resultarle fatal. Lo que se necesitaría hoy es un humanismo militante, un humanismo que descubriera su virilidad y que se convenciera de que los principios de libertad, de tolerancia y de duda no se deben dejar explotar y trastocar por un fanatismo carente de vergüenza y de escepticismo”. Atribuir al humanismo los conceptos humanitarios de “tolerancia” y “bondad natural” y echar, en cambio, en falta su supuesta “virilidad” y su condición “militante” indican bien a las claras que la peligrosa confusión entre humanismo y humanitarismo había hecho mella en los representantes más conspicuos de la alta cultura en las primeras décadas del siglo XX. Para el análisis de esta confusión en Thomas Mann, especialmente en La montaña mágica, pueden verse las páginas 374-377 de la mencionada reedición de mi libro Sobre el viejo humanismo (vid supra, nota 1).
[4] Un autor que ofrece tantos rasgos humanísticos como disolventes de esa tradición. Véase Sobre el viejo humanismo, ed. cit. págs. 253-263.
[5] La tradición humanista en Occidente, Alianza Editorial, Madrid, 1989, pág. 200.
[6] Said marca, de hecho, una tendencia general -presente incluso en quienes pasaron un día por ser conspicuos representantes del humanismo tradicional- que ha ido derivando su mensaje ostensiblemente, aproximándolo al humanitarismo woke. Un caso extremo y significativo es el de la filósofa estadounidense Marta Nussbaum, autora de obras de referencia humanística como La fragilidad del bien (1986), cuyo pensamiento en el presente siglo ha desembocado en planteamientos ultra feministas y ultra animalistas, asumiendo los dictámenes del sentimentalismo ético y patrocinando las “políticas de la cancelación”.
[7] El humanitarismo, en efecto, se manifestó muy pronto como una “ideología”, algo que despierta la susceptibilidad de cualquier humanista. El principal de ellos en nuestro siglo XIX, Marcelino Menéndez Pelayo, lo veía de este modo, en una carta a su amigo el novelista y crítico Juan Valera, aludiendo al humanitarismo krausista de Giner de los Ríos: “Yo no detesto a los krausistas por librepensadores, puesto que hay muchos pensadores libres que, por la grandeza de su esfuerzo intelectual, me son simpáticos. Los detesto porque no pensaron libremente y porque todos ellos, y especialmente Giner, son unos pedagogos insufribles” (2 de septiembre de 1886). Y en las páginas que les dedica en la Historia de los heterodoxos españoles dice: “Todos hablaban igual, todos vestían igual, todos se parecían en su aspecto exterior”. Por lo demás Menéndez Pelayo acostumbraba a verter sus ironías siempre que usaba el término “humanitario” y solía adornarlo de connotaciones peyorativas que tenían que ver con la inconsciencia, la vaguedad, la demagogia o la hipocresía.
[8] Así resume D’Alembert la relación de los humanistas del Renacimiento con los autores antiguos: “se tradujeron, se comentaron y, por una especie de gratitud, se dio en adorarlos, sin conocer ni mucho menos lo que valían”. Es absolutamente inexplicable esta descalificación, que nosotros aplicaríamos al propio d’Alembert.
[9] El extremismo ético cristiano –tan opuesto al racionalismo clásico greco-latino como al pragmatismo judío- no dejó de ser un producto histórico de la creencia inminente en la parusía y, aunque profundizó y sutilizó considerablemente la reflexión ética occidental, era imposible de llevar a cabo en su literalidad y tuvo que ser abandonado como patrón general de conducta. Remito sobre esto a mi libro Con sagradas escrituras. Diez ensayos sobre literatura bíblica, Antonio Machado Libros, 2002, págs. 251 y ss.
[10] Es decir, por la decir la secularización, lo cual supone una separación operacional de lo trascendente y lo inmanente (magníficamente expresado por Baltasar Gracián en el aforismo 251 del Oráculo Manual: “Hanse de procurar los medios humanos como si no hubiera divinos, y los divinos como si no hubiera humanos”), pero no por el laicismo (que es la expulsión y negación de lo trascendente).
[11] “No estaremos errados al concluir que la idea de adjudicar un fin a la vida humana no puede existir sino en función de un sistema religioso” (Alianza Editorial, Madrid, 1970, pág. 19).
[12] El propio Platón con todo su idealismo espiritual (tan diferente al pragmatismo ético de Aristóteles) admite en varios lugares de La República (389b, 414bc, etc.) el uso de la “noble ficción” (γενναίος ψευδός), empleada como fármaco en beneficio de la comunidad con el fin de estimular un orden espiritual y evitar la degradación de las almas.
[13] Artículo incluido después como capítulo en su obra de 1909 The meaning of truth (traducción española: El significado de la verdad, Buenos Aires, Aguilar, 1957).
[14] Cuadran aquí los conocidos versos de T. S. Eliott, de su poema Choruses from The Rock: “Where is the wisdom we have lost in knowlege?,/ where is the knowledge we have lost in information?” Versos que aún son más actuales 90 años después de ser escritos.
[15] “El geómetra nos enseña a medir los latifundios en lugar de enseñarme cómo medir lo que es suficiente al ser humano” afirmaba Séneca en su Epístola 88 a Lucilio, y esta perspectiva expresa a la perfección las prioridades de todo humanismo.
[16] Sobre todo en su tratado Sobre la ignorancia. Véase para esto, Sobre el viejo humanismo, ed. cit., págs. 184-186.
[17] Este es el tema del capítulo VIII de su obra Entre el pasado y el futuro, Península, Barcelona, 2003, págs. 403 y ss.
[18] Véase, por ejemplo, El individuo y la libertad. Ensayos de Crítica de la Cultura, Barcelona, Ediciones Península, 1986, p. 126.
[19] Un señuelo del que se desprende la tradición humanista desde sus mismos orígenes. La actitud relativizadora de todo progreso puede ya encontrarse tanto en el virgiliano omnia iam vulgata (ya todo está dicho) como en el judío nihil novum sub sole del Eclesiastés.
[20] “Transhumanismo” parece ser el término más utilizado, aunque “posthumanismo” quizá sea preferible, porque revela la crudeza de la realidad. El término transhumanismo puede sugerir lo que no es: una transformación perfeccionadora del ser humano, desde el punto de vista moral o espiritual. De hecho, Dante utilizó así en la Divina Comedia el verbo “transhumanar” (trasumanar) en el verso 70 del primer canto del Paraíso para referirse a la espiritualización que allí experimentan los bienaventurados.
[21] Además de errores de conocimiento humano. Cabría recordar la advertencia de San Agustín: “Buscad lo que buscáis, pero sabed que no está donde lo buscáis” (Confesiones IV, 12, 18).
[22] Véase el capítulo IX de La rebelión de las masas.
[23] “Huracán” llamaba Walter Benjamin al progreso en su célebre glosa al Angelus Novus de Klee, Discursos interrumpidos 1, Taurus, Madrid, 1973, p. 183.
[24] Mencionemos sólo dos textos magníficos y paradigmáticos en los que la nostalgia humanista por la virtud de los tiempos pre-revolucionarios se actualiza en los tiempos inmediatamente postrevolucionarios: Las cartas sobre la educación estética del hombre de Friedrich Schiller, tras la revolución francesa, y El mundo de ayer de Stefan Zweig, tras la revolución bolchevique y la irrupción del nazismo.
[25] Véase el capítulo I de su obra Origen y meta de la Historia (trad. esp. en Alianza Universidad, Madrid, 1980).
[26] Este desbarajuste en la condición de las libertades ha provocado confusiones llamativas, incluso –o quizá sobre todo- entre los supuestos “intelectuales” de la modernidad. Valga sólo una muestra. En la última película, Adiós al lenguaje, de Jean-Luc Godard se dice lo siguiente: “La conciencia hace ciega al hombre. Sólo la mirada de un animal es libre”. ¿Qué extraño (e inhumano) sentido puede abrigar aquí la noción de libertad cuando el hombre es precisamente el único ser libre que hay sobre la tierra?
[27] Existe hoy en día, por cierto, una acusada estigmatización por parte del hegemónico pensamiento humanitario acerca del concepto “discriminación” (como si viniera de “crimen” en vez de hacerlo de “discernir”), pero la tradición humanista cifraba la sabiduría en un ejercicio de discriminación permanente. Decía Cicerón hablando de Demócrito que, al quedarse ciego, no había perdido nada de su sabiduría, pues “podía discernir (discernere) claramente el bien del mal, lo justo de lo injusto, lo honesto de lo vergonzoso, lo útil de lo inútil, lo importante de lo superfluo” (Tusculanas, V, 114).
[28] En Del contrato social Rousseau aborda este argumento alegando que “precisamente porque la fuerza de las cosas tiende siempre a destruir la igualdad es por lo que la fuerza de la legislación debe tender siempre a mantenerla" (Libro II, cap. 11).
[29] El principio jerárquico es más consustancial al pensamiento humanista que el principio democrático e igualitario, al que se le atribuye un valor meramente funcional. Este punto ha llevado a engaño a muchas reflexiones sobre el humanismo, incluso en pensadores sensibles y dignos de crédito. En un reciente artículo de Fernando Savater (The objective, 14 de enero de 2024) titulado precisamente “Humanismo y Humanitarismo” las interesantes consideraciones diferenciadoras del pensador vasco (basadas sobre todo en la evidencia del humanismo como “actitud intelectual”, frente a la “postura sentimental” del humanitarismo) quiebran a la hora de considerar a la “deliberación democrática” como elemento esencial del planteamiento humanístico. Esto, a mi juicio, le hace argumentar de manera impropia algunas consideraciones con las que, por otra parte, estamos de acuerdo, como cuando afirma que el “humanismo” es partidario de Israel, mientras que el “humanitarismo” es pro-palestino porque, frente a las dictaduras islámicas que la rodean, Israel “ha conseguido establecer una democracia moderna”. Pero eso sería, en todo caso, un efecto, no la razón originaria: si el humanismo es “pro-israelí” es sobre todo porque la fuente judeo-cristiana está en el origen histórico, metafísico y simbólico de nuestra cultura occidental humanística.
[30] Se trata del Odi profanum vulgus con el que se abre una de sus odas (III,1). Habría que advertir que el vulgus no se refería terminológicamente a la totalidad del populus romano, sino a una parte –aunque mayoritaria- de él La verdad es que Horacio poseía en todos los ámbitos una militante conciencia ética y existencial de la excelencia y de la singularidad. Su Arte poética es, entre otras cosas, un tratado contra la mediocridad literaria y se manifiesta intolerante con ella y contra el atrevimiento de los incompetentes. Su justificación es bien sencilla: escribir poesía es innecesario y no hay razón, por tanto, para que el no dotado se deshonre a sí mismo, degrade al Arte y colme la paciencia de los demás...
[31] No en vano uno de los libros fundamentales del padre del humanismo clásico –Cicerón- se titula precisamente De Officiis (De los deberes).
[32] En su ensayo “La persona y lo sagrado”, incluido en Escritos de Londres y últimas cartas, Madrid, Trotta, 2000, págs. 17-40, cita en págs. 25-26.
[33] Así, cuando escribe Luis Vives su admirable tratado Del socorro de los pobres, que supera los límites de la caridad medieval y postula un racional sistema asistencial para los necesitados, no se le ocurre pensar en sus derechos, sino que se refiere a sus “necesidades” y no olvida, en cambio, dedicar un capítulo para establecer “De qué modo deben portarse los pobres”: no han de mostrarse soberbios ni desagradecidos, ni permanecer ociosos todo el tiempo, ni estar corroídos por la envidia, etc.
[34] Como se ha recordado, muy justamente, “el público ilustrado seguía con avidez los capítulos de la obra de Rousseau y veía en este libro, más que en ningún otro, el nuevo ideario actuando en el mundo, enfrentándose a los problemas cotidianos y proponiendo soluciones a los mismos” (Julio Seoane Pinilla, La ilustración olvidada, Fondo de Cultura Económica, México, 1999, pág. 40, nota).
[35] De nuevo no hace aquí el humanitarismo acepción de personas, porque el individuo que tiene el estatuto de víctima social y estimula por esa misma condición nuestros sentimientos empáticos y positivos puede ser también una malísima persona.
[36] La tradición humanista clásica, en cambio, tendió a considerar a la compasión como una emoción válida y comprensible, pero se resistió a considerarla como virtud, porque al fin y al cabo era una “pasión” (compasión) al margen de lo racional y alojaba con frecuencia huéspedes impuros: placer, interés, superioridad, etc.
[37] Un término opaco que viene del derecho mercantil (solidus = moneda firme, de donde deriva sueldo, que es cuando el valor de la moneda coincidía con la paga).
[38] Así lo demuestran dos mitos primigenios de las fuentes judeo-cristiana y clásica que nutren esa tradición: Caín y Abel y Rómulo y Remo.
[39] El culto Schiller lo vio claramente en su Himno a la alegría de 1786, donde “todos los hombres se vuelven hermanos” en una exaltación de gozo y plenitud de la vida; pero la celebración, casi pagana, del poema concluye con esta reflexión: “¡Hermanos!, sobre la bóveda estrellada / tiene que vivir un Padre amoroso”.
[40] Pensamiento que revive en nuestros días ese “vicio característico de los «progresistas»” del que hablaba hace más de un siglo Ortega y Gasset, que aparece por primera vez en el siglo XVIII y fantasea un “deber ser” social que “pretende obrar mágicamente sobre la historia”, olvidando la realidad y el “buen sentido” de las cosas (España invertebrada, Segunda Parte, cap. 4, “La magia del «debe ser»”).