Humanismo renacentista y humanismo marxista

El marxismo, en cuanto ideología, fue el último sistema filosófico con una vocación humanística integral. El existencialismo, por su parte, renunciaba a descender de las brumas conceptuales y personales de un planteamiento genuino, pero que empezaba y acababa en una especulación teorética de carácter antropológico. El marxismo, por el contrario, aunaba una visión del hombre (acertada o no, ya es discutible), la detección de un problema (su falta de plenitud) y un catálogo de recetas que, por desgracia, acabó degenerando, por un lado, en una escolástica indigesta por fortuna ya superada, y por otro en la implantación de regímenes políticos monstruosos que ocasionaron millones de víctimas. Es probable que el origen del problema fuese el de aplastar al ser humano en un materialismo que no atendía a esos ámbitos espirituales que no son fruto de ninguna opresión socioeconómica, sino que forman parte de su propia naturaleza. Sea como fuere, la convicción de que el hombre posee una serie de virtualidades que raramente despliega por motivos externos y también internos entronca con la tradición humanística clásica; donde se aparta de ella es en la resolución de las tensiones que soporta en una clave exclusivamente mundana, sociopolítica, material.


A continuación reproducimos en su integridad uno de los capítulos que forman parte del libro colectivo Humanismo socialista, publicado en plena década de los sesenta, cuando el marxismo permeaba la vida intelectual de Occidente hasta unos extremos asfixiantes. Sin embargo, con todas sus limitaciones, este texto posee la virtud de poner sobre la mesa conceptos y autores plenamente reconocibles por los humanistas clásicos, si bien estos últimos no podrán comulgar, de ninguna de las maneras, con muchos de los prejuicios que el autor no puede dejar de utilizar, dado su alineamiento servil con la ideología marxista.


Bogdan Suchodolski.- Cada vez que hablamos de humanismo, observamos el conflicto entre dos escuelas diferentes. Una de ellas argumenta que el término “humanismo” se refiere a un complejo de va lores perdurables formulados hace muchos siglos, en la antigüedad, y complementado por ciertas ideas del Renacimiento, valores éstos de los que se dice que tienen idéntico significado para todos los hombres, con abstracción de su ubicación cronológica y geográfica. La otra escuela aduce que el término “humanismo” se refiere a un fenómeno históricamente variable, que se desarrolla y transforma de un modo determinado en el curso de los siglos.

Es innegable que el concepto de hombre —y por consiguiente también el de humanismo— contiene ciertos elementos constantes. Pero estos elementos siempre existen concretamente en las condiciones específicas de tiempo y espacio, y, en consecuencia, se enriquecen: tanto gracias a la introducción de elementos nuevos como a la perduración de los viejos. El hombre siempre existe “aquí y ahora”; su existencia presente es por lo menos tan importante para determinar su esencia como la convicción de que su esencia es determinada por factores históricos.

Desde este punto de vista, el humanismo no debe ceñirse al problema de lo que los hombres siempre han sido y de lo que siempre han valido, sino que también debe ocuparse de aquello en lo que los hombres se están convirtiendo en el curso del desarrollo histórico, de lo que —en condiciones cambiantes— éstos anhelan y procuran conseguir.

El Renacimiento empezó a comprender que la verdadera autonomía del hombre consistía no sólo en la libertad respecto de las autoridades religiosas y filosóficas, sino también en la emancipación respecto de la esclavitud del mundo social, que contradecía la índole humana. El “hombre auténtico” que el Renacimiento buscó y halló debía ser libre tanto del “sacerdote exterior como del interior”, de las formas de vida antihumanistas engendradas ya fuera por los antiguos privilegios feu dales o por el nuevo poder del dinero. Al percibir el carácter antihumanista de estas formas de vida, los pensadores y artistas del Renacimiento plantearon un interrogante dramático: ¿Cómo es posible hallar al hombre auténtico, sepultado bajo condiciones que revelan que el hombre real, existente, es su negación?

Desde Petrarca y Boccaccio hasta cronistas como Cellini y Cardano, desde los pintores del quattrocento italiano pasando por los retratos y autorretratos de Durero y llegando hasta Tiziano, se multiplicaron los conocimientos acerca de la empírica heterogeneidad humana.

Maquiavelo fue el primero que expresó sus conclusiones filosóficas. En su carácter de historiador y observador de la vida contemporánea, de político y estadista, Maquiavelo vio cómo los hombres luchaban por el poder, cómo triunfaban, y cómo sucumbían ante sus adversarios. Al interrogante “¿Quién es el hombre?” se le daba otra interpretación: “¿Cómo es el hombre en su vida social y política?”.

Pero desde el mismo momento en que empezó a plasmarse la concepción empírica del conocimiento del hombre, se plantearon otros interrogantes.

Uno de los interrogantes inquiría si el hombre verdadero es en realidad idéntico a la persona que vive una determinada' existencia. El empirismo dio por aceptadas todas las manifestaciones de la vida humana y las catalogó ingenua mente como auténticas. Pero algunos pensadores se preguntaron si la forma en que vive el hombre es producto de su naturaleza o de las condiciones y circunstancias que lo obligan a comportarse de un modo y no de otro, a ponerse un determinado disfraz y una máscara sin revelar su verdadera identidad. Tomás Moro, el contemporáneo y adversario de Maquiavelo, planteó este interrogante. Moro destacó que los campesinos ingleses vivían como ladrones y criminales porque los señores ingleses los habían despojado de sus tierras y les habían quitado sus medios de vida. Moro desnudó la hipocresía social que castiga a los reos impulsados a cometer una fechoría por fuerzas ajenas a su control,

En su Elogio de la locura, Erasmo de Rotterdam, amigo de Moro, asimiló la idea de que la forma de vida del hombre refleja la estructura social y no la naturaleza de éste. Al describir el mundo como un reino de la estupidez, Erasmo demostró cómo los obispos y príncipes, dirigentes y jueces, estudiosos y escritores sucumbían a la necedad, hasta que el hombre “auténtico” parecía loco y debía optar entre perecer o imitar el ejemplo circundante, o sea, usar la máscara que le imponían su vida y su posición. Así, el monarca se convierte en tal sólo en virtud de la corona y el manto púrpura; el obispo, por su mitra y su báculo; el hombre de ciencia, por su toga y su casquete. No obstante, esto no es más que lo visible: la verdad se oculta en otro lugar.

La crítica de la teoría empírica del conocimiento del hombre planteó el problema básico de la antropología moderna, a saber, la relación recíproca entre el hombre “real” y el hombre “auténtico”. Hacia las postrimerías del Renacimiento, Cervantes y Shakespeare formularon este problema con contornos más dramáticos, al demostrar cómo los hombres auténticos, que no se adaptaban a las condiciones sociales de vida, debían perecer o traicionarse.

El humanismo del Renacimiento, que había nacido con la idea de liberar a los hombres de las cadenas del mundo sobrehumano de la metafísica eclesiástica, enunciaba así un problema capital de la filosofía del hombre, el problema de la liberación de éste respecto de las ataduras seculares que le han nido impuestas.

¿El hombre real empírico debe ser siempre una negación del hombre auténtico? ¿El hombre auténtico nunca podrá ser un hombre real? ¿Siempre existirá un conflicto entre el hombre y el mundo creado por los hombres? Éstos eran interrogantes a los que sólo se daban respuestas utópicas cuando el Renacimiento llegó a su fin.

Una de las respuestas emanó de Bacon, quien creía que el progreso social se lograría gracias a los triunfos de la ciencia y la tecnología sobre las fuerzas brutas de la naturaleza y sobre las alucinaciones del hombre. Otra emanó de Campanella, quien creía en una revolución social que liquidaría la propiedad privada y abriría una puerta al desarrollo de la ciencia, la tecnología y el arte.

Los siglos posteriores continuaron enfrentando estos problemas. Si el hombre no debía apelar a autoridades religiosas ni aceptar dócilmente la realidad social tal como ésta existía, entonces debía confiar en su intelecto como única fuerza ca paz de entender y orientar su vida. En consecuencia, los partidarios del concepto empírico del hombre empezaron a estimar cada vez más la razón como un factor idóneo para liberar al ser humano del conservadorismo y el oportunismo.

Así nació un género nuevo y casi paradójico de racionalismo. Era necesario mejorar racionalmente la suerte del hombre en términos de realidad, o de la situación tal como ésta existía. Era fácil aceptar esta realidad; y también lo era la crítica según un enfoque religioso o metafísico; pero la evaluación de la situación dentro de los límites de la realidad planteaba una dificultad fundamental.

Desde este punto de vista el hombre era un ser particularmente complejo: vivía en un mundo creado por él mismo, mundo éste que, sin embargo, criticaba. Si para enunciar esta crítica no podía recurrir a criterios metafísicos, sólo quedaba a su disposición la experiencia histórica y social de la humanidad. Pero simultáneamente estaba obligado a evaluar este criterio.

En tales circunstancias, la relación entre la razón humana y la realidad humana emergió con particular agudeza como el problema del significado de la historia humana. Frente a un conflicto entre la razón y la historia, escoger la razón equi valía a renunciar a la historia, o sea, a la única fuerza coloca da a disposición del hombre, que es un ser solitario que debe bastarse a sí mismo en el universo.

Otro conflicto estrechamente ligado al que se planteaba entre la razón y la historia era el conflicto entre la razón y la realidad social, que en esencia era idéntico al anterior, pero revelado en la vida contemporánea. El problema alarmó a los filósofos del siglo XVII. ¿Qué es mejor, optar por las instituciones y las costumbres aceptadas en escala universal, o por la razón, particularmente en su actitud crítica hacia la sociedad? Mientras el mundo social podía recurrir a una autoridad metafísica o histórica, el problema no planteaba dificultades. Pero cada vez que el hombre quedaba librado a sus propias fuerzas para enfrentar su realidad social, asumía una importancia esencial.

Al escoger la realidad social haciendo caso omiso de su propia razón, el hombre se desprendía de aquello que para él era más valioso: su conciencia crítica, su aptitud para evaluar, su voluntad de actuar. Pero al optar por los ideales de la razón haciendo caso omiso de la realidad social, corría otro riesgo. ¿Quién pedía estar seguro de que los ideales aún no probados en la práctica social eran correctos? Los conservadores siempre opinaban que era mejor cometer una necedad que ya había sido probada por otros hombres que adoptar una actitud inteligente que aún nadie había experimentado. Si no era posible garantizar metafísicamente los ideales de la razón, el testimonio de la realidad social constituía su única confirmación. En semejantes condiciones. ¿era correcto rechazar el criterio social que distinguía lo verdadero de lo falso?

El conflicto entre la razón humana y la realidad humana, tanto en la historia como en la sociedad contemporánea, constituyó el tema principal de las reflexiones acerca de la civilización, el sistema social y el hombre entre los filósofos del luminismo. El Iluminismo destacó la idea de que la realidad dentro de la cual vivían los hombres, sus instituciones y opiniones, debían ser transformados según las exigencias de la razón. Al perpetuar este concepto, el Iluminismo imaginó las etapas de su aplicación y concibió la historia como una senda de progreso que conducía hacia el futuro.

Gracias a esto la filosofía del hombre adquirió, por primera vez en la historia, una nueva dimensión. Es cierto que la genealogía de la teoría del progreso se remonta a épocas anteriores, pero sólo en el siglo XVIII el concepto se convirtió en una filosofía universalmente admitida y fructífera de la historia y el hombre. Se interpretaba al hombre como un ser que no sólo creaba las condiciones de su vida, sino que ade más, en sus transformaciones históricas, progresaba de una forma de existencia a otra.

Fue entonces cuando los filósofos dejaron por primera vez de contestar al interrogante “¿Quién es el hombre?” indicando cómo son los hombres. Aceptaron que sólo se podía entender la diferenciación producida en el seno de la raza humana, tal como la registraban los historiadores y etnógrafos, si se admitía que el hombre es un ser que evoluciona. No se puede definir la naturaleza del hombre recurriendo a una suma de todos los datos; sólo se la puede definir siguiendo el cauce de su desarrollo y caracterizando sus etapas de evolución. Así el Iluminismo pudo retomar el problema de la razón humana en relación con la realidad humana.

Sólo se podía resolver el problema recurriendo a un nuevo análisis, mucho más profundo que los anteriores.

El Renacimiento descubrió el papel que desempeñaba la actividad del hombre pero no captó los difíciles problemas implícitos en ella. Bacon fue el único que los percibió, pero en uno solo de sus aspectos: el de la actividad intelectual humana. Observó que en el curso de sus actividades el hombre in ventaba ideas falsas e ilusorias a las que después sucumbía.

La crítica de Bacon constituyó el primer esfuerzo encaminado a indagar el mecanismo de las actividades humanas y a demostrar que los logros creadores del hombre alimentaban un tipo peculiar de parásito que perturbaba el desarrollo de aquél. Los enemigos del hombre eran no sólo la naturaleza ajena y amenazadora, sino también sus propios productos. Resultaba muy difícil derrotar a estos productos, aunque sólo fuera por que eran una creación humana.

Parecía probable que estos parásitos aparecieran no sólo en las actividades intelectuales sino también en otras, particularmente en las sociales. El ataque que la ideología del Iluminismo lanzó contra el sistema social prevaleciente indujo a algunos filósofos, y especialmente a Rousseau, a interpretarlo como una lucha contra la degeneración de la realidad social en una etapa determinada del desarrollo histórico.

El nuevo concepto permitió juzgar los frutos de las actividades humanas en todos los planos. Resultó posible evaluar la historia distinguiendo los productos históricos y valiosos de la actividad humana de los parásitos anexos a esta actividad; evaluar la vida social distinguiendo la expresión de las actividades humanas estimables, de su degeneración. La filosofía del hombre podía indicar tanto las formas en que el hombre se desarrolla bajo la influencia de la historia, como aquellas en las que degenera; tanto la manera en que la sociedad crea al hombre como la manera en que destruye su humanidad. Las contradicciones anteriores entre la cognición empírica y metafísica del hombre habían desaparecido. Los estudiosos que procuraban definir al hombre según su “existencia” criticaban con justicia a aquellos que buscaban sobre todo su “esencia”, porque los conceptos de “esencia” han sido siempre de naturaleza metafísica. En verdad, el hombre era más rico.

Sin embargo, aquellos que enfocaban al hombre sobre la base de su existencia también se equivocaban; hasta entonces la existencia había limitado al hombre e impedido su ple no desarrollo. Ahora que era potencialmente más rico, se deducía que comprender al hombre no implicaba determinar cómo éste es o debe ser, sino reconocerlo zomo un ser activo que crea su propio mundo y que, al superar lo que ha creado, cambia y perfecciona su propia creación. El hombre se desarrolla a sí mismo y desarrolla su propia existencia y, por con siguiente, su propia esencia.

J. Salaville en Francia y Guillermo Humboldt en Alema nia, formularon simultáneamente este concepto del hombre co mo ser determinado tanto por sus actividades como por su capacidad para superar los frutos de éstas. El primero lo ex presó desde el ángulo de un político del Iluminismo y la Revolución franceses, en tanto que el segundo lo hizo en términos de un sabio consagrado al estudio de la cultura y la educación. No obstante, ambos hicieron el mismo descubrimiento básico: la imagen del hombre como creador y esclavo de sus propios productos.

Pestalozzi percibió las consecuencias sociales de esta nueva filosofía del hombre. Pestalozzi captó la grandeza — también la estrechez de miras— del Iluminismo, y la mezquindad de la Revolución Francesa de la burguesía. En consecuencia de dujo que era correcto oponerse tanto a los ideales del individualismo burgués como a los del colectivismo burgués; .en ambos casos el “hombre auténtico” muere: el individualismo burgués es, al fin y al cabo, una forma de egoísmo, y las con signas burguesas de patriotismo, nacionalidad y Estado no son más que el mismo egoísmo, en una versión colectiva. Pestalozzi comprendió que era necesario ir más allá de la contradicción de los dos polos del antihumanismo (individualismo y colectivismo) «que se presentaban en las sociedades feudal y burguesa. Pestalozzi afirmó que sólo sería posible crear al “hombre auténtico” sobre las ruinas de la sociedad burguesa, cuando floreciera una nueva realidad social adaptada a las necesidades vitales de todo el pueblo, y así se remontó nuevamente a la gran discusión renacentista acerca del hombre auténtico y el hombre real.

Al destacar audazmente que la causa esencial del conflicto residía en el sistema social clasista que implicaba la negación de la humanidad, Pestalozzi formuló ese género de consideraciones a las que Marx se refirió en su crítica del ideal burgués de hombre y de “ciudadano” (citoyen) ensalzado por el Iluminismo francés.

Marx asentó su teoría sobre la filosofía del hombre cuyos cimientos había implantado durante su famosa polémica con Hegel y con los discípulos de éste. Dicha filosofía, que introducía y solucionaba los problemas planteados por la filosofía del Renacimiento y el Iluminismo, proporcionó una interpretación científica del hombre como ser activo, punto de partida éste de los conceptos contemporáneos del hombre.

Al analizar las múltiples formas de actividad humana, Marx demostró cómo éstas crean un ámbito específico de vida huma na fundado sobre el medio natural y las necesidades biológicas del ser humano, pero que se eleva por encima de estas condiciones preliminares y crea una realidad separada que progresa junto con el desarrollo de las actividades materiales y sociales del hombre. En todo período de este desarrollo histórico el hombre es plasmado por dicha realidad, y simultáneamente es el creador de la misma; “el hombre es el mundo del hombre”.

Penetrando más profundamente en la definición, Marx re veló los conflictos de este “mundo humano” y los conflictos interiores paralelos del hombre. El mundo del hombre se des arrolla a través de contradicciones que emanan principalmente de la resistencia que el sistema consagrado de relaciones sociales y su correspondiente ideología oponen al desarrollo de las fuerzas productivas. El mundo de instituciones sociales e ideales sociales, creado por el hombre, se convierte en una realidad independiente de éste, en un mundo ajeno a él, un mundo que le impone sus exigencias.

En estas circunstancias, el trabajo y la vida social, fuentes inagotables del progreso del hombre, se convierten en factores que promueven la deshumanización. Así, todo aquello que de termina el desarrollo histórico del hombre —su elevación por encima del nivel vegetativo animal, la mayor riqueza de sus necesidades y aspiraciones humanas— se transforma simultánea mente en un factor que lo despoja de su humanidad y lo subordina a las exigencias de la economía capitalista. Hasta ahora el desarrollo histórico del hombre ha estado determina do por el hecho de que el hombre se halla amenazado —en su misma esencia— por la degeneración de aquellas actividades mediante las cuales se define a sí mismo.

Los escritores del Renacimiento observaron esto y señala ron que el mundo del hombre era “turbulento”, pero no en tendieron el mecanismo social del conflicto. Es por ello que su única esperanza residía en la Utopía. Marx explicó cómo, en las condiciones propias de la economía capitalista y del sistema de clases, el hombre “auténtico” debe sucumbir al pro ceso de “deshumanización”, y la sociedad “auténtica” se con vierte en sociedad “aparente”; en tales condiciones los recursos del hombre y de la comunidad humana han de ser destruidos. Entonces la vida real del hombre se hace inhumana, y sus aspiraciones y deseos humanos se convierten en irreales, o sea, degeneran.

Marx analizó el mundo con un criterio destinado a cambiar lo. Su comprensión del mismo aumentó cuando él se orientó hasta la actividad revolucionaria que, por estar dirigida contra el sistema capitalista, debía superar la alienación del trabajo y la vida social y la deshumanización del hombre. Lo que Marx llamaba “práctica revolucionaria” habría de ser, en las condiciones históricas imperantes, el principal factor de transformación social y la fuerza capital encargada de liberar al hombre de la esclavitud inherente a aquellas formas de vida social e intelectual a las que había sucumbido.

La antropología marxista puso punto final a todas las formas de especulación metafísica acerca de la “esencia” del hombre. Marx destacó que semejantes conceptos siempre involucraban la aceptación injustificada de la veracidad absoluta de experiencias adquiridas por ciertas clases sociales en determinados periodos históricos. En otras palabras, promovían las experiencias a la categoría de principios objetivos e invariables. Tal como observó Marx, los conceptos vinculados con la “esencia” del hombre no constituían descubrimientos acerca de su verdadera naturaleza capaces de servir como base para la actividad social, política y educativa, sino más exactamente reflejos de ciertas situaciones sociopolíticas, expresados con la intención de perpetuar dichas situaciones.

Marx también criticó todos los esfuerzos por determinar empíricamente al hombre. Porque éstos, al igual que las teorías metafísicas, aceptaban ciegamente la situación histórica y la consideraban inmutable. Presuponían equivocadamente que las personas están determinadas por su forma de vida, y no percibían ninguna contradicción interna dentro del mundo humano en las diferentes etapas de su desarrollo histórico, ni las transformaciones que se producían en el hombre contra el telón de fondo de estas contradicciones.

La antropología marxista, que determina al hombre recurriendo al “mundo del hombre”, y que enfoca el mecanismo interno del proceso de transformación de este mundo, reveló la inmutabilidad de la presunta esencia del hombre. Puso énfasis en el hecho de que el hombre era el único ser que se desarrollaba consagrándose a la tarea de crear el mundo humano objetivo, sucumbiendo a las exigencias de éste, y venciendo al mismo tiempo sus formas decadentes. El desarrollo del hombre no es una proyección espontánea y puramente espiritual de sus ensueños y deseos, ni es la expresión de los deseos subjetivos de un individuo o un grupo. El desarrollo del hombre se materializa a través de sus actividades, que deben pasar por la prueba de distintos tipos de criterios objetivos: el criterio de la verdad para la actividad científica, de la eficiencia para la actividad técnica, de la forma para la actividad artística, y de las fuerzas productivas y las relaciones sociales para la actividad económica. No hay lugar para lo facultativo ni para la licencia humana. El hombre sólo puede alcanzar sus metas, y la creación humana sólo puede perpetuarse, res petando las leyes del mundo objetivo. No obstante, el coraje y la aptitud creadora son simultáneamente necesarios. El hombre no debe someterse a sus propias creaciones. Los cien tíficos tienen el derecho, y el deber, de rechazar teorías científicas, así como los técnicos deben rechazar soluciones ya obsoletas. Lo mismo se aplica a los organizadores de actividades sociales,

Esta dualidad del desarrollo del hombre —su aceptación de las exigencias de la realidad objetiva y su coraje para recha zar las formas y los logros pretéritos— constituye un principio fundamental de la filosofía marxista del hombre. Este desarrollo dual se asienta sobre las actividades sociales del hombre. Dichas actividades, al estar relacionadas con los cambios de las fuerzas productivas y de las aspiraciones de las masas, revolucionan las instituciones y formas sociales estables, así como las consecuencias sociales correspondientes.

En el curso de los complejos procesos de destrucción de lo viejo, creación de lo nuevo y conservación de lo perdurable, ciertos elementos se complementan, y simultáneamente se contradicen. Estos elementos son las exigencias de las fuerzas productivas, las múltiples tendencias de la “base” económica, las diversas corrientes de la “superestructura” ideológica, y la conciencia social general. Todos ellos crean situaciones materiales, sociales y espirituales saturadas de tensiones internas y contradicciones para el hombre.

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Erich Fromm y otros, Humanismo socialista. Buenos Aires, Paidós, 1966, pp. 47-57.