“Scire nostrum nichil aliud est quam rationabiliter dubitare”.
En sus
reflexiones acerca de la sabiduría, Coluccio Salutati (1331-1406), canciller de
Florencia y el mayor de la primera generación de humanistas herederos de
Petrarca, pone el énfasis en la dimensión ética del problema, como se plasma
tanto en sus cartas como en su obra De
nobilitate legum et medicinae (1399). Tanto es así que llega a afirmar que,
dado que la acción es preferible a la mera especulación, la sabiduría es
impensable sin la prudencia; percibida bajo esta luz, la sabiduría se
identifica con la filosofía moral.
Salutati hace derivar su concepto ético y activo de la sabiduría de una
elaborada doctrina de la supremacía de la voluntad sobre el intelecto. Arguye
que la primera domina a la segunda porque una es activa y el otro, pasivo; éste
incide sobre el mundo exterior, sometido a leyes naturales, de manera que no
puede decidir acerca de las categorías que lo condicionan, y no puede emprender
acto alguno a menos que la voluntad así lo determine, ni perseverar en él sin
su ayuda. La voluntad, por su parte, es autosuficiente, libre y no es movida
por nada salvo por sí misma. La voluntad ordena y el intelecto obedece.
Salutati concluye que la voluntad es más noble que el intelecto y,
consiguientemente, el amor es más perfecto que la contemplación o visión (el
acto del intelecto). En este sentido, se ajusta a la opinión de Petrarca, quien
en el De ignorantia (70) afirma:
Es más seguro esforzarse
por alcanzar una voluntad buena y piadosa que un intelecto claro y capaz. El
objeto de la voluntad, como agrada al sabio, es ser bueno; el del intelecto, la
verdad. Es preferible querer el bien que conocer la verdad. El primero nunca
carece de mérito; el segunda a menudo puede verse contaminado por el crimen, y
entonces no admite excusa. Por consiguiente, yerran aquellos que consumen su
tiempo investigando acerca de la virtud en lugar de adquirirla y, en mayor
medida todavía, quienes lo hacen tratando de conocer a Dios en lugar de amarle.
En esta vida es imposible conocer a Dios en su totalidad; en cambio, sí es
posible amarle ardiente y piadosamente.
Este énfasis en la voluntad y el amor es una característica tradicional
de los pensadores medievales, quienes oponen el fervor agustiniano al
intelectualismo aristotélico [y tomista]. Para Anselmo, Bernardo, Buenaventura
y Scoto, esta actitud garantizaba una piedad entusiasta y cálida; estos autores
deducían de ella todo tipo de satisfacciones para una sensibilidad religiosa
que percibía por doquier apelaciones a la autonomía humana y social frente a la
majestad divina. Especialmente, les permitía desacreditar las áridas ínfulas de
la razón humana. Es innegable que Salutati comparte algo de esta sensibilidad e
intención. Aunque no pone en cuestión el poder de la razón humana, mantiene
respecto a ella un cierto escepticismo, similar al de Petrarca. Son abundantes en
sus escritos referencias a la primacía de la gracia, y su concepción agustiniana
del libre albedrío no se ve suavizada por evasiones liberales. Ahora bien,
partiendo del mismo voluntarismo y el mismo énfasis en el amor, extrae
conclusiones de naturaleza secular; para él, así como la voluntad se halla por
encima del intelecto, del mismo modo el bien está por encima de la verdad y la
vida activa por encima de la vida especulativa. “De ello se deriva claramente
que la vida activa, en la medida en que se diferencia de la especulativa, es
preferible en todos los sentidos, tanto en la tierra como en el cielo” (De nobilitate, 190). La consecuencia
práctica de ello es la condena tanto de la contemplación solitaria (¿acaso no
dictaminó el propio Dios, en Gn 2:18: “No es bueno que el hombre esté solo”?) como
del retiro del mundo, así como de cualquier forma de intelectualismo desapegado
de la vida y de la virtud. Los sabios deben implicarse activamente en los
asuntos de la república: el hombre es un animal político cuyos deberes
principales son su familia, sus amigos y su país. Los deberes civiles no
corrompen al hombre, sino que lo perfeccionan.
Esta perspectiva favorable a la vida activa y civil que, en el caso de
Salutati, se deduce de su preferencia teórica por la superioridad de la
voluntad sobre el intelecto, tiene importantes consecuencias sobre su
concepción de la sabiduría. En cierto sentido, se muestra receloso y crítico
respecto a cualquier definición puramente intelectual del saber. El médico
contra el que escribe en De nobilitate
–quien afirma que la metafísica es la única ciencia libre, y en consecuencia,
como decía Aristóteles, la especulación precede en todos los casos a la
práctica– sostiene que la sabiduría es una virtud especulativa, la perfección
de la parte más elevada del alma, el intelecto, y mantiene con la prudencia una
relación de amo y esclavo. Salutati le replica que la sabiduría no es meramente
especulativa, y que sin la prudencia (una razón correcta en asuntos prácticos)
no hay ni sabiduría ni hombre sabio. ¿Alguien llamaría sabio a un hombre si no
es prudente, aunque conozca el cielo, las estrellas, las sustancias separadas y
las verdades de todas las cosas –incluso si llega a alcanzar algún conocimiento
de la esencia divina– salvo la de los actos humanos? ¿Es sabio el hombre que
conoce el intelecto humano y las materias celestes y divinas, si no puede
ayudar y aconsejar a su familia, amigos, parientes y país? No. Limitar la
sabiduría al conocimiento de las materias divinas es constreñirla de manera
perniciosa; y Salutati sostiene esta opinión ya se comprendan dicha materias
como teología natural, sustancias separadas o las causas de la metafísica
aristotélica. Dejemos a los médicos, que no son filósofos, hallar, si pueden,
“los principios y las causas de las cosas”. Él mismo afirmará, como Petrarca,
que la prudencia perfecciona la sabiduría y que esta debe ser inseparable de
aquella, pues sin ella el saber es vacío e incompleto (De nobilitate, 178).
Para Salutati, la autoridad en estos asuntos es la definición ciceroniana
de sabiduría en las Tusculanas:
“sapientiam esse rerum divinarum et humanarum scientiam” (IV, 26). Si se
interpretan al pie de la letra, esto significa que la sabiduría es un
conocimiento enciclopédico de todas las materias divinas y humanas. Ahora bien,
Salutati se sentía menos atraído por las implicaciones eruditas de la
definición ciceroniana que por la inclusión de los asuntos humanos entre los
objetos de la sabiduría. Con la misma perspectiva lee la explicación de San
Agustín de la frase del Arpinate: “El estudio de la sabiduría”, escribe en la Ciudad de Dios, “debe interesarse tanto
por la acción como por la contemplación, y por ello admite ambos calificativos,
activa y contemplativa: la primera consiste en la práctica de la moralidad en
la vida privada, y la segunda penetra en las abstrusas causas de la naturaleza,
así como en la naturaleza de la divinidad; se dice que Sócrates era excelente
en la activa y Pitágoras en la contemplativa” (VIII, 4). Salutati enfatiza que
la sabiduría que combina acción y contemplación, las materias humanas y las
divinas, es summa consummataque sapientia.
Ahora bien, dicha sabiduría –y esta es la segunda consecuencia que extrae de su
convvición de que la vida activa, que se ocupa de los asuntos humanos, debe ser
preferida a la contemplativa, la cual se limita a los divinos– es más fácil de
imaginar que de llevarla a cabo; por consiguiente, en la práctica es preferible
ceñirnos a los asuntos humanos. “En honor a la verdad”, afirma en un pasaje
llamativo, “afirmo contundemente y confieso abiertamente que me rendiré con
gusto a ti y a quienes se consagran su especulación al cielo y a todas las demás
materias, únicamente si dejáis en mis manos la verdad y la razón de los asuntos
humanos” (De nobilitate, 180). La
especulación solitaria, la búsqueda ensimismada de la verdad y el goce egoísta
de su descubrimiento y posesión son bienes inferiores; es mucho más noble ser
útil a los demás, a la propia familia, parientes y amigos, y ayudar a la patria
con obras y ejemplos útiles. Una sabiduría basada en estos propósitos siempre
se verá más satisfecha en los asuntos humanos que en los divinos.
Esto supone un cambio importante respecto al énfasis medieval en los
asuntos divinos como los más propios de la sabiduría, y refleja un
deslizamiento de los intereses metafísicos y científicos hacia los éticos,
característicos del humanismo. En la Edad Media, el concepto “asuntos humanos”
incluía todas las cosas compuestas por los cuatro elementos y ubicadas por
debajo de los ángeles en la gran cadena del ser; Salutati lo limita al hombre y
a sus actividades personales, familiares y sociales, excluyendo expresamente la
física: con ello, imita a Sócrates al sustituir las investigaciones causales de
los primeros “naturalistas” por un “nuevo tipo de especulación y por el estudio
de la filosofía moral”, como afirma en una carta (Novati, III, 587). Esta nueva
sabiduría no se dedica a investigar los principios y la naturaleza de las
cosas, sino que se centra en las acciones humanas, en su alma y en su capacidad
para el bien y el mal, así como en las normas de una vida virtuosa. Los médicos
(los científicos por antonomasia para Salutati) investigan el movimiento, el
vacío, la eternidad de las especies, el tiempo, la generación y la corrupción
de las cosas, la eternidad del mundo; los verdaderos filósofos se dedican a la
moral. Afirma en la misma carta: “Es más correcto, honesto y útil dedicarse a
esta sabiduría auténtica y moral, que los romanos llaman sapientia, en la cual no nos ocupamos del conocimiento quia, como hacen los médicos, sino que
aplicamos un conocimiento propter quid”,
el cual se deduce de principios absolutos en lugar de elaborar generalizaciones
a partir de casos concretos.
En otras palabras, para Salutati la sabiduría es poco más que filosofía
moral. Es activa, se centra en los hombres y en sus interrelaciones en el
ámbito familiar y social. No es una ciencia especulativa. Se compone de tres
ramas: ética, política y economía, las mismas que estableció Aristóteles al
tratar de la filosofía práctica. Para Petrarca, la sabiduría es piedad; para
Salutati, virtud.
La pregunta es: ¿cómo se adquiere la virtud? Salutati se muestra a este
respecto rigurosamente agustiniano a la hora de responder a esta pregunta,
haciéndose eco (y perfilando) un pasaje del De
libero arbitrio, donde el de Hipona analiza la relación entre virtud y
libre albedrío: así, este autor define la virtud como un hábito, “por el cual el hombre vive correctamente y evita el mal, y
que sólo Dios controla” (Novati, II, 184)., citando I Cor 3:7: “ni el que
planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer”. Salutati
interpreta ambas fuentes en el sentido de que las virtudes no se adquieren a
través de las obras o de la experiencia, “como sostienen los filósofos”, sino
únicamente de Dios; así pues, no hemos de atribuir ningún mérito al hombre,
sino a Dios, que opera invisiblemente a través de Sus criaturas: de este modo,
los hombres deben convertirse en instrumentos de Dios y corregirse a sí mismo
para recibir Su gracia. Lo que hacemos no es propiedad nuestra: en realidad, es
Él quien las hace a través de nosotros (quicquid
sumus Dei gratia sumus: Novati, II, 184, 424). Del mismo modo que nuestras
manos obedecen a nuestra voluntad, a pesar de que ellas no lo saben, del mismo
modo nosotros obedecemos a Dios cuando hacemos cualquier cosa, a pesar de que
no podamos saber que es Dios quien las desea y las lleva a término a través
nuestro. Dios es el autor de todos los bienes y la causa primera de todos los
actos: su influencia es muchísimo mayor que cualquier causa secundaria, la cual
tiende a destruir su autonomía. El hombre no puede hacer nada bien a menos que
la causa primera le induzca oportunamente a ello. “Así, todas las cosas que
Dios lleva a término a través de nosotros como si fuésemos sus manos y él, la
voluntad, permite afirmar que son obras de Dios las que estimamos nuestras. Por
tanto, sólo puede ser recibir este nombre no
proprietate nature, sino únicamente participatione
gratiae” (Novati, III, 115). Nosotros podemos elegir actuar bien o mal,
llevar una vida virtuosa o pecaminosa, pero si elegimos la primera es con ayuda
de la gracia, y la segunda por la malicia y la corrupción de nuestra propia
naturaleza: “Del bien que hacemos es responsable Dios; el mal procede de
nosotros mismos” (Novati, II, 117, 475-476).
Consiguientemente, nuestra sabiduría procede de Dios, el “Padre de las
luces”, y nuestra locura de nosotros mismos. Y es que ¿no está escrito que “a
uno se le da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia
según el mismo Espíritu” (I Cor 12:8)? ¿Qué puede significar esto, sino que la
sabiduría natural del hombre es en realidad una falta de sabiduría y una
ignorancia ciega? ¿Y que la única sabiduría real es necesariamente cristiana,
muy superior a la locura natural de los paganos (De laboribus Herculis, I, 78)? Desde cierto punto de vista, esto
implica una vuelta a la ignorancia socrática que manifiestra Petrarca en el De sapientia. Salutati afirma
lacónicamente: “Nuestro conocimiento no es más que una duda racional” (Novati,
III, 603). Al igual que Petrarca, Salutati se hace eco de la doctrina que
concibe la presunción de sabiduría como la mayor ignorancia. Quien se tiene a
sí mismo por sabio, es un necio; quien sabe lo poco que sabe, ese es el
auténtico sabio (Novati, II, 382). Sin embargo, en cierto sentido la
perspectiva de Salutati es más pesimista que la de Petrarca: mientras éste
conserva una gran confianza en la capacidad del hombre para ser bueno, Salutati
carece de ella. Va mucho más lejos que el Aretino al identificar sabiduría y filosofía
moral, si bien cree que el hombre se muestra especialmente torpe en dicho
ámbito: de ahí que concluya que la sabiduría es una virtud moral que Dios
otorga al hombre, [y no que éste obtiene por sí mismo].
La conclusión de Salutati refleja el carácter transicional del humanismo.
Su visión de cómo se adquiere la sabiduría es opuesta a la clásica.
Ciertamente, su concepción de la misma tiene por objeto primordial al hombre y
sus asuntos; es un virtud activa, inseparable de la prudencia y prácticamente
indiscernible de la filosofía práctica; echa mano en cierto modo de la
definición ciceroniana de sabiduría y conserva algunos matices de su antiguo
significado. Además, es una virtud letrada, del mismo modo que la de Petrarca
era una piedad letrada, la cual no renuncia al compromiso activo con la vida
cívica, ni prescinde del esfuerzo personal aunque dependa en última instancia
de la gracia. La vida activa es preferible a la especulativa; ahora bien, antes
de actuar debemos saber cómo hacerlo, elucidar de manera consistente lo que
debemos hacer y lo que no. En eso consiste la doctrina o instrucción. Se adquiere mediante los estudios
literarios y consiste en las enseñanzas éticas de los antiguos así como en las
lecciones de la historia, perfeccionadas lógicamente por el conocimiento de la
doctrina cristiana. En este sentido, la sapientia
es un grado más perfeccionado de la scientia
tanto como de la prudentia, y su
opuesto no es sólo la contemplación inerte sino también la ignorancia. En este
aspecto, el significado de la sabiduría [según Salutati] confina con la de humanitas pues, según la definición del
autor, incluye la instrucción (doctrina)
y la virtud (scientia moralis). Sapientia, como el propio humanismo, es
una eruditio moralis.
[Eugene F. Rice Jr., The Renaissance Idea of Wisdom. Cambridge, Harvard University Press,
1958, pp. 36-43. Traducción de José Luis Trullo]