En esta sección, el editor de Humanistas, José Luis Trullo, comparte sus lecturas, reflexiones, dudas y preocupaciones en torno a los temas abordados en la publicación, todo ello desde su perspectiva de gestor y promotor de publicaciones e iniciativas en torno a la tradición cultural de Occidente.
La calidad literaria de la obra es muy justa, incluso pobre, lo cual me ha facilitado mucho las cosas a la hora de la comprensión (la edición que he manejado data del siglo XVI, con sus singularidades léxicas, ortográficas y tipográficas) pero me las ha complicado a la hora de brindar una traducción de la calidad suficiente para las lógicas exigencias de un lector del siglo XXI. He acompañado la edición con un aparato de notas, en las cuales aclaro las fuentes que maneja el autor, así como de un estudio introductorio acerca de los antecedentes de la temática de la dignitas hominis y de la trayectoria y personalidad de Boaistuau.
La selección de aforismos (máximas, pensamientos o como se los quiera llamar) que he volcado al castellano y que aquí presento me resultan especialmente queridos, pues se esmeran en pintar la verdad humana de un modo lúcido (unas veces, hasta la crueldad; otras, matizados por la piedad). Aunque no sería cierto afirmar que lo que en ellos se plasma puede ser compartido de manera universal, sí que inciden en esa condición humana que nos permite empatizar con personas de otras épocas y sensibilidades, por mucho que puedan pasmarnos en un primer momento. Si un español de 2020 puede entablar un vínculo de complicidad con un cortesano del siglo XVII como La Rochefoucauld, o conmoverse hasta el tuétano con la sensibilidad de un Joubert, es porque nos unen, en cuanto humanos, más cosas que las que nos separan. Y sólo para poder descubrirlas, merece la pena escribir, leer y, cómo no, traducir.
Dios en el aforismo, una antología de autores modernos y contemporáneos
“Hablar sobre Dios es presuntuoso, no hablar de Dios es imbécil”, escribió Nicolás Gómez Dávila. Entre la presunción de hablar de aquello que, por su propia naturaleza, está lejos del habla (aunque, según las tradiciones, no deje de comunicarse con los hombres de las formas más alambicadas), y darle la espalda, a causa de esa forma de la imbecilidad que es la soberbia antropocéntrica, los aforistas que figuran en esta antología han optado, valiente, imprudentemente, por la primera opción. No soy quién yo para dictaminar si el resultado de su empeño se ha visto coronado por el éxito; en una materia tan íctica (por lo escurridiza) como la que nos ocupa, los criterios que nos permiten discernir el triunfo del fracaso resultan bastante lábiles. Lo que sí se nos antoja urgente es tratar de razón de la publicación de una antología como Dios en el aforismo.
Si alguna instancia ha acompañado a la especie humana desde los orígenes de los tiempos es, precisamente, la sagrada, coetánea –según documentan los antropólogos– de la preocupación por la muerte y de la subsiguiente necesidad de otorgar un sentido a nuestra existencia. La dificultad de coronar esta última tarea de manera plenamente satisfactoria es la que habría motivado la pregunta por Dios y, de manera casi simultánea, la imposición de su “existencia” como epítome de un absoluto que, en la relativa vida humana (y salvo episódicos raptos efímeros, como los que experimentamos en el arte o en el amor), parece no encontrar un espacio en las horas de los días. No es preciso insistir mucho en ello. Dios ha caminado de la mano de la humanidad desde la cuna: no existe una civilización, un personaje histórico, ni siquiera un individuo de a pie, famélico y anónimo, que no haya tenido que resolver, en algún momento de su existencia, singular o colectiva, la cuestión acerca de su relación con lo divino. En los libros figuran documentadas las distintas respuestas que se han implementado a lo largo de los siglos a esta acuciante pregunta, siempre sin resolver.
Tampoco los aforistas han sido ajenos a Dios. Por el
contrario, el aforismo moderno, que arranca en el siglo XVII con Blaise Pascal,
lo hace por mor de un hombre –curiosamente (o no) de contrastada competencia
científica– en cuya obra fragmentaria, los célebres Pensamientos, la búsqueda de Dios resulta perentoria, acuciante,
incluso obsesiva. No tenía necesidad “lógica” de Dios un científico como
Pascal, pero sí espiritual… pues no sólo de materia vive el hombre (al menos,
no el hombre que piensa: el homo sapiens).
Otro aforista eminente ‒aunque de una sensibilidad completamente distinta,
cuando no antagónica‒ que vertió en su escritura sus devaneos con lo sagrado
fue el autor francés Joseph Joubert. Basta leer el esmero, la elegancia y el pudor
con que le hace Joubert espacio a Dios en sus aforismos, para que el ateo más
recalcitrante tenga que poner sus dogmas laicos en cuarentena, aunque sea
durante unos minutos. De entre todos los escritores de aforismos, quizás el que
mostró un mayor empeño en erigirse en auténtico abogado de Dios fue el
colombiano Nicolás Gómez Dávila. Para un pensador que no dudaba en calificarse
a sí mismo de “reaccionario”, dentro de su cruzada personal contra
Entre los aforistas españoles, ninguno como José Camón Aznar para atestiguar la pertinacia con que la alargada sombra de Dios se ha proyectado sobre los escritores de la brevedad. En sus Aforismos del solitario (1982), libro de una intempestividad subyugante, el autor plasma sin ambages sus encendidas convicciones católicas, de entre las cuales descuellan numerosas reflexiones acerca del compromiso ineludible que con lo divino entabla el ser humano por el mero hecho de nacer. Incluso no duda Camón Aznar en trazar silogismos que sólo en apariencia podrían calificarse de apresurados: “esperas algo: luego crees en algo: luego crees en Dios”. Uno de los pensadores españoles más audaces del siglo XX, Andrés Ortiz-Osés, reunió en su libro Filosofía de la experiencia (2006) una extensa colección de aforismos, entre los cuales descuellan muchos consagrados a glosar la figura de Dios, tanto desde una perspectiva estrictamente personal como cultural, filosófica y crítica. Hemos seleccionado casi treinta aforismos donde vamos a encontrar muchos de los temas que acaban abordando todos aquellos aforistas que se aproximan a la cuestión de Dios: su carácter excesivo, ajeno a las dimensiones racionales (“Dios es esto, lo otro y lo de más allá: esto y lo otro en su más allá”); su naturaleza ambivalente, huidiza, que se resiste a plegarse a las categorías humanas (“El misterio de Dios como misterio para el propio Dios”); su incidencia en lo más íntimo del individuo y de aquellas experiencias que le son propias (“El hombre precisa de Dios para sentirse acompañado en el universo flotante”; “Si Dios no existe en nuestro mundo, ¿cómo va a perdurar nuestro amor?”) y su extraña persistencia en una época que quiere creerse al margen de su abrigo.
Llegamos por esta senda a los aforistas españoles que se
congregan en la segunda parte de este librito, todos ellos rigurosamente
actuales (aunque, en cierto sentido, bastante marginales respecto al mainstream
de la intelectualidad patria). No hay duda de que hay que ser muy osado, e
incluso bastante revolucionario, para abordar a Dios en un texto literario en
pleno siglo XXI. (A esto nos ha llevado el culto a la novedad: a tener que
reivindicar el valor subversivo de lo tradicional). Ninguno de ellos es un
escritor al uso, me refiero, el clásico literato profesional más atento al
pulso de su época que al latido de su propio corazón: todos nadan a favor de su
propia corriente, y si parece que lo hacen a la contra es, quizás, porque la humanidad
camina por donde no debería. Gabriel Insausti es un poeta y ensayista
justamente premiado; Gregorio Luri, un pensador y pedagogo de gran solvencia;
Jesús Cotta tiene a sus espaldas un buen número de títulos literarios; Ander
Mayora y Juan Kruz Igerabide, Enrique García-Máiquez y Felix Trull han
publicado varios libros de aforismos. Como el lector podrá constatar por su propia
cuenta, comparten todos ellos una actitud respetuosa hacia el legado cultural
que han recibido, así como ‒y esto es lo primordial‒ a su propia comprensión de
la cuestión religiosa. Sea como fuere, el mero hecho de que aparezca este libro
ya queremos creer que supone, o debe suponer, un aldabonazo para las
conciencias de nuestros contemporáneos. Dios ha inspirado (por activa o por
pasiva, eso dependerá de las opiniones de cada cual) las mayores obras de la
historia del arte: las catedrales góticas, los frescos de
Información de Dios en el aforismo
Motivos para publicar una antología de aforismos sobre la felicidad
Cuando le propuse al poeta, músico, aforista y profesor de literatura Ricardo Virtanen coordinar una antología de aforismos sobre la felicidad, tenía muy presentes las palabras que los sabios del humanismo han vertido a lo largo de los siglos en su defensa, así como la auténtica cruzada que contra ella se viene librando en los últimos tiempos. En efecto, a tenor de las pruebas, se diría que la cultura contemporánea libra una batalla permanente contra la felicidad. El mercado editorial así lo atestigua, difundiendo cada cierto tiempo una nueva proclama al respecto: si en 2008 la editorial Taurus publicaba Contra la felicidad. En defensa de la melancolía, de Eric G. Wilson, hace unos semanas se ha editado un libro titulado Happycracia: Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas (¡nada menos), de Edgar Cabanas y Eva Illouz. No es raro leer a quienes hablan de una auténtica “dictadura” de la felicidad, como por ejemplo en el artículo “La tiranía de la felicidad” publicado por la revista digital Ethic, o “La dictadura de la felicidad: Cuando ser feliz es una obligación”, por Mente y Ciencia.
La cosa viene de lejos. Autores celebérrimos han cargado contra la mera idea de la dicha. Gustave Flaubert, ese sempiterno amargado ante la frustración de sus propias quimeras, afirmaba: «Ser estúpido, egoísta y gozar de buena salud son los tres requisitos para ser feliz, aunque si falla la estupidez, todo está perdido». ¡Y no hablemos de Cioran, de Beckett, de Ionesco! La felicidad se ha venido a considerar, por parte de ciertos cráneos supuestamente privilegiados, como sinónimo de un ansia plebeya, un síntoma de escasa ambición personal, de necedad o incluso de supremo egoísmo pues, ¿quién puede ser feliz ante la mera perspectiva del dolor ajeno? Ello por no hablar de la voz de nuestra propia conciencia, que nos recuerda a cada rato que somos mortales y, por ende, nuestros logros efímeros e ilusorios… Por el contrario, manifestar tendencias melancólicas, abismarse en cavilaciones sombrías o jactarse de la propia capacidad para la tristeza constituye un pendón de victoria: los taciturnos sí conocerían la esencia auténtica de la vida, esa que los alegres y los entusiastas se empeñan en sofocar tras una mueca risueña. Por desgracia, «el hombre que sólo piensa en su sufrimiento, no se detiene a pensar en su felicidad. Si pensara también en su felicidad, vería que todas las etapas de su vida tuvieron momentos felices», como nos advirtió Dostoievski.
Sin embargo, no siempre ha sido así. En la cultura clásica (y entiendo por ello la que, arrancando en Grecia y Roma, llega hasta los albores del Romanticismo) se postulaba la felicidad como el más alto ideal al que podía aspirar el sabio, en cuanto paradigma eminente del ser humano. Aristóteles fundamentó toda su ética eudemonológica en este principio. San Agustín dejó escrito: «nadie es sabio si no es feliz». Spinoza y Hume la consideraban la meta natural de la humanidad. Kant, poco sospechoso de despachar fáciles concesiones a la opinión mayoritaria, sentenció: «La felicidad; más que un deseo, alegría o elección, es un deber», y ya sabemos a qué aludía el filósofo de Königsberg cuando elegía ese palabra, y no otra. Bertrand Russell o Julián Marías, ya en el siglo XX, escribieron luminosos estudios acerca de esta noción esencial para la vida humana.
Desde luego, nada tiene que ver esa felicidad clásica con lo que entiende el hombre moderno por dicha palabra, y esa me parece la clave. Mientras que la primera consiste en un estado objetivo subsiguiente a la observancia de ciertas pautas de pensamiento y de conducta (resumidas en el concepto de virtud), para el segundo se reduce a un conjunto de emociones estrictamente subjetivas, normalmente asociadas a la euforia, a la desmesura e incluso al éxtasis. Como es natural, ni el más acérrimo heredero de Baudelaire puede aspirar a vivir en un estado de permanente embriaguez; en el mejor de los casos, y aplicándose un severo régimen de adelgazamiento aspiracional, alcanzará cierta suerte de beatitud consistente en: a) la ausencia de dolor, b) la reducción de los deseos desmedidos y, en última instancia, c) la conformidad con las propias circunstancias. No en vano el gran maestro del estoicismo, nuestro cordobés universal, Séneca, afirmó: «El sabio se contenta con su suerte, sea cual sea, sin desear lo que no tiene». De esta contención de las expectativas, y de su adecuación a las reales posibilidades de materializarlas, depende en gran medida ese sano contento, tan alejado de una idea chabacana de la felicidad como satisfacción permanente y ansiosa de nuestros caprichos, y fuente de intensas descargas hormonales. (Personalmente, como John Stuart Mill, yo también «he aprendido a buscar mi felicidad limitando mis deseos en vez de satisfacerlos»).
Por supuesto, la defensa de la felicidad como noble aspiración humana nada tiene que ver con esa versión edulcorada y serializada con que tratan de narcotizarnos los mal llamados libros de autoayuda, pues si algo la caracteriza es el adoptar diversas configuraciones en función de cada individuo. No existe una receta para ser feliz porque sólo hay un modo de ser uno mismo, si puede decirse utilizando una retórica algo banal. En cualquier caso, parece claro que nada tiene que ver la dicha personal con la mera satisfacción de las necesidades materiales o con el fortalecimiento de un estado del bienestar que nos colmase de servicios de calidad: de hecho, los países más desarrollados son aquellos en los que se registra una mayor prevalencia de depresiones invalidantes y suicidios, y es bien conocida la aptitud de los pueblos depauperados para sentirse dichosos por el mero hecho de estar vivos. Seguramente, el choque entre la convicción de que un nivel de vida elevado nos franquea el acceso a la plenitud y la constatación de que ésta no puede reducirse a la mera gratificación material tengan gran parte de culpa en ello.
Ahora bien, que haya que mantener una sana distancia respecto a los vendedores de sucedáneos no implica que debamos impugnar la bella idea que tratan de degradar, so pena de tirar al niño con el agua de la bañera. Todo lo contrario: es ahora cuando más urgente resulta salir en defensa de un concepto tan manoseado, que corre el riesgo de volverse irreconocible. Seguramente, la actitud más inteligente será la de aplicar la prudencia a nuestras aspiraciones, moderación a nuestros apetitos y medida constante a nuestros deseos (todas aquellas virtudes estrictamente clásicas y, por tanto, bastante alejadas del común sentir contemporáneo). Así las cosas, el camino más sabio y seguro pasa por el conocimiento de los propios límites, pues sólo en la medida en que seamos capaces de saber de qué somos realmente capaces podremos aceptar sin rencores las eventuales derrotas, las inevitables pérdidas y los sempiternos chascos con que la realidad nos obsequia a cada momento. Y espero que estas palabras no sean interpretadas como lo que no son: como un nuevo intento de plantear fórmulas infalibles para ser dichoso… Por el contrario, constituyen una invitación a adentrarse en la tarea de depurar los conceptos para, así, poder empezar a avizorar ciertas soluciones a la angustia vital que parece impegnar a las sociedades opulentas. Y es que, como alertaba Schopenhauer, «el medio más seguro para no llegar a ser muy infeliz es no pretender ser muy feliz».
Información sobre La sonrisa de Nefertiti
Al editar la primera traducción en 500 años de La vida solitaria, de Petrarca
Razones para iniciar con Erasmo de Rotterdam la colección HUMANITAS de Thémata
Con Del desprecio del mundo, de Erasmo de Rotterdam, en traducción de Miguel Ángel Granada (sin duda, el más eminente especialista de la filosofía del Renacimiento en nuestro país), echa a andar la colección HUMANITAS, coeditada por Cypress Cultura y la editorial Thémata. Con ella, sus directores nos proponemos dar a conocer a los lectores del siglo XXI textos de autores de los siglos XIV al XVI que, o bien llevaban tiempo sin ser reeditados, o bien nunca han sido traducidos a nuestro idioma. Además, acogeremos estudios y monografías acerca de una época de la cual, en nuestra opinión, aún tenemos muchas cosas que aprender, y no sólo en un plano teorético o erudito; de hecho, creemos que, en no pocos aspectos, con ella compartimos problemas e inquietudes, de modo que, mediante un mayor y mejor conocimiento de la misma, tal vez podamos extraer ciertas lecciones de carácter práctico.
Más allá del indudable
interés que las obras que componen la colección poseen por sí mismas, los
editores las traemos a colación por su valor pedagógico desde una perspectiva
múltiple: moral, intelectual y también espiritual. Es decir, nuestro énfasis se
decantará por aquellos textos en los cuales sus autores se adentran en
cuestiones universales cuya vigencia resiste la erosión del tiempo. No es
casual que el propio título de la serie, HUMANITAS, incida en esa dimensión ucrónica de ciertos temas,
pues tenemos la convicción de que el hombre ha sido, es y será siempre el
mismo, con idénticas angustias e ilusiones, por mucho que el modo de
encauzarlas haya variado según las épocas. De hecho, si nuestra atención se
centra en el humanismo renacentista es porque es él, de manera eminente, el que acertó a centrar el
debate en torno a la universalidad de la aventura humana, mediante una
inteligentísima síntesis de los preciosos legados de
Esta es una dimensión del humanismo renacentista que nos parece clave, y que justifica su plena vigencia: apelando a un concepto integral del ser humano, integrando el patrimonio cultural más eminente (tanto secular como religioso) en una apuesta común, es de su mano como, tal vez, podamos retomar el contacto con las fuentes de nuestra propia identidad en cuanto civilización, y así revitalizarla ante los decisivos retos a los que se enfrenta en todos los órdenes. De hecho, al humanismo del siglo XVI corresponde el mérito de tratar de armonizar las divergencias conceptuales que asuelan el mundo, con sus disputas interminables, en alguna suerte de denominador común, de entente de mínimos. Es así como la cultura sirve al fin superior para el cual nos fue donada: para vivir bien y entendernos mejor, a nosotros mismos y entre todos, y no como lucimiento de conocimientos inanes.
Desde esta perspectiva, empezar nuestra singladura con Erasmo de Rotterdam no deja de ser una poderosa declaración de intenciones. El humanista holandés, con su decidida defensa de una Philosophia Christi, acertó a apuntar hacia ese horizonte en el cual entran en diálogo, de modo franco y pacífico, los naturales contrastes entre las personas, las convicciones y las tradiciones. Sin ser esta una obra central en su producción, sí que constituye Del desprecio del mundo un texto que abunda en reflexiones fecundas, aparte de incidir en la dimensión moral del ser humano y en su compromiso con la trascendencia. En la línea del estoicismo clásico, Erasmo conmina al lector a adentrarse en sí mismo, a depurar sus peores pasiones y a comprometerse activamente en la búsqueda de esa luz que le guíe en el duro camino de su existencia, la cual sólo puede provenir de Dios1. ¿Y qué mejor propuesta, para los tiempos que corren, atenazados por la codicia, el encono ideológico y la discordia por bienes ilusorios? Escuchemos a Erasmo, sopesemos su propuesta y meditemos. A buen seguro que extraeremos una valiosa lección de vida, que es la vocación a la que debe tender toda sabiduría auténtica.
Información acerca de Del desprecio del mundo
Editando por primera vez en castellano al humanista Rodolfo Agricola
Si algo caracteriza al humanista del Renacimiento es su afán de armonizarlo todo, incluidos (y en especial) los grandes antagonistas: la cultura pagana de griegos y romanos, y la tradición cristiana en la cual él mismo se inserta y a la cual sueña con fecundar constantemente con nuevas aguas, procedentes de quién sabe qué fuentes: alquimia, cábala, hermetismo... El caso extremo, incluso un tanto ingenuo, lo constituye Marsilio Ficino remontando el origen de nuestro monoteísmo nada menos que a los antiguos egipcios, merced a su equivocada creencia de que el Corpus Hermeticum era una obra de génesis remota, y no la mixtificación histórica que en realidad fue. Permanecía, eso sí, intacto su sueño de alcanzar una síntesis postrera –quién sabe si precursora de la hegeliana– en la cual se armonizarían amorosamente todos los denuedos humanos por trascender(se) y avizorar, si quiera de un modo efímero, las delicias celestiales.
Conmueve el afán de los Valla, Erasmo, Budé o el propio Agrícola por integrar el rico legado recién rescatado de la antigüedad clásica en el patrimonio cristiano, fertilizado además con la recuperación de los Padres de la Iglesia menos frecuentados durante la Edad Media: Juan Crisóstomo, Hilario, Cipriano o Basilio el Grande. Pero es que, para un humanista, claro está, nada de lo humano le es ajeno, y menos aún si se aboca a lo divino con espíritu sincero. (Nadie menos antropocéntrico que un humanista auténtico, y no meramente retórico).
Philosophia Christi, llamaba Rudolph Agricola a su doctrina, siguiendo el ejemplo erasmiano, en la cual “intentaba mediar entre la sabiduría antigua y la fe cristiana”, según glosa L.W. Spitz en su análisis de la figura del autor incluido en el libro The Religious Renaissance of the German Humanists. No en vano, si algo caracteriza al humanismo es su descubrimiento de que pervive entre todas las personas una raíz común que nos hermana en cuanto hijos de un mismo Padre. ¿Y no es ese el mensaje esencial de Cristo? Amaos los unos a los otros… y a Dios sobre todas las cosas. Si hay que perdonar las afrentas que nos hacen es porque quien nos hiere es… como nosotros, somos nosotros. El leproso, la adúltera, el endemoniado, ante todo son hombres, y no podemos volverles la espalda porque nos estaríamos negando a nosotros mismos.
Un cristiano tiene, por fuerza, que ser un humanista, y un humanista no puede por menos que tener a Cristo en su corazón (aunque una lectura tendenciosa de la historia nos quiera persuadir de que el Renacimiento fue poco menos que una época atea). Ahora bien, como bien señala E.F. Rice Jr. en su artículo «The Renaissance Idea of Christian Antiquity: Humanist Idea of Patristic Scholarship», incluido en la magna obra colectiva Renaissance humanism: foundations, forms and legacy, dirigida por A. Rabil, “no hubo ateos en el Renacimiento. Ningún humanista fue pagano. Desde el principio del rescate de la antigüedad, el entusiasmo por la literatura antigua pagana fue inseparable por el entusiasmo por la literatura antigua cristiana”. Sólo una visión de la época sesgada, o directamente fraudulenta, según la cual con el final de la Edad Media poco menos que se puso en marcha el largo camino hacia la Ilustración y, con ello, la inminente muerte de Dios, puede sostener que el humanismo renacentista mostró un escaso entusiasmo por los asuntos religiosos, decantándose en cambio por los asuntos cívicos y políticos. A este respecto, recomiendo a quien pueda interesar la lectura del monumental estudio In our image and likeness: humanity and divinity in Italian humanist thought (1970) de Ch. E. Trinkaus, a lo largo de cuyas más de ¡900 páginas! descubrirá qué pensaban los mayores autores italianos de los siglos XV y XVI acerca de temas tan centrales para un cristiano como la inmortalidad del alma, la salvación personal, los sacramentos, la eucaristía o el libre albedrío.
La publicación, por primera vez en castellano, y en versión directa del latín por parte de Jesús Cotta, de la oratio (discurso) Sobre la Natividad de Nuestro Señor, de Rudolph Agricola, aparte de su interés intrínseco, y más allá incluso de su valor documental o arqueológico, constituye un modesto intento de contribuir a un conocimiento más veraz, ya no sólo de un autor y una época de por sí fascinantes, sino de la rica tradición del humanismo cristiano. A pesar de que un ateísmo de vía estrecha ha querido y sigue queriendo extirpar la religión de los corazones de los hombres, ésta continúa bombeando su sangre por debajo del alud de infamias y mixtificaciones con que la quieren sepultar, y a menudo suplantar. Basta correr las cortinas y atender. El mensaje sigue vivo. Y nos está esperando.